Tradicionalmente, se ha sostenido que los cristianos conquistados ocultaron, a los ojos musulmanes, piezas con un valor material intrínseco, pero también con un fuerte valor simbólico, donadas por los reyes del poder derrotado. Sin embargo, esta acción que sirve para ilustrar la voracidad de los conquistadores y, al mismo tiempo, el encomiable comportamiento de los conquistados, parece que no se desarrolló exactamente en esos términos
Fernando Arce Sáinz
Biblioteca Tomás Navarro Tomás (CCHS-CSIC)

El archiconocido tesoro de Guarrazar, encontrado junto a la localidad toledana de Guadamur, refulge como una ejemplar acción llevada a cabo por aquellos que lo depositaron allí. En un imparable avance de la fuerza invasora, los cristianos de Toledo tratan de poner a salvo los tesoros de sus iglesias para que no caigan en manos de unas infieles tropas ávidas de botín. Qué mejor objetivo que los ricos objetos de oro y piedras preciosas custodiados en los templos cristianos.
De esta forma, se viene en considerar que estos piadosos cristianos ocultan, a los ojos musulmanes, unas piezas con un valor material intrínseco, pero también con un fuerte valor simbólico al tratarse de cruces y coronas (alguna) donadas por los reyes del poder derrotado. Sin embargo, esta acción que sirve para ilustrar la voracidad de los conquistadores y, al mismo tiempo, el encomiable comportamiento de los conquistados, parece que no se desarrolló exactamente en esos términos. Gracias al trabajo de José Amador de los Ríos, quien explora el lugar poco tiempo después de la aparición del tesoro y, sobre todo, a las campañas arqueológicas desarrolladas en el entorno en los últimos años, la interpretación de cómo y por qué terminaron en Guadamur las piezas podría ser otra.

Cuando Amador de los Ríos inspecciona el lugar donde apareció el tesoro en 1858, encuentra y describe los contenedores en los que estuvieron alojados los objetos. Dichos contenedores, rehundidos en el suelo, eran cajas de fábrica de mampostería, estando su cara interna cubierta por un mortero hidráulico impermeabilizante, La boca, cuadrada, no estaba sellada, sino que se ocluía mediante una pieza de mármol a modo de tapadera que, en este caso, era un pequeño capitel reutilizado. De los datos forenses aportados por Amador de los Ríos se desprende que la pretendida ocultación no tiene nada de improvisada. Hay planificación. El tesoro se lleva a Guadamur y no a otro sitio y, una vez allí, se toma el tiempo necesario para preparar los depósitos. Esto quiere decir que aquellos que se hicieron con las piezas áureas y las alojaron en las cajas bien pudieron quedarse junto a ellas. Más que un tesoro oculto sería un tesoro custodiado.

¿Por quién? Es aquí donde entra en juego el reciente conocimiento arqueológico del lugar. Según los registros de materiales, el lugar de Guadamur tiene una ocupación ininterrumpida entre tiempos visigodos y emirales. Amador de los Ríos, en su momento, excavó parcialmente un edificio que contenía la tumba de un presbítero de nombre Crispín que falleció, según la lápida sepulcral, en 693, apenas dos décadas antes de los acontecimientos que hicieron que los lujosos cachivaches terminaran en Guadamur. Las excavaciones de las lomas cercanas al lugar donde brotaron las joyas arrojan una secuencia que llega hasta el siglo IX. Uno de los edificios excavados, aunque a falta de ser descubierto en su totalidad, podría ser una iglesia. Los niveles asociados a su amortización arrojan materiales emirales del siglo IX, por lo que pudo estar funcionando como lugar de culto a lo largo de la octava centuria. También han aparecido restos de escultura decorativa cuyos marcadores tipológicos indican fechas postvisigodas. Este escenario contrasta con el del hallazgo de otro tesoro visigodo cerca de la localidad de Torredonjimeno (Jaén) en 1926. Las cruces y coronas jienenses, en menor número que las toledanas, aparecieron en un paraje en el que no hay evidencias de un asentamiento anterior o coetáneo. La forma en la que fueron ocultas sí delata cierta premura pues las joyas se envolvieron en un núcleo de cal (para que no se dispersaran) tapado con unas piedras. La falta de contexto arqueológico, más allá de los objetos, impide saber lo cerca o lejos que estuvo la ocultación respecto a la conquista. Tampoco es posible determinar si todo viene de un mismo sitio ni dónde se encontraba.

