Los bahriyyun de Tortosa, navegantes en mar revuelto

El estudio reciente de diversas fuentes árabes y latinas nos conduce a proponer que muchas de las acciones navales de las comunidades habitualmente consideradas como «piratas» no se produjeron de forma tan autónoma como tradicionalmente se ha defendido, sino que pudieron incurrir en ellas diversas iniciativas con intereses paralelos


Joan Negre
Institut Català d’Arqueologia Clàssica


Embarcación islámica en una de las ilustraciones de Las Maqamat de al-Hariri, Biblioteca Nacional de Francia, ms. 6094, f. 68r.

Si bien la marinería andalusí durante la primera mitad del siglo IX ha sido un tema recurrente para la historiografía durante los últimos cuarenta años, un rápido vistazo a la mayoría a estos trabajos pone de manifiesto una descripción poco precisa de estas actividades bajo la genérica denominación de piratería. Ello se debe, en gran parte, al interés en contraponer estas operaciones con las acciones navales islámicas del siglo VIII o con las de la flota emiral a partir de la segunda mitad del siglo IX, situando su proceder «al margen de cualquier iniciativa e incluso de cualquier control estatal», en palabras de Pierre Guichard.

Contra algunos aspectos de esta visión ya se pronunció Xavier Ballestín, al advertir que difícilmente se debería calificar de piratas a navegantes que atacaban unos objetivos muy específicos de carácter no musulmán, siempre en el ámbito de dār al-ḥarb. El estudio reciente de diversas fuentes árabes y latinas, además, nos conduce a proponer que muchas de las acciones navales de estas comunidades de marineros no se produjeron de forma tan autónoma como tradicionalmente se ha defendido, sino que pudieron incurrir en ellas diversas iniciativas con intereses paralelos.

Orígenes y procedencia de las gentes del mar

Las informaciones más detalladas sobre estos grupos y las actividades que desarrollaron a lo largo de la primera mitad del siglo IX las aporta al-Ḥimyarī, quien reunió en su enciclopédico Kitāb al-rawḍ al-miʿṭār noticias provenientes de abundantes fuentes a las que tuvo acceso. Entre otros aspectos, este compilador describe a los baḥriyyūn —literalmente, «gentes del mar»— como un grupo de individuos pertenecientes a los estratos más bajos de la sociedad, que habitaban mayoritariamente en la región de Tortosa y se dedicaban al transporte naval de personas, al comercio de productos diversos, incluyendo los bienes de lujo, y al saqueo de las costas y embarcaciones de los infieles. Otras fuentes, como el Muqtabas de Ibn Ḥayyān o el Bayān al-Muġrib de IbnʿIḏārī, complementan esta información indicando que sus operaciones partían también de otros puntos de las costas del Šarq al-Andalus, donde también se habían asentado y se dedicaban a las mismas actividades.

Fig. 1 Área del Šarq al-Andalus desde la que partieron la mayor parte de expediciones navales de la primera mitad del siglo IX (Bibliothèque National de France, Département des manuscrits, Arabe 2221, f. 184v-185r)

En cuanto al origen étnico de estos navegantes, Guichard apuntaba en sus primeros trabajos que las fuentes francas tendían a identificarlos de forma sistemática como mauri, término con el cual se hacía referencia los bereberes, en contraposición con los sarraceni, en este caso en alusión a los árabes. Anotaba también, aunque esto no encuentra respaldo en las fuentes árabes, que probablemente el número de estos marineros magrebíes se vería notablemente incrementado tras la llegada de  los sublevados Sulaymān y ʿAbd Allāh b. ʿAbd al-Raḥmān desde el norte de África a finales del siglo VIII.

