Las musulmanas de Castilla

Por su identidad de género y su opción religiosa, las musulmanas de Castilla estuvieron supeditadas en primer lugar al varón musulmán y en segundo a una sociedad de mayoría cristiana, y fueron obviadas casi por completo en las fuentes


Proyecto Alm*Islam


Mujeres trabajando, detalle de la techumbre de la Catedral de Teruel, obra mudéjar (finales del s.XIII).

Queremos lanzar una mirada a las que, por una doble condición, son las más inaccesibles al estudio del islam castellano medieval: ellas, las moras, las musulmanas de Castilla. Por su identidad de género y su opción religiosa, supeditadas en primer lugar al varón musulmán y en segundo a una sociedad de mayoría cristiana, fueron obviadas casi por completo en las fuentes.

Entre los escuetos testimonios referidos a las musulmanas castellanas podemos destacar las progresivas restricciones del poder a su vestimenta y aspecto físico, cuyo reflejo se encuentra en la legislación castellana de la época. Así, al menos desde tiempos de Alfonso X, no se les permitía vestirse con prendas de colores bermejos y ajustadas al cuerpo, ni llevar complementos dorados o de seda.

Pendiente aparecido en la excavación arqueológica de la necrópolis islámica de Cuéllar (Segovia), s. XIV. Presenta una leyenda árabe, ilā lil-lah (excepto para Dios), que reafirma su carácter islámico [actualmente en el Museo de Segovia].


A partir de los primeros años del siglo XV, de igual forma que los hombres, tuvieron que prender sobre sus vestimentas holgadas una señal de media luna, de color turquesa, en su hombro derecho. La reina consorte Catalina de Lancaster les obligó además a vestirse con unos mantos grandes que las cubriesen hasta los pies y que doblados les tapasen cabeza y rostro. 

Casi un siglo después, a finales de la segunda década del siglo XVI, el artista flamenco Christoph Weiditz, que acompañó a Carlos V en su viaje a la península Ibérica, retrató a las moriscas granadinas con unos grandes mantos que las cubrían y apenas dejaban ver su cara, y que bien pudieran ser los heredados de aquellos impuestos tiempos atrás a las musulmanas castellanas. 

El atuendo recuerda también al que algunas tunecinas actuales aún portan en los pueblos que los moriscos fundaron en aquellas tierras a principios del siglo XVII, cuando fueron obligados a exiliarse por orden de Felipe III. Túnez acogió a la mayoría de los 300.000 moriscos expulsados y, allí, con ellas, sin duda continuó el legado islámico hispano hasta nuestros días. La vestimenta de sus mujeres es buena muestra de ello.

«Mujer morisca de Granada», Christoph Weiditz (1530) y mujeres en Testour (Túnez, 2007).

En la documentación también destaca la prohibición del matrimonio entre «cristianos e infieles» y la condena de las relaciones sexuales con evidentes matices de género. Así, mientras se guarda un silencio casi absoluto sobre los encuentros entre hombres cristianos y mujeres de cualquier minoría, la legislación religiosa-civil castellana condena con la muerte el contacto entre varones judíos o musulmanes y las mujeres cristianas.

Las pocas referencias que nos llegan que nos permiten acercaros a la identidad autónoma de estas mujeres hacen mención a numerosas amas de cría, parteras musulmanas y moras «independientes», que trabajan en ambientes cristianos (no sin problemas), en actividades relativas a la crianza y la salud. Debido a su buena reputación, existieron condenas eclesiásticas de estas profesiones casi desde los inicios y en el siglo XV, por ejemplo, el obispo de Sigüenza Pedro de Luján llegaría a prohibir que los niños cristianos «bebieran leche de mora».

Muy apreciadas en la época eran también las parteras moras, con conocimientos a caballo entre el saber médico, la magia y la superstición.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XV, debido a la creciente intolerancia cristiana frente al islam, su trabajo irá siendo perseguido, prohibido y castigado con hasta cien azotes. Curiosamente, casi siempre se les permitió sin embargo atender a cristianas «en las dolencias de las mujeres».

Es más que probable que muchas trabajaran también ayudando a los hombres en «oficios de moros» como la construcción o carpintería.

Mujeres trabajando, techumbre de la Catedral de Teruel, obra mudéjar (finales del s.XIII).

Además de las conductas y prohibiciones impuestas desde el exterior, la comunidad musulmana también regulaba internamente la vida de las mujeres. Ejemplos como el texto en castellano aljamiado «Breviario Sunní», del conocido alfaquí segoviano Iça de Yebir, alcalde mayor de los moros de Castilla, escrito en Segovia en 1462 (conocido también por ello como “Kitab Segobiano”) supeditan la mujer a la figura del varón, sea padre o marido.

«La muger tiene obligación de serbir a su marido de la puerta adentro de su cassa y guisarle de comer y amasar y criar sus hijos y hijas de entrambos dos y en la cama».

Sin embargo, siempre existieron también figuras de cierta resistencia y liderazgo femenino. Cabe destacar la participación activa de las mujeres en tareas de socialización de la comunidad musulmana, como circuncisiones, bodas y convites de dote o entierros, así como los casos de musulmanas que recibían el tratamiento de doña, cuando eran únicas herederas o viudas que se erigían como cabezas de familia.

En este sentido, resulta también especialmente reseñable el papel de determinadas mujeres musulmanas en los tiempos ya tardíos del islam oculto, el del siglo XVI morisco, último reducto y heredero del largo, rico y fecundo proceso histórico que supuso el islam peninsular. 

