Para vencedores y para vencidos, la conquista o la pérdida de Sevilla fue un acontecimiento mayor y trascendental no solo para la vida de quienes lo vivieron, sino para el destino de las comunidades que se enfrentaron. No deja de ser significativo, a este respecto, que el asedio y anexión de la ciudad sea uno de los hechos militares tratados con más profusión tanto en la historiografía castellana como en la árabe de la época, así como en otros textos literarios que, en conjunto, nos ofrecen un relato bastante detallado –al menos en comparación con los que disponemos para otros acontecimientos similares- y, además, concordantes en muchos aspectos. En el 775 aniversario de la conquista castellana de Sevilla, y frente a las visiones fuertemente ideologizadas de este acontecimiento que abundan en estas fechas, Francisco García Fitz nos trae una rigurosa y equilibrada reflexión sobre este hecho
Francisco García Fitz
Universidad de Extremadura
Al poco tiempo de que muriese en Sevilla el rey Fernando III de Castilla y de León, su hijo, Alfonso X, le erigía en la catedral un epitafio, escrito en castellano, en latín, en árabe y en hebreo, en el que dejaba constancia para la posteridad no solo de las muchas virtudes que habían adornado a aquel monarca, sino también de sus logros políticos y militares: de él se dice que fue el que “conquistó España” y «el que quebrantó y destruyó a todos sus enemigos». Significativamente, entre todos los éxitos de los que pudo haber hecho alarde, Alfonso X solo citó explícitamente a uno de ellos, la conquista de la ciudad de Sevilla, expresión esta última que en la versión latina se sustituye por la más ideológica y triunfalista que recuerda que la arrebató de manos paganas y la restituyó al culto cristiano.
Sesenta años después de aquella conquista, en 1309, uno de los habitantes de Gibraltar que se vio obligado a abandonar la ciudad tras su capitulación ante las tropas de Fernando IV de Castilla, al que la crónica de este monarca describe como un “moro… viejo”, se lamentaba de su suerte ante el monarca castellano y le explicaba el largo recorrido de su infortunio: Fernando III lo había expulsado de Sevilla en 1248; Alfonso X, de Jerez en 1264; Sancho IV, de Tarifa en 1292; y ahora, con Fernando IV, tenía que abandonar al-Andalus y emigrar al norte de África para buscar un lugar donde morir en paz.
Estas son las dos caras del acontecimiento del que ahora conmemoramos su septingentésimo septuagésimo quinto aniversario. Para vencedores y para vencidos, la conquista o la pérdida de Sevilla fue un acontecimiento mayor y trascendental no solo para la vida de quienes lo vivieron, sino para el destino de las comunidades que se enfrentaron. No deja de ser significativo, a este respecto, que el asedio y anexión de la ciudad sea uno de los hechos militares tratados con más profusión tanto en la historiografía castellana como en la árabe de la época, así como en otros textos literarios que, en conjunto, nos ofrecen un relato bastante detallado –al menos en comparación con los que disponemos para otros acontecimientos similares- y, además, concordantes en muchos aspectos (García Sanjuán, 2017).
Más allá de las percepciones particulares de Alfonso X, del moro viejo de Gibraltar o de cualquiera de los cronistas que se refirieron a ella, objetivamente la conquista de Sevilla fue un hecho digno de ser historiado. Después de todo, tal como se recoge en el citado epitafio, Sevilla era en los momentos de su conquista la “cabeza de toda España”, una consideración que también ratifican los cronistas musulmanes cuando informan de que no solo era la ciudad más grande de al-Andalus, sino que además era su capital, la sede del poder islámico en la Península.
Acorde con su amplia extensión urbana y con su nivel poblacional, con la contundencia de su propio circuito amurallado, con la existencia de una amplia red de castillos y de guarniciones en su entorno inmediato, con la variedad y abundancia de recursos agrarios y humanos de las comarcas vecinas, y con sus potenciales conexiones terrestres y fluviales con posibles aliados, la conquista de Sevilla representó el mayor reto militar al que habían tenido que enfrentarse los monarcas castellano-leoneses –y nos atreveríamos a extender esta consideración a los portugueses y aragoneses- en su larga trayectoria de enfrentamientos en las fronteras andalusíes.