En Guadamur, en cambio, podemos decir que era un “lugar” a inicios del siglo VIII. También lo sería después. Los que allí habitaron, tras la conquista, eran unos cristianos que, naturalmente, no enterraron el tesoro y se marcharon corriendo a no se sabe dónde, que, por muy lejos que fuera, nada impedía llevarse a cuestas unos cuantos kilos extra de valioso equipaje. Su condición cristiana, a falta de corroborar la condición eclesiástica del edificio antes mencionado, también se apoya en la aparición de una cruz calada en piedra con pie, un tipo de pieza conocido como cruz con láurea que se ponía de remate en los tejados de ciertos edificios cristianos, no necesariamente religiosos. Cristianos y tesoro, juntos. Población local arraigada que se mantiene cristiana. En otras palabras, dhimmíes. Es incontrovertible la existencia de dhimmíes en muchos territorios de al-Andalus. El centro peninsular, con Toledo como capital, no fue una excepción. Tenemos dhimmíes en la ciudad, con arzobispos históricamente acreditados ejerciendo de cabezas rectoras de la Iglesia de Hispania/al-Andalus. En el medio rural también encontramos establecimientos cristianos de origen preislámico activos en el siglo VIII, como Guadamur, y otros de nueva planta como Santa María de Melque y San Pedro de la Mata. En otras palabras, en la región toledana el elemento cristiano no se desvaneció de forma acelerada tras la conquista y sumisión del territorio y sus habitantes.
Mirando a las cruces y coronas parece que algunos dhimmíes, en el momento en el que precisamente se van a convertir en tales, obtienen un pingüe beneficio a costa de otros dhimmíes. Ignoramos sobre qué legitimidad actuaron esos cristianos a la hora de reunir las piezas. Tampoco sabemos el grado de aceptación de los hasta entonces custodios (las iglesias) en el momento de entregarlas ¿Las están dejando en depósito o están siendo literalmente desvalijadas por parte de un grupo de poder cristiano? Juan Manuel Rojas, arqueólogo que ha dirigido las recientes campañas, sostiene que todo el tesoro siempre estuvo en Guadamur, un enclave que se habría convertido en una suerte de segunda corte regia en la que se harían presentes los ricos exvotos ofrecidos por los monarcas y otras personas principales. No se aportan datos ni explicaciones que justifiquen la aparición de una segunda sede regia cercana a la capital. Por otro lado, una de las cruces tiene una inscripción dedicatoria en la que se da cuenta del oferente (un tal Sonica) y el establecimiento religioso que recibió la ofrenda (la iglesia de Santa María in sorbaces). Esta iglesia cabe identificarla con la catedral de la ciudad de Toledo que, por cierto, se mantuvo en activo hasta la conquista cristiana de finales del siglo XI, momento en el que era conocida como Santa María de Alficén. En último lugar, tiene más sentido que tan notables ofrendas lucieran en los templos más importantes de la ciudad, a la vista de todos, antes que un discreto enclave rural. Me refiero a iglesias como la catedral de Santa María ya mencionada, la basílica martirial de Santa Leocadia o la iglesia pretoriense de los Apóstoles Pedro y Pablo. En definitiva, cabe pensar que un grupo de cristianos tomó en depósito (o expolió) los tesoros de diferentes iglesias de la, hasta entonces, capital del reino.