Una vez desaparecidos tanto el reino nazarí de Granada (1492) como el islam de los diferentes reinos cristianos, tras los decretos de expulsión de moros de 1497 (Portugal), 1502 (Castilla), 1515 (Navarra) y 1525 (Aragón), surgió una realidad, la del “criptoislam”, en la que grupos de los descendientes de los últimos musulmanes peninsulares, tras los bautismos forzados, bajo la apariencia de su recién adoptado catolicismo y bajo nombres cristianos, siguieron practicando y difundiendo la religión islámica, oculta y clandestinamente, para evitar a la Inquisición.

En 1533 se celebró una reunión secreta en Zaragoza, que juntó a numerosos alfaquíes y hombres sabios de Castilla y Aragón, para discutir y elaborar una estrategia de supervivencia, frente a las dificultades que los nuevos tiempos imponían a la comunidad musulmana. Entre otras cosas, se encargó a un joven castellano, Gutierre Velázquez, de Arévalo (Ávila), la elaboración de un libro que recogiera los principales mandamientos, principios y normas que debe seguir un musulmán para actuar conforme a su fe, y que pudiera servir de guía o referencia para distribuir entre las diferentes comunidades. Y lo escribió, en aljamía (romance con caracteres árabes), y se conoce como Tafsira (Tratado). Lo firmó bajo pseudónimo, el Mancebo de Arévalo, para ocultar su identidad. Este autor escribió también otros dos libros, Breve compendio de nuestra Santa Ley y Sunna y Sumario de la relación y ejercicio espiritual, igualmente en romance aljamiado. Se le puede incluir, pues, entre los destacados intelectuales del islam peninsular y, al tiempo, por qué no, entre los autores religiosos castellanos de nuestro Siglo de Oro.

Tafsira, del Mancebo de Arévalo, s. XVI (mss. RESC/62 © CSIC, CCHS, Biblioteca Tomás Navarro Tomás).

Pero lo más interesante para el caso que nos ocupa ahora es que el Mancebo no se limitó a escribir en sus obras normas y principios doctrinales, sino que narró también en ellas, especialmente en la Tafsira, sus viajes por toda España para buscar, localizar y entrevistar a personas que hubieran vivido en su plenitud los tiempos del islam permitido, y que le pudieran informar y asesorar correctamente a la hora de escribir un tratado islámico, conforme a la escuela malikí.

De entre todas estas personas destaca en sus escritos a cuatro, todas ancianas ya, y entre ellas nos encontramos dos mujeres: la Mora de Úbeda y Nuzzayṭa Calderán, la una granadina y la otra seguramente castellana, por los lugares por donde se mueve.

Su gran referencia fue la Mora de Úbeda, a quien llegó parece que por indicación de Nuzzayṭa. Vivía en Granada, junto a la Puerta de Elvira, y hasta allí se fue a conocerla, buscando su sabiduría. Esta había sido notoria en tiempos de los últimos nazaríes, y se la destacaba como gran comentarista del Corán. Era una anciana ya nonagenaria, inmensa de cuerpo, tanto que nuestro joven escritor no pudo dejar de reflejarlo hiperbólicamente en la Tafisra. Pero lo trascendente es que refleja perfectamente que esta vieja mujer, a pesar de sus años y sus limitaciones físicas —ya no salía de su casa—, seguía siendo un referente para los musulmanes —ahora con la apariencia de cristianos nuevos— que querían conocer y no perder las esencias de la doctrina islámica, y acudían a ella en busca de consejo.

Nuzzayṭa, citada en las tres obras conocidas del Mancebo, era “maga” (quizá astróloga) y partera, y parece vivir en Huerta del Almirante (Cuenca), aunque se mueve constantemente por otras ciudades castellanas (Ávila, Segovia), y ha recorrido también Berbería y puede que haya ido a La Meca. Es un personaje a quien el Mancebo se encuentra varias veces por los caminos y ciudades (quizá los dos recorriéndolos bajo la apariencia de sus oficios —partera y arriero, respectivamente— pero permitiéndonos suponer su verdadera labor de proselitismo en sus constantes idas y venidas). También tiene con ella un encuentro más largo, de nueve días, en San Clemente (Cuenca), donde ocultos en un mesón, debaten, discuten y Gutierre recibe formación. La mujer le instruye especialmente en la lectura del Corán.

Calle Empedrada, Ávila (antigua morería), en la actualidad.

Así pues, podemos ver cómo en el primer tercio del siglo XVI, la memoria del islam peninsular seguía viva en la cabeza de ciertas personas, entre ellas estas mujeres, que se convirtieron en referencia para aquellos que, a pesar del avance del proceso de aculturación cristiana, de la clandestinidad y de la Inquisición, quisieron mantener viva en los nuevos tiempos de la Monarquía Hispánica, una religión y una cultura que había arraigado tan profundamente en la Península Ibérica, pero que ya por entonces tenía los días contados. 

Nuzzayṭa Calderán y la Mora de Úbeda se complementan: aquella representa la religiosidad popular y esta la doctrinal. Gracias al Mancebo de Arévalo las conocemos y las podemos sacar del anonimato (habría más como ellas). Por ello, por su papel de transmisoras y herederas del saber islámico, deben destacarse entre los nombres relevantes que la Península Ibérica ha dado al Islam. Y también, para nuestro caso, por su importancia para el islam castellano del siglo XVI.


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