En el Tratado o Libro del alborayque se transforma el burāq medieval en un monstruo grotesco, en una herramienta polémica e inquisitorial, así como también en una alegoría de la apostasía conversa a través de su hibridez corporal
Seth Kimmel
Columbia University
Cuando el arcángel Gabriel llegó a La Meca con el propósito de acompañar al profeta Mahoma en su viaje a Jerusalén y su ascensión a los siete cielos, lo hizo cabalgando una criatura mítica, famosa por su velocidad y belleza y conocida en árabe como al-burāq, es decir, el “fogonazo”. Mientras que el Corán no menciona al corcel, los comentaristas y artistas islámicos han llenado este vacío con detalles sumamente significativos. Al-Bujārī, el gran antólogo de los dichos del profeta, lo imaginó como un animal blanco y alado, con un tamaño a mitad de camino entre el burro y la mula. Giyās al-Dīn Muḥammad Juwandamir describió a una mula con orejas del elefante, crin del caballo, cuello y cola del camello, y pezuña de buey. En las fuentes del mundo islámico existe todo un inventario de pinturas de la dicha criatura, llegando a veces a estar retratada junto a Gabriel y Mahoma puestos encima, transgrediendo la supuesta prohibición islámica de la representación figurativa.
Si bien no nos ha llegado del ámbito cristiano medieval ninguna imagen de al-burāq, su nombre y leyenda no permanecieron totalmente desconocidos entre los cristianos, como manifiesta su mención en la Historia arabum de Rodrigo Jiménez de Rada y en la Primera crónica general de Alfonso X, así como en las varias traducciones del Kitāb al-mi‛rāŷ, o Libro de la ascensión. En tales fuentes latinas, castellanas, y francesas, no se pone particular énfasis en la hibridez biológica, de importancia tan evidente en las tradiciones islámicas. Entre cristianos, se imaginó al-burāq más bien como una representación viva de la velocidad misma, al igual que del poder y de la elegancia. Desde la perspectiva medieval, al-burāq era el transporte idóneo de un profeta, fuera éste cristiano o musulmán.
En el Tratado o Libro del alborayque, un texto anónimo peninsular compuesto en los 1460 y luego impreso por lo menos dos veces en el siglo XVI, muy probablemente en Sevilla, se transforma el burāq medieval cristiano en un monstruo grotesco, una herramienta polémica e inquisitorial, así como también, en una alegoría de la apostasía conversa a través de su hibridez corporal. Cabe además agregar que, en un pasaje introductorio, el autor del pliego explica que los ciudadanos de Llerena inventaron el neologismo castellano alborayque o alborayco para definir y menospreciar a los conversos de origen judío.
Al igual que en la tradición islámica misma, la criatura del grabado que acompaña las versiones impresas del texto pone hincapié en la hibridez del monstruo: El alborayco tiene el cuerpo del burro, la cara del caballo, y la cola de la serpiente, al cabo de la cual hay—ni más ni menos—la cabeza de un pavo real. También hay cierta variación de especie entre los pies, e incluso uno lleva puesto un zapato humano. Si las orejas alargadas de galgo resultan ridículas, el miembro alzado parece ser tan preocupante como tentador, pues apunta, ya no tan implícitamente para los lectores de mediados del siglo XVI, a la capacidad peligrosa del converso de contaminar a la sangre limpia de los viejos cristianos. El alborayco habita una zona entre especies, así como los conversos se mueven furtiva e inquietantemente entre las religiones. La hibridez del alborayco es a la vez alegórica y polémica.
Esta hibridez no está oculta, y tampoco lo está su sentido. Tomemos como ejemplo las cuatro patas de la criatura. Basados en los bestiarios medievales, sabemos que la garra del águila y la pata del león implican el poder y la amenaza, mientras que la pezuña equina indica la disciplina; sin embargo, al hallarse entreveradas con un pie humano calzado, las patas del alborayco encarnan una monstruosidad, que se torna explícita y completamente visible. El alborayco así representa un sueño imposible del develamiento de la doblez del converso. Desde esta perspectiva, el alborayco comparte mucho con otro animal de la literatura polémica anti-conversa, es decir el famoso “perro de Alva,” que tiene tan desarrollado su sentido del olfato que puede reconocer al converso apóstata por su aroma en la calle.
La ficción de la correspondencia comprensible entre el cuerpo y la fe apunta a una ansiedad grave acerca de la definición y el control de la ortodoxia en la península ibérica durante la edad moderna. Por cierto, era en realidad harto más difícil la identificación, por no decir también la pesquisa inquisitorial, de los compromisos religiosos de los conversos, quienes tenían, según el autor del Libro del alborayque, “la circuncisión como moros, el sábado como judíos, e el nombre sólo de christianos—e ni sean moros, ni judíos, ni christianos.” Al igual que en cierto esencialismo religioso, la insistencia en el Libro del alborayque en la legibilidad clara del cuerpo es una respuesta parcial e imperfecta al reto epistemológico, social, político, y religioso planteado por la disimulación de los cristianos nuevos.
A pesar de la nomenclatura compartida, poco tiene que ver el alborayco peninsular de los siglos XV-XVI con las representaciones medievales cristianas e islámicas de la criatura. No es inesperada esta desconexión, pues es improbable que los ciudadanos de Llerena, que supuestamente se apropiaron del término árabe para sus fines de escarnio local, hayan accedido a las fuentes medievales árabes, turcas, y persas, ya fueran textuales o visuales, en las cuales al-burāq aparecía volando. Igual de improbable es la lectura de tales fuentes tanto por parte del autor anónimo del tratado, tal vez perteneciente al círculo del teólogo dominico e inquisidor general del Tribunal del Santo Oficio Tomás de Torquemada, como por parte de los editores, impresores, copistas, y grabadores que hicieron circular este recuento del alborayco. Aunque es más verosímil que hayan tenido estos personajes productores del tratado algún conocimiento de las fuentes cristianas ya citadas, es conveniente recordar que el “alborach” de la Primera crónica general de Alfonso X, por ejemplo, no se trata de ninguna manera de un monstruo polémico.