Si nos vamos a la Mérida que cerró en primera instancia sus puertas a las tropas musulmanas, nos volvemos a encontrar con tesoros eclesiásticos que cambian de manos. Los tesoros emeritenses no son arqueológicos, como los toledanos, sino tan solo literarios. Entre los relatos de conquista de la capital lusitana, la historiografía suele tomar como referencia el contenido en los Ajbar Machmua. Según esta narración, cuando los cristianos se avienen a entregar a Musa la plaza tras un asedio y episodios de lucha, el agente omeya se arroga el derecho a hacerse con los tesoros de las iglesias de la ciudad. Al mismo tiempo, garantiza el respeto de los bienes y propiedades de aquellos que se han sometido. Sin embargo, cuando leemos otro relato de la conquista de Mérida que es coincidente con el anterior en numerosos aspectos y recursos narrativos, las cosas son muy distintas respecto a las riquezas de los templos cristianos cuando tiene lugar la rendición de la ciudad. Se trata del texto de Ahmad al-Razi contenido en la versión romanceada de su obra, redactada en los reinos cristianos medievales. Esta circunstancia, seguramente, ha hecho que la historiografía lo deje en un segundo plano respecto a la información en árabe, como los Ajbar Machmua. En el al-Razi romanceado quienes se quedan con las riquezas de los templos son los propios emeritenses en el marco de una verdadera negociación con Musa. Una vez que los locales se aseguran el oro de las iglesias, así como la conservación de sus bienes y propiedades, firman las cartas y abren las puertas de la ciudad.
¿Qué versión de los acontecimientos puede ser más veraz? No podemos saberlo, pero habría que considerar como posible que ciertas élites locales sacaran rédito, en forma de riqueza líquida (oro), en el marco de la conquista. Dichas élites serían laicas y se pudieron aprovechar de otras élites (religiosas) que, en ciertos contextos de conquista, parecen desdibujadas. Así ocurre en el Levante con Teodomiro, un laico que se sienta en la mesa de negociación de los agentes vicarios del califa de Damasco. En Mérida, siguiendo los relatos, parece que los que se enfrentan y parlamentan con Musa son poderes civiles antes que religiosos. Esto no significa que desparecieran necesariamente los obispados. En la región afectada por el Pacto de Teodomiro es cierto que no tendrán continuidad pero, en Mérida, su dhimma contó en el futuro con obispos de los que solo conocemos por su nombre a uno, Ariulfo, que lustró la cátedra metropolitana en el tercio central del siglo IX. Lo mismo ocurrió en Toledo, pese a una situación de partida realmente adversa. Cuenta la llamada Crónica Mozárabe de 754 que el arzobispo, de nombre Sinderedo, huyó de la ciudad buscando refugio en Roma, dato que está corroborado por la documentación vaticana. Pese a la fuga del mitrado la institución eclesiástica será una realidad viva en la ciudad a lo largo del siglo VIII, con figuras como el arzobispo Elipando. Lo interesante en este caso es la situación de vacío de poder eclesiástico en el momento en el que se está dirimiendo el presente y futuro de la ciudad y sus moradores. Los que quedan y negocian, como en Mérida, tienen ocasión de acceder a las riquezas antes que las tropas invasoras.

Es imposible determinar, por falta de información, si la situación presentada (una depredación cristiana de riquezas cristianas) se repitió muchas o pocas veces en el marco de la conquista. Es muy probable que se dieran situaciones en las que los beneficiados fueran los conquistadores, más allá de las noticias sobre legendarios objetos como la llamada Mesa de Salomón, encontrada por Tariq y Musa en Toledo. Por otro lado, ¿no hubo tesoros que pudieron quedar en manos de su tradicional posesora, la Iglesia? De nuevo, la ausencia de datos impide responder con garantías. La mayor o menor presencia de objetos de oro en las iglesias de al-Andalus es por ahora una incógnita. En los contextos arqueológicos conocidos en los que tenemos edificios religiosos cristianos en funcionamiento más allá de inicios del siglo VIII, no se han recuperado piezas de estas características, lo que no significa que nunca las hubiera habido. Tan solo tenemos el tesoro de Guarrazar que, tal como se ha explicado, nos abre una ventana a un escenario en el que se están produciendo acontecimientos determinantes en los que, sin duda, los oros de las iglesias eran atractivos objetos de deseo para musulmanes y cristianos. Ahí tenemos a Achila II, un epigonal rey visigodo, más allá del malhadado Rodrigo, que dejó claras sus aspiraciones regias acuñando monedas de oro con su nombre. El tal Achila (circa 711-714) batió tremises áureos en las cecas de varias ciudades en lo que parece un constante repliegue hacia el noreste peninsular (Tarraconense) y el mediodía francés (Narbonense): Zaragoza, Tarragona, Gerona y Narbona. Todas estas ciudades contaban con obispado ¿De dónde sacó Achila, en esos tiempos convulsos, el oro para sus monedas?
Par ampliar:
- Alba, Miguel (2001): “Mérida entre la tardoantigüedad y el Islam: Datos documentados en el Área Arqueológica de Morería”, La Islamización de Extremadura, Cuadernos Emeritenses, 17, pp 265-308.
- Ríos (de los), José Amador (1861): El arte latino-bizantino en España y las coronas de Guarrazar. Ensayo histórico-artístico, Madrid.
- Rojas Rodríguez-Malo, Juan Manuel (2015b): “Guarrazar en el contexto de un importante territorio en la tardoantigüedad”, Revista de Estudios Monteños, 150, pp. 61-66.
- Rojas Rodríguez-Malo, Juan Manuel y Eger, Christoph (2018): “La basílica de Guarrazar desde los hallazgos arqueológicos”, X Jornadas visigodas, Guadamur, pp. 59-86.