¿Cómo se denominaba y entendía ‘España’ en la Edad Media? La perspectiva cristiana

Hispania en la Edad Media está muy lejos de ser un mero referente geográfico. Es una realidad que, sobre perfiles culturales definidos y sentimientos identitarios desarrollados, presenta desde fechas tempranas un evidente contenido político


Carlos de Ayala Martínez
Universidad Autónoma de Madrid


La palabra ‘España’ deriva del término latino Hispania, que en la antigua Roma servía para designar una demarcación administrativa compuesta de varias provincias y que, en su conjunto, correspondía con la Península Ibérica. Una vieja tradición mitológica asociaba el origen de Hispania con un héroe llamado Hispán, sobrino de Hércules y mítico poblador de la tierra a la que habría dado nombre.

La coherencia geográfica de aquella demarcación administrativa perduró después de la caída de Roma. San Isidoro, a comienzos del siglo VII, da cuenta de ella en sus Etimologías: “Esta situada entre África y la Galia, cerrada al norte por los montes Pirineos y rodeada por el mar por sus restantes costados”. En ese mismo pasaje, el sabio obispo de Sevilla comentaba los otros nombres con los que, además del de Hispania –o su equivalente Spania-, se conocía a la Península: Iberia, por el río Ibero (Ebro), que recorría buena parte de su territorio, y Hesperia, porque Héspero era el nombre de la estrella más occidental del firmamento.

El problema estaría en determinar cuándo esa unidad geográfica se convierte en algo más que un espacio físico, cuándo es posible atisbar sentimientos de adhesión que lo transformen en un ámbito cultural de identificación, e incluso en una realidad política a la que se pertenece y que puede ser objeto de control por unos o por otros. O dicho con otras palabras, cuándo Hispania se convierte en ‘patria’, otro término latino que significa el lugar de procedencia al que nos hallamos unidos de manera natural por ser la tierra de nuestros padres.

Pues bien, nuevamente san Isidoro nos da la respuesta. Su Historia Gothorum va precedida por una conocida ‘Alabanza de Hispania’ (De laude Spaniae), a la que califica como “la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India”. Y poco después, al narrar las vicisitudes de los reyes godos, se refiere a Suintila como el primero que “obtuvo el poder monárquico sobre toda Hispania” (totius Spaniae intra oceani).

San Isidoro exageraba. Probablemente no en el sentimiento de amor a Hispania que deseaba trasmitir, sino al proyectar una imagen políticamente unitaria del conjunto de la Península. La monarquía visigoda no llegó a vertebrar bajo su sola dirección político-religiosa toda la realidad hispánica. Ahora bien, es verdad que la idealización de una Hispania unida y coherente que Isidoro concibió, sí fue percibida de este modo –o quiso serlo- por quienes intentaron apoderarse de ella cuando la monarquía de Toledo se derrumbó.

Lo intentó primero el califato omeya a través de sus gobernadores de África que, en 711, pusieron en marcha la conquista de la Península. Aunque el control sobre ella por parte de los musulmanes no llegó nunca a ser totalmente efectivo, lo cierto es que su percepción teórica, y desde luego su propaganda, sí apuntaron en esa dirección: la Spania de los visigodos se convirtió en al-Andalus, un cambio de nombre que, evidenciando ruptura de liderazgo político, venía a subrayar la identidad del territorio sobre el que ese liderazgo se debía ejercer.

Pero pronto afloró el descontento contra la dominación islámica, y ese descontento, alimentado por fugitivos provenientes del sur, fraguó en una monarquía cristiana que se organizó en las montañas del norte cantábrico en el siglo IX. En seguida (ca. 900), esa monarquía, con centro en Oviedo, empezó a diseñar toda una estrategia ideológica de legitimación que hizo descansar sobre dos puntos: era la heredera directa del viejo reino de Toledo y, como tal, llamada a recuperar el control territorial que dicho reino había ejercido sobre el conjunto de Hispania; para ello, obviamente era necesario expulsar a los musulmanes que ilegítimamente –en nombre de un dios falso- la habían ocupado. La ideología nace, pues, en el siglo X, a partir del esfuerzo intelectual de clérigos al servicio de Alfonso III, pero solo muchos siglos después –no antes de mediados del XIX- a esta ideología se le daría el nombre de “reconquista”.

