La paradoja taifa surgió a finales del siglo XIX, cuando uno de los términos de la ecuación que la componía, el esplendor cultural de los reinos de taifas, continuó manteniendo su prestigio, mientras el otro, la descomposición política de los mismos, apareció con toda claridad como paradigma de lo que nunca debió haber sucedido en el decurso de la historia patria
Julián M. Ortega
Universidad de Zaragoza
La gestación de la visión negativa que de los gobiernos taifas se ha mantenido durante décadas ha sido el resultado de una tradición historiográfica larga, aunque no excesivamente densa, centrada en establecer una diferenciación neta entre legitimidad califal e ilegitimidad taifa, una de las mayores aportaciones del arabismo español al robustecimiento del proyecto liberal de formación de una identidad nacional homogénea y adaptada a los designios de un Estado centralista. Desde las coordenadas usuales de toda la metafísica que tradicionalmente invocaba tal empresa, el dictamen no pudo ser más terrible, ni tampoco más vehemente. Los epítetos con los que desde el siglo XIX tuvieron que cargar los soberanos de esta época constituyen un indicio simple pero significativo de ello. A los usuales régulo y reyezuelo, se añaden otros calificativos de veta más imaginativa, como tiranuelo impopular o principillo, que la inconfundible sorna de Emilio García Gómez, dedicó al grotesco y vacilante emir ˁAbd Allāh b. Buluqqīn, con la misma castiza soltura que se empleaba para denigrar a algún califilla hammudí cuando le salía al paso.
A pesar de ello, el arabismo hispano fue consciente desde muy pronto de que no todo el legado andalusí del siglo V/XI había sido negativo. Con las relaciones entre Estado y Cultura como telón de fondo de los desvelos de los intelectuales decimonónicos, lo que aparecía ante los estudiosos que pretendían dotar de algún sentido a la historia de los taifas, era más bien una turbadora paradoja: que los mismos despreciables responsables de la ruinosa desintegración de la unificación califal, fueran, a la vez, sensibles mecenas, promotores de algunas de las más señeras cumbres de la cultura islámica de todos los tiempos. La resolución de tan desasosegante contrasentido fue complicada. Queda lejos de mi intención trazar aquí una historia completa de la genealogía intelectual de esta paradoja, pero sí resulta necesario recordar que su formulación ya era recurrente antes incluso de que los taifas adquiriesen el estatus de objeto historiográfico específico, puesto que hasta principios del siglo XX, sus reinos tan sólo constituían un capítulo más o menos amplio de las historias generales de al-Andalus que en tiempos del Romanticismo comenzaron a ponerse por escrito. Tal era el caso de la Histoire des musulmans d’Espagne (1861), de Reinhart P. A. Dozy, que sería traducida al castellano en 1877.
Como se recordará, la obra de Dozy planteaba una neta cesura entre una etapa de auge andalusí, de la que el califato y las taifas constituían su mejor expresión, y un posterior declive, iniciado con la llegada de los almorávides. Ubicados al final del magnífico periodo omeya, en la valoración de los taifas todavía pesaban más sus méritos literarios que sus infortunados tejemanejes políticos. No en vano, en sus Recherches sur l’histoire et la littérature de l’Espagne pendant le Moyen-Âge (1849) y, sobre todo, en el Scriptorum arabum loci de Abbadidis (1852) Dozy manifestó sin reparos sus favorables juicios acerca de los taifas, especialmente hacia aquellos que habían sabido aunar el mecenazgo artístico con un contundente perfil político. A mediados del siglo XIX, no existía todavía rastro perceptible de la paradoja a que antes me he referido. Los taifas se incardinaban sin problemas dentro de un periodo de exultante auge cultural, abruptamente cercenado por la barbarie foránea, ya viniera del norte cristiano o del sur magrebí.
