Fernando III, la idea imperial y la cruzada

Es posible que Fernando III no renunciara nunca a la idea imperial y que, al final de su vida, persiguiera la bendición pontificia a través de una acción conquistadora que, superando los límites de la Península, de alguna manera obligara al papa a ese tan ansiado reconocimiento


Carlos de Ayala Martínez
Universidad Autónoma de Madrid


Fernando III en una de las miniaturas de Las Cantigas. Códice de Florencia. Biblioteca Nacional de Florencia, Banco Rari 20, f. 12r.

Planteamiento: la idea imperial hispánica

La idea imperial hispánica constituye un complejo tema de debate. Sin entrar en detalles, sí podemos afirmar que se trata de una realidad de contenido político que manifiesta pretensión de hegemonía peninsular basada en un liderazgo caudillista, y que es solo plenamente constatable a raíz del reinado de Alfonso VI cuando un rey por vez primera se autotitula imperator totius Hispaniae en 1077.

La propuesta imperial alfonsina no hará sino consolidarse en los días de su nieto Alfonso VII (1126-1157), con nuevos e importantes matices. El título expresaba como en el pasado hegemonía peninsular y liderazgo caudillista, pero el argumento legitimador se desplaza significativamente desde el viejo supuesto ‘reconquistador’ de la tradición neogótica, muy presente en Alfonso VI, a una renovada idea de cruzada. Sin duda ésta, que tenía su origen en el arsenal justificador del pontificado, podría dotar de mayor fuerza a la pretensión imperial y vencer las naturales resistencias de la Iglesia a una fórmula que, pese a su exclusiva vinculación a la Península, por principio no era bien vista por ella.No se consiguió y esas resistencias son las que explican en parte la disolución de la ideología imperial a la muerte de Alfonso VII. Pero la idea de un título imperial asociado a un hegemonismo cruzadista no desapareció. Volverá a ser enarbolada en los reunificados reinos de Castilla y León por Fernando III (1217-1252).

Fernando III y la idea imperial

Fernando III se planteó muy pronto la posibilidad de resucitar la vieja idea imperial y quizá la responsabilidad de ello pueda hacerse recaer en la figura del papa Honorio III (1216-1227). De entre la lista relativamente extensa de pontífices romanos cruzadistas, sin duda Honorio III ocupa un lugar destacado. Fue él quien en julio de 1218 se apresuró a deshacer la maldición de ilegitimidad que pesaba sobre Fernando III como hijo de un matrimonio anulado por la Iglesia, reconociéndolo no sólo como legítimo rey de Castilla sino también como sucesor de su padre Alfonso IX al trono de León. Roma bendecía al nuevo monarca y le capacitaba para restaurar la macro-monarquía castellano-leonesa, soporte de la idea imperial de sus predecesores.

Pero, ¿cómo es que Honorio III se atrevió a rectificar la férrea moral matrimonial de sus predecesores? Los papas desde hacía décadas, y en especial Inocencio III (1198-1216), habían sido intransigentes en materia de matrimonios consanguíneos como el que había dado lugar al nacimiento de Fernando III. La explicación de este cambio de rumbo en materia tan sensible para la Iglesia, sin duda era la Quinta Cruzada. Estaba ya en marcha en Oriente y la paz en Hispania era un requisito importante para favorecerla, máxime cuando la Península Ibérica constituía su segundo frente para el que en enero de 1218 existía ya un legado específico, el arzobispo Jiménez de Rada.

Ante esta realidad era preciso encontrar la fórmula que garantizase la paz entre los dos reinos, León y Castilla, enfrentados desde hacía mucho tiempo. Y esa fórmula pasaba por un instrumento capaz, no sólo de garantizar esa paz, sino de liderar el urgente combate contra los musulmanes, que debía ser la consecuencia de esa paz. Para el papa era claro que ese instrumento no podía ser Alfonso IX de León (1188-1230), hasta entonces poco fiable en su fervor cruzadista, pero sí podía serlo su hijo Fernando que lo era también de Berenguela, la primogénita de Alfonso VIII de Castilla (1157-1214), una mujer muy unida al valedor papal en la Península, el arzobispo Jiménez de Rada, y que junto con él podría influir en el ánimo del joven rey para retomar la antorcha de la cruzada que con tanto éxito había enarbolado su abuelo Alfonso VIII.

Honorio III en uno de los mosáicos de la Basílica de San Pablo Extramuros (Roma). Wikimedia commons.

Además, el papa veía con agrado el matrimonio que entonces, en 1219, se estaba concertando entre el joven rey y la princesa Beatriz de Suabia, una nieta de Federico Barbarroja y prima hermana del Rey de romanos, Federico II (1212-1250), en aquel momento la gran esperanza del pontificado cara a la cruzada. A los ojos del papa los dos grandes potenciales líderes de la cruzada en sus dos frentes abiertos quedaban así emparentados.