De hecho, se trata de la más extensa y compleja operación militar llevada a cabo hasta entonces en el marco de la agria y violenta disputa territorial sostenida entre los reinos del norte peninsular y los diversos poderes musulmanes que se sucedieron desde la desaparición del califato de Córdoba. Es verdad que los hitos del progresivo retroceso territorial de al-Andalus y la consiguiente expansión de sus vecinos vinieron jalonados por los asedios y conquistas de las grandes ciudades andalusíes –Toledo, Zaragoza, Lisboa, Lérida, Cuenca, Valencia, Mallorca, Córdoba, Jaén, Cáceres, Badajoz…-, pero en ninguno de ellos encontramos las magnitudes bélicas que se dieron cita en torno a Sevilla.
No son pocos los aspectos ponen de manifiesto esta excepcionalidad, pero sin duda uno de los más llamativos sea la propia duración del cerco de la ciudad: las fuentes más fiables, tanto castellanas como árabes, coinciden en señalar que las operaciones de asedio se extendieron a lo largo de dieciséis meses, esto es, entre julio de 1247 y noviembre de 1248. No obstante, ha de tenerse en cuenta que ya durante el año 1246 hubo un primer acercamiento fruto del cual los castellanos se hicieron con el control de Alcalá de Guadaíra, una fortaleza situada a apenas quince kilómetros de las murallas hispalenses, desde donde la guarnición allí instalada estuvo algareando el entorno de la ciudad durante meses antes de que los castellanos levantaran su primer campamento frente a los muros de la ciudad. Baste recordar, a título comparativo, que algunos precedentes inmediatos, como los asedios de Valencia, Córdoba o Jaén, duraron entre cinco y nueve meses.
El tiempo empleado en la operación está en relación directa con la complejidad de bloquear físicamente una ciudad como Sevilla. Salvo alguna excepción notable, como el asalto sobre Lisboa 1147, la anexión de las grandes urbes amuralladas andalusíes solía ser consecuencia del bloqueo al que eran sometidas durante las operaciones de asedio: básicamente se trataba de impedir de manera efectiva la entrada de víveres o de socorro militar desde el exterior, abocando a los asediados a consumir los recursos almacenados y, llegado el momento en que la escasez resultara insoportable, a negociar una capitulación.
En el caso de Sevilla, el cerco duró tanto como las operaciones de impermeabilización física de la ciudad, un proceso que se demostró difícil y complejo, no solo por su propia superficie (287 hectáreas), por la extensión de las murallas (siete kilómetros de longitud) y el número de puertas que debían controlarse (doce), sino también por la amplia comunicación de la ciudad con un entorno agrario muy rico del que podía abastecerse con facilidad, e incluso con el norte de África a través del Guadalquivir, desde donde además de víveres podían llegar refuerzos militares.
Así las cosas, se entiende que la campaña de conquista dirigida por Fernando III no fuera otra cosa que una gran maniobra de envolvimiento que fue aislando progresivamente a la urbe: tras la citada cabalgada de 1246, el control de la fortaleza de Alcalá de Guadaíra se convirtió en un primer obstáculo para las relaciones de la ciudad con la Campiña por el Este; la aproximación del ejército de Fernando III a la ciudad, que comenzó en la primavera de 1247, se realizó desde el Norte y siguiendo el curso del Guadalquivir, un movimiento que duró cuatro meses y que supuso la neutralización de Carmona y de otras localidades de la Sierra Norte –mediante una tregua condicionada al pago de un tributo que conllevaba el compromiso de sometimiento en caso de que cayese Sevilla- y la conquista, a veces a viva fuerza, de núcleos ribereños como Lora, Cantillana, Guillena o Alcalá del Río; fue tras la anexión de esta última cuando se tuvo noticia de la llegada al río de la flota que previamente se había reclutado en los puertos cantábricos y que no tardaría en derrotar a una flota de socorro enviada desde Tánger, lo que suponía el taponamiento de la vía fluvial y bloqueo de la ciudad desde el Sur, reforzado desde tierra la colocación de un primer campamento a la vista de la ciudad -en Tablada-.
Estos primeros meses de operaciones se saldaban, pues, con el bloqueo de la ciudad por el Este, por el Norte y por el Sur. Todos los esfuerzos se dirigieron entonces, entre el otoño de 1247 y los primeros meses de 1248, a controlar la única comarca con la que la ciudad mantenía la comunicación abierta –el Aljarafe- a través de Triana y del puente de barcas sobre el Guadalquivir. Con la llegada de nuevos contingentes a partir de la primavera de 1248, los castellanos consiguieron adelantar el campamento inicial hasta las inmediaciones de la muralla y levantar otros seis frente a las principales puertas. Con todo, la persistencia de la comunicación entre la ciudad y Triana, y de Triana con el Aljarafe, hacía imposible su aislamiento físico completo, algo que solo se consiguió cuando en mayo de 1248 las naves castellanas alcanzaron a romper el puente y, posteriormente, a impermeabilizar la comunicación entre una orilla y otra del Guadalquivir.