Sería una ideología llamada a larga vida. Su uso era muy rentable. Servía tanto para justificar procesos de expansión territorial como para hacer digeribles elevadas cotas de concentración de poder en manos de reyes que actuaban como auténticos caudillos militares. Por eso, no fueron solo los reyes astures, pronto radicados en León, los únicos que se posesionaron de herramienta tan eficaz. Lo hicieron también los monarcas pamploneses en los siglos X y XI que, a su modo, quisieron también erigirse en herederos de los reyes godos. No en vano, un influyente contemporáneo de Sancho III de Pamplona, el abad Oliba, hacia 1030 regalaba los oídos del monarca pamplonés con el insólito título de rex ibericus.

Esta visión unitaria de Hispania, heredera de un armonioso e idealizado pasado gótico, estaría viva a lo largo de toda la Edad Media, e incluso más allá. Pero conviene advertir que este argumento hegemónico no constituye la única visión que aquellos siglos concibieron acerca de la realidad peninsular. De hecho, antes de finalizar el siglo XI ya era evidente que operaba en la Península más de una legitimidad política que decía apoyarse en la misma herencia. Pero ello obligaba o bien a replantear el esquema negando que realmente Hispania fuera la herencia de la monarquía de los godos, o sencillamente admitir que esa herencia era una realidad parcelable y, por tanto, que en vez de hablar de Hispania había que hacerlo de “las  Hispanias” (Hispaniae).

La primera opción, la que ignoraba la herencia goda, tiene diversas manifestaciones. Una de ellas, al abrigo de influencias franco-pontificias muy presentes en la Península a partir de 1100, es la que presenta a Hispania como una parte de la Cristiandad. La ocupación musulmana no fue un atentado contra la monarquía goda, sino contra el conjunto de la Iglesia a la que corresponde la soberanía sobre la Península en virtud de la llamada ‘Donación de Constantino’, un documento apócrifo que ponía en manos del papa, por supuesta decisión del emperador Constantino, el conjunto de las tierras occidentales que habían pertenecido al antiguo Imperio romano. Es así como nace la idea, presente en el Codex Calixtinus, de que fue Carlomagno y su fiel arzobispo Turpín quienes liberaron mediante la cruzada la tierra de Hispania.

Los reyes de León no admitieron de buen grado semejante injerencia que les privaba de la más que rentable herencia visigoda, pero tampoco pudieron obviar que no eran los únicos que la reclamaban en el territorio de su antigua monarquía. Para superar esa dificultad, y también para neutralizar las injerencias del universalismo pontificio, Alfonso VI asumió desde 1077 el título imperial que le permitía proclamar su hegemonía sobre los otros reyes. La conquista de Toledo en 1085 fue importante para ello. No era difícil que la pretensión imperial, que aspiraba al liderazgo sobre toda la Península, se asociara a partir de entonces a la regia ciudad del Tajo que había sido capital de la unitaria monarquía visigoda. De hecho, solo dos años después de la conquista, la cancillería de Alfonso VI proclamaba su condición de “emperador sobre todas las naciones de España” (imperator super omnes Spanie nationes).