Es cierto que la confianza papal en Federico II iba a acabarse inmediatamente, pero no fue así con Fernando III, cuyo propio aparato propagandístico, puesto en marcha a raíz de las curias de Muñó y Carrión de 1224, le hizo aparecer como un perfecto líder cruzado; pues bien, esa imagen sería refrendada por el papa Honorio apenas un año después mediante una serie de bulas que venía a consagrar al rey Fernando como paladín de la cristiandad hispánica.

El papa, pues, apostaba por un proyecto destinado a convertir a Fernando III en el más poderoso de los monarcas peninsulares y en el líder indiscutible de la cruzada hispánica. Para entonces la corte castellana habría empezado a revitalizar una idea imperial que, con el aparente apoyo pontificio, diera forma a aquel proyecto de hegemonía cruzadista. Sin duda al papa nunca se le pasó tal cosa por la cabeza, pero su favorable actitud hacia Fernando III, pudo constituir uno de los estímulos más efectivos a la hora de ayudar a materializar los sueños imperiales del rey.

Datos e hipótesis

¿En qué consistían realmente esos sueños? Los datos son bien conocidos: la noticia del cronista Alberico de Troisfontaines acerca de la solicitud cursada a Roma en 1234 en este sentido por el rey, y el comentario del Setenario de Alfonso X que parece corroborarla. En esta obra el Rey Sabio, después de cantar las excelencias y piadosas iniciativas de su padre, alude a la fama que supo irradiar sobre las otras gentes, non tan solamiente de Espanna, mas aun en todas las otras tierras, y cómo esa fama venía a justificar la identificación de su sennorio, no con un reino, sino con un imperio, e que fuese él coronado por enperador segunt lo fueron otros de su linaje.

Hoy día parece fiable la historicidad de la pretensión fernandina. Algo resulta cierto, la definitiva unión de Castilla y León en 1230, prevista por el papa en 1218, suponía un adecuado escenario para construir sobre sólida base el proyecto hegemónico y cruzadista del rey Fernando que permitía llenar de pleno contenido político la vieja tradición imperial leonesa.

Lo cierto es que no faltaban teóricos que en aquel tiempo apostaban claramente por una Hispania radicalmente emancipada de cualquier imperio temporal. Lucas de Tuy alude a la omnimoda libertas de Hispania en el prefacio de su Chronicon mundi (h. 1238). Era una manera de expresar una noción de “plena soberanía” reivindicadora, en último término, de una auténtica auctoritas imperial. Algunos otros iban más allá y abogaban por la vigencia en la Península Ibérica de una noción de imperio, que consideraban natural e históricamente consustancial a ella; es el caso del canonista Vincentius Hispanus. 

Todo ello coincidió con una carrera expansiva trufada de exitosas conquistas a costa de al-Andalus, que en la práctica ponía a Fernando III al frente del conjunto de los reinos hispánicos como su líder natural, como su ‘emperador’. Pero el papa no fue lo suficientemente sensible a ello, y el título imperial nunca llegaría. La clave de ello es, sin duda, la reacia actitud del papa a reconocer un título que, además de ostentarlo su peor enemigo, el emperador germánico, era una manifestación desafiante ante el verus imperator, que es como el Decretum de Graciano, un texto de derecho canónico fundamentador del poder pontificio, calificaba al papa. 

Sin embargo, nos gustaría plantear, como mera hipótesis, la posibilidad de que Fernando III no solo no renunciara a su idea sino que, al final de su vida, persiguiera la bendición pontificia a través de una acción conquistadora que, superando los límites de la Península, de alguna manera obligara al papa a ese tan ansiado reconocimiento. Nos referimos a lo que, años después, Alfonso X llamaría el fecho de allende.

El proyecto africano

Se ha debatido mucho acerca de este postrero proyecto africano concebido por Fernando III y proseguido por su hijo Alfonso. Contamos con dos datos que se refieren directa o indirectamente a él. El más explícito es un testimonio tardío, el de la llamada Primera Crónica General, que en lo que se refiere al reinado de Fernando III se considera un texto añadido datado a comienzos del siglo XIV. En él se dice que, completada la conquista de tierras islámicas en la Península, y ante el apoyo recibido de Dios en esta empresa, el rey puso sus ojos al otro lado del mar. 