Esta propuesta mayoritariamente bereber se ve matizada por recientes trabajos sobre las fuentes latinas y árabes en relación a los episodios bélicos entre las fuerzas andalusíes y las carolingias a inicios del siglo IX. En este sentido, Josep Suñé plantea que la voz mauri utilizada por las fuentes francas haría referencia específicamente a los baḥriyyūn, independientemente de que fuesen bereberes o no y que, por tanto, la composición de estos grupos, aún con importantes figuras de origen norteafricano, sería más heterogénea de lo planteado hasta el momento. Para ello, expone con acierto, entre otros argumentos, las limitaciones de las fuentes literarias latinas del momento, que confunden sistemáticamente el origen étnico de los personajes que describen, usando el término mauri para identificar indistintamente a los habitantes hispano-godos de Barcelona, a un gobernador de clara ascendencia árabe como Saʻdūn al-Ruʻaynī o a los navegantes que atacaban sus costas. Coinciden también con este planteamiento ciertos indicios apuntados por Jorge Lirola en su trabajo sobre el poder naval de al-Andalus en época omeya, donde se recoge un probable origen muladí de diversos de los líderes baḥriyyūn.

Por lo que concierne al punto de partida de sus expediciones, las fuentes destacan el papel de la ciudad de Barcelona en las postrimerías del siglo VIII, donde estos navegantes encontraban refugio antes y después de cada expedición contra las costas francas, como bien apunta Ermoldo el Negro en su poema elegíaco a Luis el Piadoso. Este fue, según el mismo autor, uno de los motivos que llevaron a los ejércitos carolingios al asedio y conquista de Barcelona en el año 801, provocando el traslado de muchos de estos grupos hacia las costas de Tortosa, desde donde siguieron actuando de forma similar.

Fue, por tanto, desde este sector septentrional del Šarq al-Andalus desde donde partieron la mayor parte de las incursiones vinculadas a estos primeros años del siglo IX, momento al cual podemos asignar las expediciones de Mallorca y Menorca (798), Baleares (799), Córcega (806), Pantelaria (806), Cerdeña y Córcega (807), Córcega (809), Cerdeña y Córcega (810), Córcega (810), Cerdeña (812), Mallorca (813), Civitavecchia y Niza (813) y Alejandría (815). La continuidad de estas campañas de saqueo contra las costas francas tras la caída de Barcelona puede considerarse también en el origen de un nuevo casus belli contra Tortosa, ejecutado infructuosamente entre 804 y 809. Las murallas de la antigua Dertosa y la barrera infranqueable que suponía el río Ebro fueron bien aprovechadas por el gobernador de la ciudad, ʿUbaydūn b. al-Ġamr, quien detuvo diversos ataques frontales con al menos dos episodios de asedio.

La organización de las expediciones

Resulta difícil creer que estas expediciones continuadas, de las cuales tan solo una fracción ha quedado documentada por las fuentes árabes y latinas, pudieran deberse al impulso único y autosuficiente de estas comunidades de marineros. Si bien es evidente una cierta autonomía en sus acciones, ello no evitaría que, para garantizar el éxito de las campañas, uniesen fuerzas de forma habitual con otros grupos que aportaran fuerzas y financiación a tan complejas empresas. Así, las expediciones de mayor envergadura debieron contar con diversos elementos a favor, como la presencia de baḥriyyūn, sin los cuales no se podían tripular las naves, pero también la de numerosos muǧāhidūn, voluntarios dispuestos a embarcarse o a patrocinar estas campañas, e incluso, la financiación o la asignación de recursos por parte de la autoridad pública.

Estos tres elementos, necesarios para poder desarrollar cualquier expedición a gran escala, se observan con claridad en un episodio algo posterior que conserva, afortunadamente, muchos más detalles sobre la organización de este tipo de operaciones. Es el caso de la conquista de Mallorca, a inicios del siglo X, la cual es descrita por Ibn Ḫaldūn destacando la colaboración entre el emir ʿAbd Allāh y un rico y devoto musulmán, ʿIṣām al-Ḫawlānī. Ambos prepararon las embarcaciones y reclutaron los suficientes hombres que quisieran hacer el ǧihād, dejando la dirección de la expedición en manos del segundo, el cual sería compensado por el emir, a su regreso victorioso, nombrándolo gobernador de la isla. Esta noticia pone de relieve la relación entre baḥriyyūn, que pilotarían las naves, voluntarios muǧāhidūn dispuestos tanto a embarcarse como a financiar la propia expedición, y el poder público, en este caso el emir de Córdoba, a pesar de encontrarse en pleno proceso de crisis institucional.