La historia de la cultura visual no da más pistas, pues no aparece en las versiones conocidas ni de la Primera crónica general ni de la Historia arabum de Jiménez de Rada ninguna imagen del animal. Entre las varias versiones manuscritas vernáculas y latinas del Liber scale Machometi, realizado a base de fuentes alfonsíes, sí se incorpora una imagen de la ascensión de Muhammad, pero como sugiere el título, el profeta no sube al cielo por medio de un animal místico medio-domesticado, sino por una escalera.
¿Cuál es entonces la genealogía de la imagen del alborayco ibérico?
La huella clave para dar respuesta a esta pregunta se esconde en la sillería del coro de la Catedral de Sevilla. Se trata de un relieve de madera, realizado en 1478 por el escultor Nufro Sánchez, y llevando una etiqueta con la palabra “alboruyque,” según la lectura de Isabel Mateo Gómez. El relieve de la sillería y el grabado del tratado publicado no tienen mucho en común aparte de la etiqueta misma, escrita encima de la imagen de una suerte de cinta. Mientras que el animal de la sillería tiene el aspecto de un dragón felino o canino, la criatura del grabado incluido en el Libro del alboraque es claramente equino, ya sea porque el artista retocó otro grabado caballeresco preexistente, o porque en todo caso trabajó con tal género de modelo.
Aun así, el relieve es importante porque ofrece evidencia formal y visual de la conexión—ya estudiada en el ámbito textual y lingüístico por David Gitlitz, Jeremy Lawrance, y otros especialistas—entre los materiales medievales apocalípticos y el imaginario zoológico del Libro del alborayque. De forma más precisa, los alboraycos del coro de la Catedral de Sevilla son parecidos a una de las criaturas dibujadas dentro del llamado “Beato de Lorvão,” una de las 19 obras peninsulares (de un corpus total de 31 obras) que reproducen el comentario del apocalipsis del siglo VIII del Beato de Liébana.
Por otro lado, las bestias que pueblan las páginas de otros manuscritos del Beato exhiben una hibridez formalmente parecida a la del alborayco, por no decir también una capacidad más específica compartida, la de volar, señalado, por cierto, por las alas. Consideren en particular el manuscrito “Facundo” de la Biblioteca Nacional de España y otro manuscrito ahora conservado en el la Biblioteca Real de El Escorial.
La genealogía esquemática del alborayco aquí desarrollada ofrece por lo menos dos lecciones claves.
La primera lección es la necesidad de proceder con cierta prudencia al reconstruir las historias culturales y religiosas entretejidas de la península ibérica en las edades medieval y moderna. Debajo de unos nombres propios compartidos o prestados a través de las fronteras religiosas, hay a menudo una redefinición completa del conocimiento autóctono. En los siglos XV y XVI (por no decir también en nuestros días) se instrumentalizan referencias a las fuentes del otro. La semblanza del conocimiento íntimo es una herramienta entre varias de la polémica inter-religiosa moderna.
La segunda lección tiene que ver con la metodología de la historia: ¿Cómo investigar los cuentos, las figuras, y el lenguaje aparentemente compartidos entre comunidades religiosas y políticas distintas? ¿Cómo medir el valor probatorio de la evidencia formal, ya sea textual o visual, en comparación con la evidencia filológica, material, e institucional? Un estudio del Libro del alborayque recalca la importancia de una cierta curiosidad formalista visual, capaz de identificar los rastros compartidos entre un relieve de madera del siglo XV, una pintura en un manuscrito del siglo XII, y un grabado de un pliego impreso del siglo XVI. No es siempre posible confirmar con certeza absoluta las procedencias e influencias de los artefactos que nos interesan, pero el mayor mérito de la metodología formalista visual es que facilita la inserción de tales artefactos conocidos en contextos inesperados y a veces instructivos.
¿Qué es el alborayco, pues?
Es un monstruo híbrido, desplegado con fines anti-conversos en los siglos XV y XVI por personajes ibéricos diversos. Es un emblema de la violencia íntima, y también de las historias entretejidas de las comunidades ibéricas judías, musulmanas, y cristianas. El entramado de violencia y complejidad en la genealogía de este objeto nos otorga un caso ejemplar tanto para los estudios ibéricos modernos en particular, como para la interpretación histórica en general. Al igual que el burāq, el alborayco es un transporte conceptual que nos lleva a construir e interpretar desde otras perspectivas no sólo el archivo ibérico multicultural, sino también el mundo mismo.
Para ampliar:
- Bustamante García, Agustín. “Alboraique: un dato iconográfico.” Archivo español del arte, vol. 70, no. 280, 1997, pp. 419-26.
- Coffey, Heather. “Contesting the Eschaton in Medieval Iberia: The Polemical Intersection of Beatus of Liébana’s Commentary on the Apocalypse and the Prophet’s Mi’rājnāma.” The Prophet’s Ascension: Cross-Cultural Encounters with the Islamic Mi’rāj Tales, edited by Christiane Gruber and Frederick Colby, Indiana up, 2010, pp. 97-137.
- Lawrance, Jeremy. “Alegoría y apocalipsis en el alboraique.” Revista poética medieval, vol. 11, 2003, pp. 11-39.
- Mateo Gómez, Isabel. “Alegorías de los conversos o alboraiques y del amor en Sevilla y Barcelona.” Archivo español de arte, vol. 50, no. 199, 1977, pp. 316-23.
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