Jiménez de Rada y al-Andalus

Este belicoso arzobispo que consideraba que lo mejor que podía hacerse con los musulmanes era combatirlos, al mismo tiempo fue un entusiasta admirador de la cultura árabe


Carlos de Ayala Martínez
Universidad Autónoma de Madrid


Comienzo de la Historia de Jiménez de Rada, Biblioteca Provincial de Córdoba, ms. 131 (copia del s. XIII).

Al-Andalus constituye una realidad extraordinariamente compleja, y muy complejas fueron también las relaciones que mantuvo con su entorno cristiano. Los musulmanes de la Península, su modelo de sociedad, su cultura, y hasta su religión, no fueron percibidos por los cristianos de una manera unívoca. Ello dependió de momentos y coyunturas, y también de los intereses que, a lo largo de su historia, al-Andalus pudo concitar en la conciencia de los cristianos. Lo vamos a ver a través de un ejemplo muy significativo, el del arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, una extraordinaria personalidad de la primera mitad del siglo XIII castellano para quien, como veremos, no todo era blanco o negro en relación con los musulmanes.

Don Rodrigo, arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia hispana, fue un destacadísimo consejero del rey Alfonso VIII. En cierto modo podríamos decir que modeló con su extraordinaria influencia política la imagen de un reino, el castellano, que en sus días destacó como el más importante de la Hispania cristiana. Esa imagen, la de un reino acaudillado por un fuerte líder cristiano, era deudora de la idea de cruzada que el arzobispo cuidó, desarrolló e incluso protagonizó en la jornada de Las Navas de Tolosa de 1212 en la que participó activamente. Fue allí, de hecho, donde intentó demostrar que merecía la pena morir matando musulmanes. Él mismo, gran historiador y cronista, lo dejó por escrito en su conocida Historia de Rebus Hispaniae; en ella nos dice que en un momento de desánimo anterior a la victoria, en que el pesimismo se había apoderado de la persona del rey, el arzobispo se dirigió a él dándole ánimos: «Señor, si es voluntad de Dios, nos aguarda la corona de la victoria, y no la muerte; pero si la voluntad de Dios no fuera esa, todos estamos dispuestos a morir junto con vos». Tal determinación fue decisiva —al menos así lo vio el arzobispo— para orientar el resultado de la batalla hacia la victoria. Y esa determinación no hizo sino acentuarse en los años siguientes. En 1218, concretamente, fue nombrado legado por el papa Honorio III para llevar a cabo la llamada “quinta cruzada” en tierras peninsulares, y él mismo se responsabilizó sobre el terreno de la dirección de algunas campañas. Su legacía cruzadista llegaría a 1225.

Pues bien, este belicoso arzobispo que consideraba que lo mejor que podía hacerse con los musulmanes era combatirlos, era al mismo tiempo un entusiasta admirador de la cultura árabe. De hecho, reconocía en ella un componente enriquecedor de su propio concepto de Hispania, una Hispania que, debidamente sometida al liderazgo político de Castilla, era concebida cada vez más como un virtuoso colectivo de gentes de muy heterogéneo origen étnico y cultural, y en ese colectivo los árabes pasaron a ser partícipes de una auténtica historia de los pueblos de Hispania. Así lo podemos ver en la citada Historia de Rebus Hispaniae, y así se preocupó de trasmitirlo el arzobispo al príncipe Alfonso, el futuro Alfonso X, en cuya formación sin duda intervino. Por eso la Estoria de Espanna, elaborada en el scriptorium del Rey Sabio participaría de esta visión que no excluía al-Andalus del proceso histórico que acabó configurando la realidad de Hispania.

Por otra parte, y volviendo al arzobispo, la lengua árabe, que era la que todavía utilizaban algunos de sus feligreses toledanos herederos de las comunidades cristianas que hasta hacía 150 años habían estado sometidas al dominio islámico —los llamados ‘mozárabes’—, recorre algunos espacios decorativos de su querida iglesia de San Román de Toledo, por él fundada.

Detalle de la arcada de la iglesia de San Román (Toledo).