En el caso concreto de Tortosa, la presencia de combatientes del ǧihād que pudiesen participar de estas expediciones navales junto con los baḥriyyūn allí asentados durante la primera mitad del siglo IX está confirmada por la existencia en la desembocadura del Ebro del ribāṭ Kaškī, uno de los más antiguos de al-Andalus, sobre el cual ya hablaba el alfaquí ʿAbd al-Malik b. Ḥabīb (m. 852). Es posible, como ya apuntó Patrice Cressier, que la posición de estas instituciones en la desembocadura de grandes ríos navegables indicase algún tipo de función comercial en sus orígenes, que podría estar relacionada con la presencia de estas comunidades marineras. Si tomamos en cuenta la cronología temprana de la institución tortosina y la comparamos con la de otros dos ejemplos bien conocidos, como los de Guardamar y Almería —adscritos al último tercio del siglo IX, momento en el cual se asentaron allí estos mismos grupos de navegantes—, la relación entre rubuṭ y baḥriyyūn parece fuera de toda duda. Una relación también apuntada por Rafael Azuar y que se vincularía tanto al aporte de voluntarios del ǧihād como a las posteriores tareas de distribución comercial de los bienes adquiridos durante las algazúas.

Fig. 2 Parque arqueológico de la rábita de Guardamar del Segura, cuyas primeras fases corresponden al período emiral.

Más complejo resulta atestiguar la participación de la autoridad cordobesa en esas expediciones, aunque no son pocos los indicios que apuntan en esta dirección. En primer lugar, cabe destacar que esta intervención no sería directa a través del emir y sus fuerzas navales, dada la inexistencia de una flota regular omeya con anterioridad al año 844. Tampoco la situación económica, con unos ingresos de seiscientos mil dinares en tiempos de al-Ḥakam y cercanos al millón durante el gobierno de su hijo ʿAbd al-Raḥmān, era suficientemente sólida para patrocinar de forma íntegra estas campañas. Esta situación resultaría totalmente insostenible para el erario emiral, más aún cuando en algunos años, como 806, 809, 810 y 813, se documentan dos, tres y hasta cuatro aceifas terrestres y marítimas en un mismo período. Así pues, la idea que se intuye de estos datos es que una parte importante del financiamiento de guerra andalusí no iría a cargo del poder central, sino que el esfuerzo bélico que no podía ser cubierto por el emir probablemente era sufragado por sus delegados en el ámbito local.

No nos faltan evidencias en las que se aprecia cómo los gobernadores de Tortosa se quedaban con una parte importante de los ingresos fiscales recaudados en sus distritos y los utilizaban, entre otros fines, para mantener sus propias tropas. Una misiva entre uno de ellos, ʿUbayd Allāh b. Yaḥyà, y el emir ʿAbd al-Raḥmān b. al-Ḥakam, fechada en el año 850 y conservada parcialmente a través del Muqtabas, nos permite saber que, mediante concesiones territoriales (qaṭāʾiʿ) a cargo de los bienes del Estado (māl al-sulṭān), el gobernador era capaz de mantener una guardia propia de ciento treinta hombres, reconstruir las fortalezas de sus dominios, rescatar a los cautivos, pagar un buen estipendio a sus agentes fiscales (li-ʿummālati-hi) y quedarse con mil dinares anuales como emolumentos propios. Estos detalles permiten reconocer en los gobernadores provinciales una potente fuerza para el financiamiento de las campañas navales de baḥriyyūn y muǧāhidūn, formando parte después, evidentemente, de los beneficios de las mismas.