El viraje historiográfico que permitió alumbrar la formulación de esa contradicción que aunaba de forma casi ininteligible esplendor cultural y fragmentación política comenzó a darse unas décadas más tarde. Su responsable fue la siguiente generación de arabistas, marcada por la progresiva profesionalización del estrecho círculo de devotos estudiosos que orbitaba en torno a Francisco Codera y Julián Ribera. La paradoja taifa surgió precisamente en este contexto, cuando uno de los términos de la ecuación que la componía, el cultural, continuó manteniendo su prestigio, mientras el otro, la descomposición política, apareció con toda claridad como paradigma de lo que nunca debió haber sucedido en el decurso de la historia patria. De hecho, este contraste taifa entre un poder endeble y una pujante cultura artística y literaria empezó a aflorar con regularidad en las historias regionales que siguieron a la Málaga musulmana publicada por Francisco Guillén Robles en 1880, como la de Matías Ramón Martínez sobre Badajoz (1904) o la de Mariano Gaspar Remiro sobre Murcia (1905).
La decisiva codificación de la historia política taifa llegó algo después de la mano de Antonio Prieto y Vives y Los reyes de taifas. Estudio histórico-numismático de los musulmanes españoles en el siglo V de la Hégira, de 1926, la primera monografía sobre el tema. Mucho más peso tuvo, sin embargo, la salida de imprenta, tres años después, de La España del Cid de Ramón Menéndez Pidal, un referente de primer orden en la educación sentimental del nacionalismo español. Aunque el tratamiento de Prieto y Vives era mucho más sustancial, Menéndez Pidal fue más efectivo a la hora de difundir la idea de la paradoja taifa:
«Los reinos musulmanes de la península en el s. XI se caracterizan, pues, por la fuerte contradicción que dijimos: de un lado, la gran riqueza, lujo y esplendor material, con un adelanto cultural extraordinario, propio de los hispano-andaluces, pero extraño a los bereberes granadinos; de otra parte, una gran debilidad del espíritu islámico y una casi carencia de sentido político y militar».
Ramon Menéndez Pidal, La España del Cid, tomo I, Madrid, Plutarco, 1929, p. 91.
Algunos años más tarde, Emilio García Gómez fue capaz de condensar el mismo argumento con menos palabras todavía: «Su impericia política [la de los taifas] queda paliada por su poético esplendor». Este último juicio está extraído de un trabajo, aparecido en 1934 en la Revista de Occidente, donde el autor trataba de poner de relieve la intensa orientalización experimentada —o sufrida— por las cortes taifas. Ello no implicó, sin embargo, una amenaza seria para la integridad de las esencias hispanas, el tesoro más preciado que podían salvaguardar los andalusíes. Sólo la marabunta magrebí lograría poner en entredicho la permanencia de tal herencia. Para García Gómez, lo mismo que para Dozy, el siglo V/XI, el de los taifas, caía todavía del lado del «auténtico Islam español».
El cuadro conceptual manejado por García Gómez compartía el mismo sustrato intelectual que subyacía en la monumental obra que en 1937 dio a imprenta Henri Pérès, La poesie andalouse en arabe classique au XIe siècle, un trabajo fundamentado en la idea de que la poesía taifa constituía la forma más acabada de expresión de las esencias de la raza hispanomusulmana y de su perenne combate contra el extranjero magrebí, en flagrante violación de las solidaridades generadas por la religión. Hay, sin embargo, un punto importante que diferenciaba a Pérès de García Gómez, puesto que, asegurada la continuidad de las esencias occidentales, el juicio sobre la época resultaba para Pérès francamente positivo: «Gracias a la división del territorio en pequeños principados rivales, la raza en formación había visto florecer, bajo un régimen de amplia libertad en las creencias y en las costumbres, todas las cualidades del corazón y el espíritu». Aparentemente, Pérès había conseguido superar el planteamiento del problema taifa en términos de anomalía histórica al valorar favorablemente lo que el arabismo hispánico venía demonizando desde tiempo atrás.