El fracaso de la idea imperial del reino de León tras la muerte de Alfonso VII en 1157, constituyó otro duro golpe para la concepción unitaria de Hispania. Se impuso la España que en su día Menéndez Pidal definió como la de “los cinco reinos” (Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón). Era el diseño de una Hispania ajena a la unidad y lejana de la utopía visigoda. Así lo afirmaba un curioso texto cronístico, el llamado Liber regum, compuesto en torno al 1200 en ambientes del reino de Navarra para justificar su individualidad política. En él, se declaraba agotada la herencia goda y se hacía arrancar la legitimidad dinástica de Castilla, Navarra y Aragón, no del heroico espíritu de Covadonga sino de un idealizado tronco común de unos míticos jueces. La idea de imperio pan-hispánico daba paso así a una noción individualizada de reinos conscientes de su específica territorialidad y de su propia trayectoria cultural.

Pero el argumento unificador de la herencia goda ni mucho menos se perdió. Es más, la definitiva unión de León y Castilla operada en 1230, sirvió para recuperarlo con la fuerza que le daba a la nueva formación política ser la más poderosa territorialmente del conjunto de la Península. Los ideólogos de aquella unificación, los grandes historiadores del siglo XIII, se aplicaron con decisión a la tarea resucitadora de una gloriosa y unificada Hispania. Lucas de Tuy en el prefacio de su Chronicon mundi (h. 1238) alude a la “todopoderosa libertad” (omnimoda libertas) de Hispania, en un intento de subrayar la personalidad unitaria de un territorio ajeno a cualquier injerencia foránea. Pero será, sobre todo, el arzobispo toledano Jiménez de Rada quien en su Historia Ghotica vertebre de manera definitiva un discurso integrador que la dominante monarquía castellana hará propio a partir de entonces; era un hombre de amplios horizontes intelectuales y  le gustaba subrayar que habían sido pueblos y culturas muy diversas –incluidos los árabes-, los que habían forjado la realidad de Hispania, pero su discurso legitimador es claro e inequívoco: es el pueblo godo, heredero de los primitivos hispanos y referente de legitimidad hegemónica para sus sucesores los leoneses y castellanos, aquel que desempeñó el papel histórico de haber conformado en su inicio la realidad política de Hispania, y es por tanto a esos sucesores, y de manera particular a los castellanos, a quienes correspondía consumar el proceso.

El scriptorium alfonsí será el gran receptor de estas ideas y el que será capaz de vertebrarlas definitivamente en programa político. La Estoria de Espanna, confeccionada en él, constituye su gran legitimación historiográfica. Una serie de “señoríos” se habrían sucedido en el control del solar peninsular contribuyendo al fecho de Espanna. Esa sucesión, especialmente perceptible desde que Hispán, sobrino de Hércules, fincó por señor en Espanna, sufre un decisivo punto de inflexión con la llegada de los godos. A partir de entonces, ellos serán los legítimos recipiendarios de un señorío que heredarían astur-leoneses y castellanos. A estos últimos correspondía, por tanto, el dominio efectivo sobre la totalidad de España.

Para poner en práctica estas ideas, Alfonso X resucitó la idea de imperio asociándola a una ambiciosa apuesta, la del trono alemán. No era más que una estrategia para que se le reconociera en la Península la autoridad que cabía presuponer en un candidato al Imperio romano-germánico. Pero ese reconocimiento no se produjo. Jaime I de Aragón protestó oficialmente por ello en 1259, el mismo año en el que Alfonso X había decidido auto-designarse como “rey de España” en el prólogo del conocido como Libro de las cruzes. Lo haría en varias ocasiones más, pero su proyecto imperial, como había ocurrido con el de sus antecesores, acabó fracasando.

Con él no fracasó, sin embargo, su modelo de monarquía, y la palabra imperio siguió siendo utilizada como sinónimo de poder proyectado sobre el conjunto de España. Un siglo después una crónica catalana ponía en boca del maestre de Santiago las siguientes y significativas palabras dirigidas a su señor, el rey Pedro I de Castilla: Seredes rey de Castiella e d’Aragón, e, si place a Dios, aprés, emperador d’Espanya. Ese imperio no traduce ya la pretensión a una corona concreta, es el modo de expresar un dominio efectivo sobre el conjunto de la Península bajo la cobertura legitimadora de la herencia goda. Los Reyes Católicos más adelante no harán sino fundamentar su propaganda política en esta misma argumentación.