Un caso similar es el que se observa en Valencia, donde, a inicios del siglo IX, el emir al-Ḥakam instaló como gobernador a su tío ʿAbd Allāh, tras un nuevo intento de este y de su hermano Sulaymān por usurpar el emirato. Tras el asesinato del mayor de los hermanos, el emir decidió perdonar al familiar superviviente e instalarlo en estas tierras a cambio de que no saliese de sus dominios, entregándole además unas rentas de aproximadamente mil dinares mensuales. Esta pequeña fortuna que fluía de forma constante hacia las arcas de ʿAbd Allāh, llamado desde entonces al-Balansī, sumada a las limitaciones de movimiento que le había impuesto Córdoba, bien pudieron ser aliciente suficiente para que este gobernador orientara su mirada hacia el Mediterráneo, apoyando las expediciones que, desde sus costas, se lanzaban periódicamente a la mar. Difícilmente se entiende si no que durante prácticamente setenta años los baḥriyyūn zarparan desde las costas tortosinas y valencianas sin oposición ni impedimento alguno. 

Todo parece indicar, así pues, que el elemento público que apoyó principalmente las expediciones navales de los grupos marineros de Tortosa y Valencia, fueron los gobiernos locales de estas provincias costeras. Tal vez este sea uno de los motivos por los cuales estas operaciones son mayoritariamente ignoradas por los compiladores árabes, los cuales habitualmente tomaban como fuente las crónicas elaboradas en el entorno cortesano de los omeyas.

Fig. 3 Principales lugares, rubuṭ y acciones navales documentados a lo largo del texto (imagen propia).

Las grandes expediciones desde el Šarq y la violación del pacto con el emir

Aunque desde el año 815, tras el refuerzo de las defensas costeras francas, una parte de los marineros andalusíes se habría desplazado hacia el Mediterráneo oriental para seguir con mayor libertad con su modo de vida, la actividad en el área del Šarq al-Andalus no disminuyó en absoluto. En este sentido, resulta clave destacar la operación que se organizó el año 829 y durante la cual zarparon de las costas de Tortosa hasta trescientas naves que colaboraron activamente con los Banū l-Aġlab en la conquista de Sicilia ante los bizantinos. La expedición, comandada por Aṣbag b. Wakīl al-Hawwārī, personaje cuyo origen Guichard situaba cerca de la desembocadura del río Xúquer, y por Sulaymān b. ʿAfīya al-Ṭurṭūšī permitió decantar la balanza en favor de los aglabíes, que habían quedado en una situación comprometida antes de la llegada de estos refuerzos. El episodio, que debía reportar importantes beneficios para los baḥriyyūn desplazados hasta la isla, terminó abruptamente tras la muerte de al-Hawwārī y la retirada de los marineros al entrar en conflicto con los combatientes musulmanes anteriores.

Esta operación ha sido extensamente analizada por Ballestín, a través de una profunda crítica textual de las versiones conservadas por IbnʿIḏārī, al-Nuwayrī, al-Ḥimyarī e Ibn al-Aṯīr. Según estos compiladores, los grupos de navegantes levantinos consiguieron reunir una partida de trescientas naves, una cifra verosímil si tenemos en cuenta el tipo de pequeñas embarcaciones con que solían contar estos grupos. Con estas condiciones, y unas tripulaciones que no debían sobrepasar los cinco tripulantes, estaríamos hablando de un cálculo muy cauto de unos mil quinientos marineros. Un conjunto de embarcaciones (marākib katīra) que ni tan solo es considerado como una flota (usṭūl), y que, por lo tanto, nos hablaría de una acción en la que se priorizaría la maniobrabilidad de las naves y la capacidad del grupo para hacerse cargo de protegerlas, algarear, hacer prisioneros, recoger botín y, en última instancia, ser capaz de intervenir en auxilio de una fuerza regular bloqueada y de imponer unas condiciones ventajosas para esa ayuda.

Fig. 4 Típica embarcación andalusí del siglo IX, según Angelucci y Cucari (ap. Lirola, 1993).