No deja de ser significativo que las negociaciones de rendición de la ciudad se iniciaran de forma casi inmediata a la consumación del bloqueo. Ciertamente, durante el asedio la violencia entre cercadores y cercados fue una constante, tanto por tierra como en el río, y el ejército de Fernando III intentó en varias ocasiones asaltar las murallas empleando diversas técnicas y máquinas de expugnación, pero al final fue el bloqueo de la ciudad y su aislamiento físico y político los que determinaron el resultado de la operación militar: la inutilidad de prolongar una resistencia que no haría sino multiplicar los sufrimientos de un población ya devastada por el hambre y la falta de esperanza de recibir algún socorro externo fueron las claves militares de aquel acontecimiento histórico.
A propósito de esto último, ha de tenerse en cuenta que, desde la desaparición del poder almohade en la Península, la trayectoria de la política interna sevillana y sus relaciones con otros poderes musulmanes que hubieran podido auxiliarle había sido conflictiva y errática: aunque en 1234 Ibn al-Ahmar – Muhammad I – había llegado a hacerse con el control de la ciudad, esta circunstancia apenas duró un año y finalmente fue expulsado. A partir de entonces los dirigentes de la ciudad ensayaron varias formas de gobierno –obediencia a Ibn Hud de Murcia, nuevo reconocimiento de la autoridad almohade, sometimiento a la autoridad de los Banu Hafs de Túnez y ruptura posterior de las relaciones con ellos, acuerdo tributario con Castilla, que tampoco sería duradero, recomposición de las relaciones con los tunecinos…- que no hicieron sino desestabilizar su situación interna y dejarla muy aislada política y militarmente.
No obstante, la culminación de una operación de esta envergadura exigió una concentración de recursos económicos, logísticos y humanos sin precedentes en la historia de las relaciones bélicas peninsulares. Lamentablemente, no contamos información sobre la estructura militar con la que los dirigentes sevillanos intentaron hacer frente a la agresión castellana, pero al menos es posible realizar algún cálculo aproximado sobre los efectivos que Fernando III pudo poner en liza: una estimación a la baja y extremadamente prudente permite afirmar que el contingente asediante alcanzó los quince mil hombres entre fuerzas terrestres y navales. Entre las primeras, cabe destacar a los miembros de la guardia real (entre 150 y 200 guerreros entre caballeros y ballesteros); a las aportaciones realizadas por los ricos hombres (no menos de una quincena de grandes milicias señoriales, que representarían unos 2000 caballeros y entre 6000 y 8000 peones); a las milicias que acompañaron a obispos y arzobispos (con seguridad estuvieron presentes las huestes de cinco grandes prelados, aunque otros ocho fueron heredados posteriormente en el repartimiento de tierras, lo que permite sospechar que alguno de ellos también tomaran parte en las operaciones, si bien es imposible realizar estimación alguna sobre las fuerzas que aportaron); a los efectivos de las órdenes militares (entre 150 y 200 caballeros pesadamente armados y otros 500 efectivos entre peones y jinetes ligeramente armados); y a las aportaciones de la veintena de ciudades, como mínimo, que concurrieron con sus respectivas milicias, unas fuerzas cuyo número dependía del volumen de población de cada una de ellas y que, en consecuencia, eran muy variables, siendo imposible igualmente hacer una estimación de las mismas. A ello habría que sumar el personal necesario para mover y combatir en las quince naves dirigidas Ramón Bonifaz, una cifra que no bajaría de 1000 hombres entre marineros, ballesteros y otros hombres de armas (García Fitz, 2000: 122-128).
A algunos cronistas musulmanes, como a Ibn Jaldún, no se les pasó por alto la ayuda militar que el sultán nazarí Muhammad I le prestó a Fernando III durante el asedio de Sevilla: hasta en tres ocasiones cita esta circunstancia (García Sanjuán, 2017:18-19). Por su parte, la Crónica de España de Alfonso X ratifica y ofrece algún detalle adicional sobre esta colaboración: habrían sido 500 los caballeros los aportados por Muhammad I, si bien esta fuente únicamente alude a ellos -por cierto encabezados por el propio sultán- en el contexto de la entrega de Alcalá de Guadaira en 1246, cuyos habitantes se someterían al nazarí y este, a su vez, la cedería a Fernando III. Tal aportación respondía al compromiso contemplado en el llamado “pacto de Jaén” de 1246, en virtud del cual Ibn al-Ahmar – Muhammad I – se declaraba vasallo del monarca castellano-leonés, asumiendo las obligaciones propias de este tipo de relación, incluyendo el auxilio militar al señor cuando este lo requiriese.