El segundo testimonio sí es contemporáneo: el monje cronista Mateo París sitúa en 1250 la noticia de que el rey Fernando se había cruzado con la intención de dirigirse a Tierra Santa compadecido por la miserable suerte de los francos. Más adelante, el mismo cronista, atribuyéndolo a 1251, nos cuenta que un embajador del rey de Castilla habría animado al rey de Inglaterra a emprender la cruzada, evitando los errores del rey de los francos y la vanidad de su pueblo, y organizando, en cambio, una expedición segura en la que el monarca castellano le acompañaría como aliado infatigable. No se alude ahora al destino de la expedición, pero sí se dice que el rey castellano, tras la conquista de Sevilla (1248), tenía bajo su control “casi toda Hispania”, y de pasada se cita al rey de Marruecos como beneficiario de las grandes rentas que, hasta su conquista, había recibido de la rica ciudad de Sevilla. 

Autorretrato de Matthew Paris en el manuscrito original de la Historia Anglorum. British Library, ms. Royal 14 C VII, f. 6r.

Nada de extraño, tendría entonces la posibilidad de que el destino de dicha cruzada hubiera podido ser el norte de África, habida cuenta de la vigencia que podía seguir teniendo el viejo espejismo de la via hispanica como mejor y más seguro itinerario cruzado con destino a Oriente. En cualquier caso, puede que fuera este proyecto, frustrado por la muerte del rey castellano, el retomado inmediatamente por su hijo Alfonso X y que se plasmó en un acuerdo con el rey de Inglaterra en abril de 1253.

Sin embargo el proyecto dio en vida de Fernando III sus primeros pasos. En octubre de 1252 Inocencio IV confirmaba en beneficio de Alfonso X algunas compositiones que se habían empezado a negociar cum sarracenis de Africa. Parece lógico pensar que quien había iniciado esas negociaciones no era el rey que solicitaba ahora su confirmación. 

¿De qué proyecto se trataba? Para empezar es preciso subrayar un primer dato, el del decidido compromiso papal con él. Un proyecto, además, que preveía combinar acuerdos negociados con intervenciones militares. Detrás de la operación, en efecto, se nos dibuja el perfil del papa Inocencio IV (1243-1254). En su momento Benjamin Z. Kedar atribuyó al pontífice, como gran canonista que era, el establecimiento de una fórmula de conexión entre la necesidad de la guerra santa cristiana y el imperativo de conversión de los infieles. La guerra santa no podía ser nunca el medio coactivo para alcanzar su conversión: predicación y coacción eran sencillamente incompatibles. Ahora bien, otra cosa era, y esta es la clave, la licitud de la guerra para facilitar la labor de los predicadores en tierra hostil. En este caso la guerra era no solo legítima sino necesaria, y ello porque la jurisdicción papal no se circunscribía únicamente al ámbito de la Cristiandad sino que no conocía límite, debiendo velar -así lo expresaba Inocencio IV- también por el cumplimiento de la ley natural y sus imperativos de convivencia en tierras de infieles. 

Kedar se pregunta si esta doctrina, que tenía claros antecedentes, tuvo consecuencias de aplicación en las posteriores iniciativas cruzadas, es decir, en las expediciones de san Luis. El autor llega a la conclusión de que no, pero lo que cabría plantearse es si realmente el primer campo de ensayo conscientemente diseñado por el papa para materializar sus ideas no fue precisamente el del proyecto cruzadista y africano del rey Fernando III.

En efecto, y con independencia de los antecedentes misionales de pontificados anteriores, fue Inocencio IV quien se planteó de manera más rotunda una intervención misionera en el norte de África a partir de 1245. El papa debió considerar providencial la conversión de Zeid Aaron, rex Zale ilustris al cristianismo y la entrega de su ‘reino’ a la Sede romana, una entrega que fue transferida inmediatamente a la orden militar de Santiago. Es obvio que el asunto de Salé encaja perfectamente en los planteamientos misional-cruzadistas de Inocencio IV: afianzamiento de la cristianización con el apoyo bélico de una orden militar. 

La diócesis de Marruecos

Junto a este hecho fortuito, Inocencio IV se estaba aplicando a la consolidación de la etérea diócesis de Marruecos entregándola en 1246 al franciscano Lope Fernández de Ain, un hombre próximo al trono de Fernando III. En ese mismo año el papa dictaba una batería de medidas en apoyo del nuevo obispo y solicitaba todo tipo de apoyos para él y sus hombres, incluido el del emir de Túnez y los responsables del gobierno de Ceuta y de Bugía. El papa se dirigía, además, al propio califa almohade ―en ese momento al-Sa‘īd (1242-1248)― celebrando sus éxitos y felicitándose por el trato dispensado a los cristianos. Ante ello no dudaba en plantearle la posibilidad de su conversión a la fe cristiana y de situar su reino bajo protección apostólica. Le solicitaba, además, que los cristianos a su servicio contaran con medidas de seguridad como el control directo de lugares fortificados e incluso alguna plaza portuaria, siempre bajo soberanía califal. Todo ello le era trasladado al califa por medio del obispo Lope, quien, además, recibía una indulgencia similar a la obtenida por quienes peregrinaban a Tierra Santa en beneficio de todos sus colaboradores.