La Guerra Civil de 1936 cercenó la posibilidad explorar esta idea. El clima ideológico de la primera posguerra frenó en seco no ya cualquier referencia al separatismo taifa, sino incluso a sus más emblemáticos logros culturales. Las únicas aportaciones reseñables al estudio de este periodo partieron, consecuentemente, del hispanismo, sobre todo del anglosajón, que optó por la fórmula, poco comprometida, de la historia política de base regional. Buena muestra de ello son el artículo que Alois Nykl dedicó en 1940 a los Banū Afṭas de Badajoz o el que un par de años más tarde publicaría Douglas M. Dunlop sobre los Banū D̲ī l-Nūn de Toledo.
El arabismo español, por su parte, se enrocó en una explicación profundamente culturalista del tema, donde la pugna a tres bandas entre diversas taifas étnicamente alineadas —eslavas, beréberes y andalusíes— constituyó el eje del único discurso historiográfico que durante décadas animó la interpretación canónica de este periodo. Es lógico, puesto que, en las coordenadas intelectuales del momento, la idea de que solo la férrea mano de un sólido poder central puede poner coto al desastre político que significa dar rienda suelta a las diferencias culturales transmitía a la perfección el tipo de lecciones sobre las que la historiografía franquista gustaba de insistir. Así las cosas, hubo que aguardar a la década de 1960 para que Henri Terrase volviera a retomar el problema prácticamente donde Pérès lo había dejado, planteando ideas que luego han tenido una influencia notable, en especial la de la ficción califal sostenida por los soberanos taifas o la de la ausencia de innovaciones significativas en sus aparatos estatales. Después de la obligada referencia a las diferencias étnicas y al florecimiento cultural que suponían los nuevos procesos de urbanización y las iniciativas constructoras de los soberanos, Terrase recuperaba los planteamientos de Pérès: «En cualquier caso, la fragmentación política no fue absolutamente desfavorable al desarrollo de la civilización nacida y engrandecida en Córdoba, que tomó, por su misma difusión en el conjunto del país, un carácter hispánico cada vez más marcado». El balance quedaba, pues, lejos del optimismo de Henri Pérès, debido al peso en el legado taifa del «viejo particularismo español», responsable de las debilidades que aquejaron a una política «ingenuamente egoísta» movida por «mezquinos rencores».
En cuanto al hispanismo árabe, que dio claras muestras de vitalidad en esta época de alianzas entre el régimen franquista y los gobiernos musulmanes, el tema taifa tuvo un peso muy relevante. El principal rasgo que caracterizaba la interpretación de estos autores venía precisamente del énfasis en achacar la debacle califal y la pérdida de al-Andalus para el mundo musulmán a las taras morales de los taifas. Un ejemplo señalado de la orientación que caracterizaba a este conjunto de obras lo constituyen el ideario manejado por Husayn Muˀnis, cuya moraleja era clara: la debilidad de los resortes de control social del estado conducía a la relajación de las costumbres tan inevitablemente como ésta llevaba al auge del separatismo y la disgregación del califato. Más sobrias fueron, no obstante, las opiniones que al respecto vertió en 1983 Muḥammad Benaboud en la monografía que dedicó a la taifa de Sevilla, posiblemente la más destacada de todo este grupo. Lo explica seguramente el mayor contenido sociológico de la obra, que fue parcialmente traducida al castellano en 1992 bajo el título de Sevilla en el siglo XI. El reino abbadí de Sevilla.
Mientras ello sucedía, con los problemas de la llamada «transición política» de por medio —incluyendo el resurgimiento de las reivindicaciones nacionalistas—, Jacinto Bosch Vilá publicó en 1980 un artículo presentado dos años antes, en el que pretendía sintetizar las claves del periodo desde unas coordenadas en las que todavía podía reconocerse sin dificultad el ensayismo de Ortega y Gasset:
«El mal gobierno y la falta de una sabia y correcta educación del pueblo fueron causa de que las masas se salieran del quicio al lubrificarlas con el aceite de la ambición, remover imágenes con la droga del rencor y revolver los posos ocultos e ignorados del subconsciente. Y, así, agitados por la injusticia y por las pasiones, asaltaron cárceles, libertaron presos, provocaron motines, y las turbas llegaron a dominar las calles, asesinando y cometiendo los peores actos de barbarie».