Es evidente, pues, que la percepción dominante de Hispania durante la Edad Media se ajustó de manera generalizada al discurso político de la potencia capaz de imponerse al resto de los reinos peninsulares. Pero ¿estos reinos lo aceptaron pacíficamente? ¿Puede hablarse desde ellos de una explicación alternativa ajena a la artificiosa visión de una Hispania unificada –o por unificar- que representaba a mediados del siglo XIII un esquema ya solo castellano?

Desde el ámbito de la Corona de Aragón, cuando en aquel siglo XIII el Llibre dels Feyts afirmaba que Cataluña és lo mellor regne d’Espanya, el pus honrat e el pus noble, poniéndolo en boca del propio Jaime I, es obvio que no estaba haciendo referencia a un proyecto político unitario sino a un marco comparativo, aunque no únicamente geográfico; el rey en ese mismo discurso hace un llamamiento para apoyar a Castilla, amenazada por la sublevación que en 1264 protagonizaban los musulmanes andalusíes, y Jaime I apela para ello a la necesidad de salvar Espanya. Es obvio que Espanya no es en este caso un mero marco geográfico: es el receptáculo de una comunidad cristiana específica que está siendo amenazada y respecto a la cual el rey se siente solidario; esa solidaridad no se cursa obviamente en beneficio del proyecto hegemónico de un rey, sino a favor de una comunidad culturalmente bien definida y políticamente estructurada en una colectividad de reinos.

Es cierto que los últimos siglos de la Edad Media se vivieron en todo el ámbito peninsular bajo el influjo historiográfico del eje Jiménez de Rada-Alfonso X. Pero esa influencia tendió a procesarse en claves asumibles desde los reinos de la “periferia” peninsular, que pusieron el acento en el viejo esquema de la herencia parcelada, huyendo del protagonismo excluyente de Castilla. Lo vemos en Portugal y en Navarra, pero sin duda será la Corona de Aragón el ámbito más característico en este sentido. Así, a finales del siglo XIV la Crònica de Pere el Ceremoniós tenderá a identificar Hispania con Aragón, y ya en el XV, el catalán Pere Tomic, que conoce la obra del Toledano y no duda en asumir el lamento por la pérdida de la España goda exaltando la memoria de Pelayo, a la hora de fundamentar la idiosincrasia catalana, acude a un personaje de origen ultrapirenaico, Otger Cataló, gobernador de Aquitania, que sería el responsable de la inicial reconquista de Cataluña y también de su propio nombre.

¿A qué conclusión podríamos llegar? Hispania en la Edad Media está muy lejos de ser un mero referente geográfico. Es una realidad que, sobre perfiles culturales definidos y sentimientos identitarios desarrollados, presenta desde fechas tempranas un evidente contenido político. Ahora bien, ese contenido oscila entre dos posiciones contrapuestas: una pretensión de unidad idealizada y una realidad constitutivamente plural. La unidad la sostiene básicamente Castilla con especial intensidad desde el siglo XIII, mientras que la realidad peninsular es sentida como plural fundamentalmente por las formaciones políticas no castellano-leonesas; serían los “pueblos de España” a los que alude el conocidísimo Libro de Alexandre a mediados del siglo XIII, en un alarde de expresión plural de la realidad de Hispania.


Para ampliar:

  • Fernández-Ordóñez, Inés, “La denotación de “España” en la Edad Media. Perspectiva historiográfica (siglos VII-XIV)”, en J.M. García Martín (dir.), Actas del IX Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española (Cádiz, 2012), vol 1, Madrid: Iberoamericana, 2015: 51-52.
  • Ayala Martínez, Carlos de, “Realidad y percepción de Hispania en la Edad Media”, eHumanista, 37 (2017), pp. 206-231.