Esta actividad papal, ajena a los objetivos de Fernando III, acabaría confluyendo con ellos. El rey desde hacía mucho tiempo tenía puestos sus ojos en Marruecos. La descomposición del califato almohade planteaba interesantes perspectivas para él en relación con el norte de África, en un momento en que la conquista de Sevilla lo convertía, en expresión de Mateo París, en rex Hispaniae totius.

Era el momento oportuno para replantear su apuesta imperial. El salto al otro lado del Estrecho, aparte de otros alicientes estratégicos, podía seguirse justificando mediante la aplicación de la vieja ideología reconquistadora; a fin de cuentas, la Mauritania Tingitana había formado parte de la diócesis romana de Hispania que aspiraron a controlar los godos. Se trataba, pues, de un cauce posible para replantear objetivos imperiales. Máxime, si podía haber coincidencia de intereses con el papa, cuya política mixta de predicación y presión militar seguía su curso en los años inmediatamente posteriores a la conquista de Sevilla.

El califa almohade ’Umar al-Murtaḍā en una miniatura de Las Cantigas de Santa María. Códice Rico de la Real Biblioteca de El Escorial, f. 240r.

Fue concretamente en junio de 1250 cuando el nuevo responsable del moribundo califato almohade, ’Umar al-Murtaḍā (1248-1266), decidió contestar al requerimiento del papa cursado cuatro años antes a su predecesor. El poder del nuevo califa, asfixiado por los meriníes, era puramente nominal y dependía de mercenarios cristianos de origen castellano. Sin embargo, el tono de su respuesta al papa fue entre altanero y evasivo.

Fue entonces cuando la actitud de Inocencio IV cambió hacia lo que, aplicando su propia doctrina, podía justificar ya una intervención militar, y es ahí donde la convergencia de objetivos con Fernando III y su proyecto africano podía ser completa. Inocencio IV en 1251 pedía al obispo Lope que, ante la persistente negativa del califa a facilitar la presencia en su tierra de sus propios mercenarios y del conjunto de la población cristiana, procediera a su evacuación y a desligarlos de cualquier compromiso respecto del soberano marroquí.

La vía militar quedaba abierta y en ella es en la que creemos poder encajar el último proyecto cruzado de Fernando III. Lo cierto es que la muerte le impidió materializarlo, y el proyecto pasó a su hijo, desprovisto de veleidades imperiales, que Alfonso X quiso asociar a otros escenarios.


Para ampliar:

  • Ayala Martínez, Carlos de (2012): “Fernando III: figura, significado y contexto en tiempo de cruzada”, en C. de Ayala Martínez y M. Ríos Saloma (eds.), Fernando III, tiempo de cruzada, Madrid-México: Sílex-UNAM, 2012, pp. 17-91.
  • Ayala Martínez, Carlos de (2018-2019): “Fernando III, rey de Castilla y León”, Alcanate. Revista de estudios Alfonsíes, 11, pp. 13-59.
  • Ayala Martínez, Carlos de (2020): “Empire and Crusade under Fernando III”, en Edward L. Holt and Teresa Witcombe (eds.), The Sword and the Cross. Castile-León in the Era of Fernando III, Leiden- Boston: Brill, pp. 15-43.
  • Kedar, Benjamin Z. (1988): Crusade and Mission. European Approaches toward the Muslims, Princeton University Press.
  • López, Fr. Atanasio (1941): Obispos de África septentrional desde el siglo XIII, Tánger, 1941.
  • Rodríguez López, Ana (1997): “El Reino de Castilla y el Imperio germánico en la primera mitad del siglo XIII. Fernando III y Federico II”, en Mª Isabel Loring García (Ed.), Historia social, Pensamiento historiográfico y Edad Media. Homenaje al Prof. Abilio Barbero de Aguilera, Madrid: Ediciones del Orto, 1997, pp. 613-630.
  • Sirantoine, Hélène (2012): Imperator Hispaniae. Les idéologies impériales dans le royaume de León (IXe– XIIe siècles), Madrid: Casa de Velázquez.
  • Whalen, Brett Edward (2011): “Corresponding with Infideles: Rome, the Almohads, and the Christians of Thirteenth-Century Morocco”, Journal of Medieval and Early Modern Studies, 41.3, pp. 487-513.