Jacito Bosch Vilá, «El siglo XI en al-Andalus: aspectos políticos y sociales. Estado de la cuestión y perspectivas», en Actas de las Jornadas de Cultural Árabe e Islámica (1978), Madrid, Instituto Hispano-Árabe de Cultura, 1981, pp. 183-193.
La neta vinculación de tales interpretaciones con la vieja ortodoxia académica resultaba, sin embargo, demasiado evidente para que su reiteración no sufriera algún tipo de respuesta en el cambiante contexto ideológico de la Universidad española. Aunque marginales, hubo algún intento de revertir radicalmente la visión franquista del legado taifa. Mikel de Epalza fue quizás quien lo hizo de manera más explícita. En 1989, por ejemplo, sostenía que:
«… el sistema autonòmic de les taifes va ser la causa d’una prosperitat en tots els camps i no ha de semblar negatiu davant el centralisme administratiu del govern omeia precedent. Una anàlisi de la dinàmica política ens porta a aquesta conclusió, que s’oposa –evidentment– al discurs tradicional del poder i de tota mena de poder basat en la màxima força en un home i el màxim poder d’opressió en unes estructures polítiques centralitzades. Es també el suport de tota visió imperialista, como l’espanyola patriòtica moderna o la religiosa islàmica tradicional, sempre amb l’enyor d’imperis coactius, amb poca atenció a l’autèntica prosperitat de les pobles i dels individus».
Mikel de Epalza, «Estructura, evolució i esplendor de les taifes valencianes», en En torno al 750 aniversario: antecedentes y consecuencias de a conquista de Valencia, Valencia: Generalitat Valenciana, 1989, vol. 1, pp. 129-140.
No se trataba, en cualquier caso, de especulaciones puramente personales del autor. Lucie Bolens ya había adelantado esta misma idea unos años antes, y consideraciones semejantes, en la línea de Pérès y Terrase, fueron ganando terreno a partir de entonces. Ninguno de estos planteamientos consiguió romper, sin embargo, con las bases intelectuales que organizaban el planteamiento tradicional de la cuestión, que permanecía centrado en dirimir si el desarrollo cultural taifa se había producido a pesar de la fragmentación política o, como opinaban estos últimos autores, gracias a él.
Es fácil advertir el abismo historiográfico que separaba estas aproximaciones de las generadas por el marxismo, un tanto doctrinario, que enarbolaban por entonces los jóvenes medievalistas en busca de cobijo académico. La aparición en 1975 del libro Del Islam al cristianismo. En las fronteras de dos formaciones económico-sociales, firmado por Reyna Pastor, formó parte destacada de este tipo de obras. Para la autora, el hundimiento del califato fue debido, ante todo, al bloqueo económico a que había conducido el estancamiento tecnológico, el aumento de la presión fiscal y el incremento desmedido del consumo improductivo. El estancamiento tecnológico era posiblemente el menos convincente de los factores aquí invocados y también el más dependiente del economicismo de que hacían gala los análisis materialistas de aquellos años. Los dos factores restantes, el aumento de la presión fiscal y del despilfarro, constituían reformulaciones, con retórica marxista, de los viejos topos de la tradición liberal. Más novedoso resultaba otro factor aducido por la historiadora: «A todo esto debe agregársele la escasa o nula predominancia política de la burguesía que, al no poseer instrumentos de poder, no pudo extender el dominio de la ciudad sobre el campo ni actuar como grupo de apoyo del monarca [se refiere al califa]». En efecto, la ausencia de burguesía o, lo que es lo mismo, la omnipresencia despótica del mulk, constituía la clave de este orientalismo de izquierdas. A pesar de estas limitaciones, Del Islam al cristianismo resituó por completo los términos en los que abordar el problema taifa, torpedeando de forma directa el esencialismo de la metafísica nacional en que se hallaba enfangado, y abriendo el camino a la posibilidad de construir una, hasta entonces inédita, historia social de al-Andalus.