Jiménez de Rada sabía árabe, al menos el suficiente como para poder leerlo y, desde luego, admiraba la lengua de los árabes como el vehículo de una cultura que consideraba necesario conocer y en la que era preciso profundizar. Él es el primer occidental cristiano que escribe una historia de los árabes —su Historia arabum—, y en ella no duda en valorar de forma muy positiva su capacidad constructiva y las extraordinarias obras públicas que fueron capaces de llevar a cabo “los árabes hispanos” en al-Andalus, y todo ello sin escatimar elogios hacia sus responsables: sin ir más lejos, un figura tan emblemática —y tan polémica para los cristianos— como la del califa Abderramán III, el arzobispo no tiene inconveniente en caracterizarla como “rey poderoso y honrado que gobernó a su pueblo con justicia y juicio”.

Pero en realidad podemos ir un poco más lejos. Jiménez de Rada no solo fue un admirador de la cultura árabe. En cierto modo, lo fue también del islam como propuesta religiosa. Probablemente es anecdótico que decidiera enterrarse envuelto en ropajes eclesiásticos confeccionados sobre textiles árabes que contenían mensajes religiosos que hablaban de “venturas” y “bendiciones”, pero lo que con toda seguridad ya no es tan anecdótico es que ordenara, a través del arcedino Mauricio, uno de sus íntimos colaboradores, la traducción al latín del Corán en 1210 y la de un tratado —‘Aqīda— sobre la unicidad de Dios atribuido a Ibn Tūmart en 1213. Este personaje, un inquieto líder espiritual beréber, había muerto hacía algo más de ochenta años, pero no sin dejar en herencia un movimiento político-religioso de extraordinaria pujanza, el de ‘los partidarios de la unicidad de Dios’ (al-muwaḥḥidūn), que nosotros conocemos como almohades.

Mezquita de Tinmal (Marruecos), cuna del movimiento almohade.

Ambas traducciones van precedidas de un prólogo en el que el traductor directo, el canónigo toledano Marcos, explica las razones que habían aconsejado llevarlas a cabo. Básicamente se trataba de combatir al islam no sólo con las armas materiales sino también con los argumentos doctrinales que podían derivarse del conocimiento de ambos escritos. Era necesario dominar bien los puntos de vista del adversario, y como el Corán aparecía como un texto confuso y desarticulado en su exposición, había sido conveniente traducir también la ‘Aqīda de Ibn Tūmart, un inteligente discípulo de al-Gazālī, que había elaborado una presentación ordenada y bien construida acerca de la existencia del Dios único en que creían los musulmanes. De este modo resultaría mucho más fácil refutar los argumentos de la impiedad que defendían los seguidores de Muḥammad, e incluso convencer a alguno de ellos de la falsedad de su doctrina. Para Marcos, el traductor, había una última razón que explicaba la atención prestada a este texto de Ibn Tūmart, y es que su autor era el referente espiritual y moral de los musulmanes a los que era preciso combatir. En otras palabras, en torno a Las Navas, el arzobispo habría querido complementar su ofensiva cruzada en el frente doctrinal combatiendo también el mensaje islámico con el conocimiento y la persuación.

Esta explicación, circunscrita al ámbito de las estrategias de apología y neutralización del islam, ha sido tradicionalmente aceptada sin ningún tipo de reserva por la mayoría de los especialistas que se han acercado al tema. Pero se trata, en realidad, de una explicación insostenible por excesivamente reduccionista: ¿qué necesidad tenía el arzobispo de combatir ideológicamente a quienes hacía mucho había declarado la guerra en nombre de la Iglesia? Resulta llamativo, además, que para combatir el islam se hiciese una traducción del Corán bastante fiel al original y sin significativas interpretaciones descalificadoras, muy distinta en este sentido a la que setenta años antes había llevado a cabo Robert de Ketton en el contexto de la mal llamada Collectio Toletana, el proyecto liderado por el abad Pedro el Venerable. Pero, sobre todo, resulta más llamativo que tres años después de ordenar la nueva traducción del Corán, se encargara la de un sofisticado tratado teológico para aclarar, según testimonio del propio traductor, algunas de las contradicciones que presentaba el texto sagrado de los musulmanes. Si se trataba de atacar al islam descalificándolo ¿por qué poner tanto esmero en entender las sutilezas de su mensaje? Pero, sobre todo, ¿por qué armarse ideológicamente para el ataque en 1213 cuando un año antes, en 1212, los musulmanes habían sido literalmente barridos por las armas en Las Navas?