La segunda gran expedición que partió de las costas levantinas de al-Andalus, tal y como recogen el Muqtabas y el Bayān, fue la que atacó Mallorca el año 848, con un nuevo conjunto de trescientas naves enviadas por el emir ʿAbd al-Raḥmān b. al-Ḥakam para castigar a los cristianos insulares por haber roto los pactos de sumisión y haber atacado embarcaciones andalusíes. Si bien en estas fechas Córdoba ya había tomado la decisión de armar una flota propia, los escasos tres años transcurridos desde el momento en que empezó a gestarse esta idea hacen poco probable que una expedición tan numerosa pudiese estar conformada por embarcaciones propias. Así pues, la opción más plausible apunta hacia el flete por parte del emir y el gobernador valenciano de los servicios de los baḥriyyūn como transporte principal de las tropas y voluntarios despachados contra las islas orientales. Resulta en este caso muy significativo el envío por parte del emir de uno de sus eunucos a Valencia, poco después del regreso victorioso de la flota, para hacerse cargo del quinto del botín perteneciente al Estado. Un ejemplo más de la confluencia de intereses y la exigencia de respeto a lo convenido entre navegantes, autoridades locales y el poder central.

La magnitud y periodicidad de estas campañas nos ha llevado también a relacionar con ellas un yacimiento arqueológico situado en los límites entre los dominios de Tortosa y Valencia, el cual estamos estudiando actualmente. Se trata del Puig del Cid, en el municipio castellonense de Almenara, un recinto fortificado de planta irregular y un perímetro amurallado de más de un quilómetro, que delimita una superficie de casi diez hectáreas. Con unos contextos materiales bien encuadrados entre finales del siglo VIII y la siguiente centuria, el yacimiento muestra una ausencia absoluta de construcciones domésticas, siendo las únicas edificaciones de este recinto diáfano unos pequeños almacenes construidos junto a las murallas. Con un acceso que podía realizarse tanto desde la vía principal como mediante barcazas que atravesarían la marisma sobre la que se alza, parece plausible plantear la posibilidad que este recinto hubiese tenido un uso vinculado tanto a la agrupación de naves y marineros durante la preparación de estas algaras navales, como al posterior mercadeo y distribución de los botines conseguidos.

No hay muchas más informaciones sobre nuevas expediciones más allá de la acción contra Mallorca, aunque la actividad de estos grupos debió de continuar durante estos años, y el único hecho por el cual no aparecen reflejadas en las fuentes es la falta de interés del entorno cortesano en ensalzar las acciones de los delegados periféricos. A pesar de ello, según recoge al-Ḥimyarī, en algún momento anterior al año 875 los baḥriyyūn de Tortosa decidieron asociarse y violar las normas de navegación que habían legislado los emires omeyas, hasta el punto que atacaron y saquearon la plaza andalusí de Marchena. Tardaron poco en darse cuenta que las costas del Šarq ya no serían lugar seguro para el desembarco, y pusieron entonces rumbo hacia las costas magrebíes, donde participaron en la transformación de la fortaleza y puerto de Tenes en una pequeña medina, la cual terminó por convertirse en el principal centro de reunión y mercado para los grupos bereberes de la zona.

No fue hasta un tiempo después, alrededor del año 884, cuando algunos de los marinos de Tenes, una parte de los cuales eran originarios de Tortosa, decidieron regresar a la Península. Su destino, esta vez, fue Pechina, de donde consiguieron expulsar a los gobernadores árabes y, tras lograr la sanción del emir, convertirse finalmente en gobernadores de la ciudad y su territorio. Sus actividades a lo largo de más de setenta años asentados en Tortosa y Valencia les habían reportado unos ingresos y comodidades que les mantuvieron alejados de las intrigas políticas y la formación de un liderazgo permanente, evitando así el surgimiento de un linaje a través del cual oponerse a las autoridades locales. Su exilio y la experiencia vivida en Tenes, sin embargo, parece que modificaron las prioridades de estas gentes del mar, que vieron en la crisis del emirato una oportunidad para erigirse en un poder local capaz de marcar el rumbo de sus acciones futuras. Estos sucesos, los que marcaron el devenir de los baḥriyyūn de Pechina, son ya parte, sin embargo, de otra historia.


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