En esa estela hay que situar a Rise and Fall of the Party-Kings, que David Wasserstein publicó en 1985, un relevante trabajo que cuestionaba abiertamente el sistema de alianzas étnicamente orientadas como base del funcionamiento del régimen de los taifas. La capacidad de los resortes estatales para organizar proyectos de dominio territorial estables constituye seguramente el hallazgo central del investigador. A pesar de estos significativos cambios de perspectiva, lo cierto es que la posibilidad de renovación no acabó de cuajar del todo. La monografía presentada en 1992 por M.ª Jesús Viguera, lo mismo que el muy desigual tomo VIII/1 de la Historia de España de Menéndez Pidal, publicado dos años más tarde bajo la coordinación de esta misma autora, constituían dos valiosas síntesis de la cuestión, pero en ningún momento daban la impresión de pretender romper con sus, para entonces, ya ajados precedentes historiográficos. El errático intento de Peter Scales (1994) por mantener la explicación de la fitna como un conflicto puramente étnico así lo demostraba.
En cualquier caso, aunque lentamente, el funcionamiento del sistema de gobierno de los taifas empezó a ser tomado en serio por algunos investigadores. La obra publicada en 1997 por François Clément, Pouvoir et légitimité en Espagne musulmane á l’époque des taifas, constituye ya un producto acabado de esta nueva forma de abordar el tema, centrada en los infructuosos intentos de los dirigentes taifas para presentar sus gobiernos como una solución aceptable a la ausencia de un imām consensuado. En la misma línea puede situarse la última gran síntesis sobre este periodo, la firmada por Pierre Guichard y Bruna Soravia (2005), una historia política bien hilvanada, construida mediante una hábil combinación de textos y estudios numismáticos, cuyo eje gira igualmente en torno al problema de la legitimidad taifa. Las aportaciones recientes de M.ª Dolores Rosado (2008), Bilal J. J. Sarr (2011) y Travis Bruce (2013), que siguen esta misma senda, son buenos ejemplos de una historia política centrada, más allá de las tensiones étnicas, en el problema de la legitimidad.
Con todo, la paradoja taifa, aunque comienza a resentirse, se resiste a ser abandonada. Los productos culturales han pasado de ser la manifestación de la degradación moral a que conduce un gobierno débil, incapaz de reprimir las bajas pasiones de sus súbditos, a plasmar los crecientes esfuerzos propagandísticos que requería la crisis de legitimación en que los soberanos se hallaban inmersos. Pero la escasa atención dispensada a los problemas sociales y económicos de la época parece sugerir la idea de que la historia de las taifas es tan sólo una historia de superestructuras. La organización social, a pesar de las transformaciones experimentadas a lo largo de este periodo por la morfología de los aparatos de Estado, habría quedado, pues, relativamente indemne. El trasfondo productivo, por su parte, habría experimentado fluctuaciones, pero dista de estar claro qué dirección habrían seguido. La etapa de los taifas habría sido, por tanto, una manifestación coyuntural y especialmente agitada de la formación social andalusí una vez concluido el proceso de islamización.
Para ampliar
- CLÉMENT, F. (1997) Pouvoir et légitimité en Espagne musulmane á l’époque des taifas (Ve-XIe siècle). L’iman fictif, París.
- PASTOR DE TOGNERI, R. (1975) Del Islam al cristianismo. En las fronteras de dos formaciones económico-sociales, Madrid.
- PÉRÈS, H. (1983) Esplendor de al-Andalus, Madrid.
- WASSERSTEIN, D. J. (1985) The rise and fall of the party-kings. Politics and society in Islamic Spain.