Es necesario, pues, proporcionar una explicación alternativa que, desde otras claves de contextualización, resuelva, por un lado, las dificultades que presenta el argumento convencional y que permita, por otro, conectar tan original iniciativa no sólo con las preocupaciones apologéticas y combativas del arzobispo Jiménez de Rada, sino  con sus inquietudes teológicas, que las tenía y no poco importantes. De hecho, no es aventurado pensar que el arzobispo promocionó estas traducciones para aclarar su propio discurso teológico. Jiménez de Rada era, a su manera, un racionalista, y teológicamente la Trinidad le planteaba serios problemas: ¿cómo conciliar el monoteísmo cristiano con la creencia en personas divinas distintas y con cometidos diferentes?

Por supuesto que el arzobispo no era el único hombre de su tiempo que se planteaba preguntas tan decisivas. Su extraordinaria sensibilidad cultural e inquietud intelectual le habían llevado a rodearse de un círculo de sabios de muy primera fila y de muy diversas procedencias, como el filósofo Miguel Escoto, el tratadista Diego García de Campos o el propio arcediano Mauricio, responsable directo de las traducciones. Las conexiones intelectuales entre todos ellos nos descubren algunos sorprendentes puntos en común con toda una corriente de pensamiento, la de los herederos intelectuales de Gilberto de la Porrée († 1154), que sin dejar de levantar ciertas suspicacias entre los guardianes romanos de la ortodoxia, buscaban a su modo hacer razonable la propia idea de Dios y armonizarla con su individualización trinitaria.

Detalle de la iglesia de San Román (Toledo).

Jiménez de Rada participaba efectivamente de estas preocupaciones teológicas y su búsqueda de argumentos le llevó a fijarse en el islam, y es que desde su punto de vista la doctrina islámica podía mostrar una vía útil para la reflexión teológica cristiana. El Dios de los musulmanes, pura trascendencia e inmutabilidad esencial, era indiscutiblemente uno, pero sus teólogos no tenían inconveniente en conciliar su radical unicidad con atributos (los famosos 99 nombres) que mostraban facetas distintas de Dios. Una propuesta de este tipo constituía todo un reto para el conocimiento de un hombre intelectualmente inquieto como el arzobispo Jiménez de Rada, que necesitaba afirmarse en sus posiciones sin faltar a la ortodoxia que él mismo quería representar. Y si, además, ese reto de conocimiento se le presentaba bajo la forma de un tratado doctrinal, el de Ibn Tūmart, un ‘moro puro’ —así se refiere a él el traductor—, avalado por la credibilidad que despertaba al-Gazālī en los círculos teológicos de la primera escolástica, nada tiene de extraño que quisiese profundizar en su contenido; a fin de cuentas Ibn Tūmart buscaba demostrar la unicidad de Dios sin que sus atributos de esencia o de acción la perturbaran lo más mínimo. Pues bien, ¿no era algo semejante lo que pretendía significar el dogma cristiano de la Trinidad?

Así, mediante estas propuestas y el recurso racional a la analogía, que permitía interconectar discursos teológicos de tradiciones muy diversas, probablemente el arzobispo buscaba clarificar, por un lado, el planteamiento teológico cristiano, y por otro, aclararse a sí mismo frente a las contradicciones de ese planteamiento. Lo cierto es que solo un año después de confeccionarse la traducción del tratado de Ibn Tūmart, en 1214, Jiménez de Rada escribía su Dialogus libri uitae, que contenía en su libro primero toda una reflexión teológica en defensa de la unicidad del Dios trinitario de los cristianos.

¿Qué queremos decir con todo esto? ¿Que el convencido cruzado creía en la bondad de la cultura de sus enemigos y en la profundidad de su discurso teológico? No es fácil contestar esta pregunta, pero sí conviene pensar, como algo más que una posibilidad, en el hecho de que para Jiménez de Rada no fuera incompatible utilizar la violencia contra los musulmanes para responder a las exigencias de la política y a sus propios intereses eclesiásticos, y acercarse a ellos, a su cultura y a su pensamiento para satisfacer las exigencias de un conocimiento incondicional y libre, por tanto, de prejuicios. Es evidente que para Jiménez de Rada, en lo que a los musulmanes se refiere, desde luego no era todo blanco o negro.

Para ampliar:

  • Pick, Lucy K., Conflict and Coexistence. Archbishop Rodrigo and the Muslims and Jews of Medieval Spain, The University of Michigan Press, 2004.
  • Ayala Martínez, Carlos de, Ibn Tūmart, el arzobispo Jiménez de Rada y la ‘cuestión sobre Dios’, Madrid: La Ergástula, 2017.