La presencia del contingente granadino junto a las tropas del rey de Castilla-León frente a Sevilla también ha llamado la atención de González Ferrín (Historia general de al-Andalus, Córdoba, Almuzara, 2009, 3ª ed. p. 494), cuya valoración cuantitativa resulta, cuanto menos, llamativa: según el citado autor, la aportación musulmana a la conquista de Sevilla habría representado el 62% del total de fuerzas del ejército asediante. Desconocemos qué fuentes y qué estimaciones permiten realizar tal valoración, que supondría que el contingente castellano apenas superaría los 300 guerreros. Cualitativamente, tal apreciación parece sugerir que fueron los andalusíes y no los castellanos quienes protagonizaron la conquista de Sevilla. A la vista de todo lo comentado en párrafos anteriores, la inconsistencia de esta valoración parece evidente.
En cualquier caso, lo cierto es que un contingente global de 3000 o 4000 caballeros (incluyendo a los 500 granadinos) y de 8000 0 10000 peones representaba una fuerza excepcional, comparable solo, en el ámbito peninsular, a la reunida por los cruzados en el campo de Las Navas de Tolosa treinta y cinco atrás. Solo que esta última campaña solo duró un mes, mientras que, como ya indicamos, la de Sevilla se prolongó durante dieciséis meses.
No es posible realizar ni siquiera una aproximación al esfuerzo financiero, logístico y administrativo que representó para el reino de Castilla y León llevar adelante una empresa de esta envergadura, pero sin duda fue excepcional, en consonancia con todo lo ya indicado. La entrega y entrada de los castellanos en la ciudad representaba el fin del largo proceso de conquista iniciado por Fernando III en 1224. En el plazo de un cuarto de siglo el valle del Guadalquivir había pasado de manos almohades y andalusíes a manos castellanas. Los cambios subsecuentes fueron radicales e irreversibles, y ello tanto en el plano demográfico como en el institucional, tanto en la estructura de la propiedad y en las formas de explotación de la tierra, como en la cultura en sus más variados aspectos.
Para Sevilla, los días que transcurrieron entre el 23 de noviembre de 1248, cuando se firmó la capitulación, y el 13 de enero de 1249, cuando se consumó la evacuación de los sevillanos, representan el momento seminal de una realidad nueva y, como todo parto, la felicidad de unos se mezcló con el llanto de otros.
Dice Ibn ‘Idhari, citando un pasaje coránico con tintes apocalípticos (Corán 22: 2) que, a consecuencia del hambre, las gentes en la ciudad “andaban como ebrios sin estar ebrios”. Aturdidos, desorientados, despojados de sus patrimonios y de su patria. Así recordaría el moro viejo de Gibraltar aquel primer destierro de su vida, que no sería el último. Cabe imaginar que también ebrios, pero triunfo, entrarían los castellanos en su nueva posesión, aquella de la que Alfonso X esculpiría que había sido arrebatada de manos de los paganos.
No deja de producir desasosiego, además de amargura e impotencia, comprobar que en los 775 años que han pasado desde la conquista de Sevilla estas escenas no hayan dejado de repetirse y que, todavía en estos días de los que somos contemporáneos, volvamos a ver a centenares de miles de personas “como ebrios sin estar ebrios”.
Para ampliar:
- García Fitz, Francisco (2000): “El cerco de Sevilla: reflexiones sobre la guerra de asedio en la Edad Media”. Sevilla, 1248. Congreso Internacional conmemorativo del 750 aniversario de la conquista de Sevilla por Fernando III, Rey de Castilla y León. Fundación Areces. Madrid, pp. 115-154.
- García Sanjuán, Alejandro (2017): “La conquista de Sevilla por Fernando III (646 h/1248). Nuevas propuestas a través de la relectura de las fuentes árabes”. Hispania, 77(255), pp. 11–41. https://doi.org/10.3989/hispania.2017.001
- González, Julio (1980): Reinado y Diplomas de Fernando III. Vol. I: Estudio. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba.
- González Jiménez, Manuel (2011) Fernando III el Santo. Fundación José Manuel Lara. Sevilla.
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