La peste del siglo XIV en al-Andalus

Ante el trágico espectáculo de la destrucción humana masiva causada por la peste, la sociedad musulmana respondió. En medio de circunstancias aterradoras, la población se organizó en súplicas comunales para aliviar la aflicción, y se organizaron servicios funerarios a gran escala, así como procesiones a los cementerios. Asimismo, los intelectuales intentaron buscar respuestas para esta pandemia que abarcaban —e intentaban compaginar— desde explicaciones de carácter científico a otras basadas en la tradición y las creencias religiosas.


Javier Albarrán y Maribel Fierro
RomanIslam (Universidad de Hamburgo) e ILC-CSIC


Canon de Medicina de Avicena. Wikimedia Commons.

La Peste Negra. Geografía y cronología

La aparición y globalización de la COVID-19 ha hecho recordar a muchos historiadores, en una búsqueda de paralelismos en las consecuencias sociales y económicas de la enfermedad, que a mediados del siglo XIV una devastadora pandemia de peste (ṭā‘ūn en las fuentes árabes), conocida en la historia europea como “la Peste Negra”, se extendió sobre el continente euroasiático. Aunque es imposible conocer con precisión el daño demográfico causado por la enfermedad, la tasa de mortalidad fue realmente extraordinaria. Asimismo, en Oriente Medio esta epidemia dio lugar a una serie de ciclos recurrentes de peste que diezmaron sustancialmente la población del lugar.

Las fuentes contemporáneas árabes y latinas nos hablan de la existencia de las tres formas principales de peste (bubónica, neumónica y septicémica) en estas regiones. En cualquier comparación histórica del papel de la pandemia en las sociedades musulmanas y cristianas, por lo tanto, podemos asumir como una constante la naturaleza médica de la enfermedad. Además, casi todos los galenos medievales creían que su causa inmediata era un miasma, un efluvio, pestilente. Esta creencia fue ampliamente aceptada en ambas sociedades debido, principalmente, a su confianza común en la teoría de las epidemias propuesta por Hipócrates (m. c. 370 a.C.) y desarrollada por Galeno (m. c. 216) y por el persa Avicena (m. 428/1037), las mayores autoridades en medicina en el siglo XIV. Por lo tanto, en los tratados de peste orientales y occidentales se pueden encontrar consejos similares para mejorar o cambiar el aire en una comunidad afectada.

La Peste Negra se originó, casi con certeza, en la estepa asiática. Desde allí, la pandemia se extendió hacia el sur y al oeste: descendió sobre China e India, y se trasladó hacia el oeste a las tierras del kanato de Kara-Kitai, Uzbekistán, Transoxiana, Persia y, finalmente, a Crimea y al mundo mediterráneo. A finales de 1346, se sabía, al menos en los principales puertos marítimos del Mediterráneo, que una peste sin precedentes estaba arrasando el Oriente.

Difusión de la peste del siglo XIV. Wikimedia Commons.

Al-Maqrīzī (m. 845/1442), el famoso historiador egipcio del sultanato mameluco, escribió el relato más importante de la Peste Negra en Oriente Medio. En su descripción sobre los orígenes de la pandemia, nos cuenta que antes de que la enfermedad llegara a Egipto había comenzado en las tierras del Gran Kan, un lugar a seis meses de viaje —dice— desde la ciudad persa de Tabriz. Es decir, presumiblemente Mongolia y el norte de China. Asimismo, dos fuentes andalusíes, independientes de los relatos orientales, expresan opiniones similares. Ibn Jātima, quien escribió un tratado sobre la peste en Almería en el año 1349, afirma que aprendió de los comerciantes cristianos que la peste había comenzado en la tierra de los Kitai, que interpretó como China. Desde allí, se había extendido a las regiones habitadas por los turcos y a Iraq y, particularmente, a Crimea, a Pera (el asentamiento de la comunidad extranjera a las afueras de Constantinopla) y a la propia capital bizantina. Ibn al-Jaṭīb, el segundo autor andalusí, comenta que la pandemia comenzó en la tierra de Kitai y Sind (el valle del Indo) en 1333-1334.

Lo más probable es que la peste llegará desde la estepa asiática al Cáucaso, y desde allí se difundiese hacia el sur, por donde el itinerario que llevaba desde el Mar Negro a los mercados asiáticos servía como la principal arteria del comercio internacional en los siglos XIII y XIV. Así, la peste se extendió por todo el dominio de la Horda de Oro, que abarcaba esta travesía comercial. En este sentido, el sirio Ibn al-Wardī (m. 749/1349), por ejemplo, reunió su información sobre el curso de la Peste Negra de los mercaderes musulmanes que regresaban de Crimea a Siria. Los comerciantes le relataron que la epidemia se desencadenó en octubre-noviembre de 1346 en la tierra de los uzbekos, la Horda de Oro, y vació sus aldeas y pueblos. Luego se extendió a Crimea y Bizancio. Asimismo, un cadí de Crimea, probablemente de Kaffa (Feodosia), le dijo haber contado a los muertos que fueron golpeados por la peste, y el número conocido por ellos era de 85.000. Por lo tanto, el relato de Ibn al-Wardī coincide con la narrativa europea estándar para la difusión hacia el oeste de la pandemia a través de Crimea.

Fortaleza genovesa de Feodosia. Wikimedia Commons.

Y es precisamente de la fábrica genovesa en Kaffa —a través de Constantinopla— que los estudiosos occidentales han rastreado la transmisión de la Peste Negra a Europa. La pandemia llegó a Sicilia a principios de octubre de 1347. Según Miguel de Piazza, un cronista franciscano, fue llevada por doce galeras genovesas, probablemente de Crimea o Constantinopla, al puerto de Messina, y se irradió hacia el resto de la isla. Así, siguiendo las principales rutas comerciales, la Peste Negra se extendió al norte de África a través de Túnez, a Córcega y Cerdeña, a Baleares, Almería, Valencia y Barcelona, y al sur de Italia.

Esos mismos comerciantes italianos que inicialmente habrían traído la Peste Negra, junto con los lujos del Lejano Oriente, a Sicilia y a los puertos costeros de Italia, también llevaron la enfermedad al Mediterráneo oriental, ya que no sólo transportaban mercancías similares a Oriente Medio, sino que fueron especialmente útiles en el valioso comercio de esclavos desde la Horda de Oro hasta el Egipto mameluco.

Así, al-Maqrīzī nos informa que la peste llegó a Egipto a principios del otoño de 1347, casi al mismo tiempo que llegó a Sicilia. En cualquier caso, es evidente que la peste se extendió entre las flotas mercantes del Mediterráneo oriental y fue llevada de un puerto a otro. En al-Andalus, Ibn al-Jaṭīb reconoció el hecho de que la epidemia coincidió con la llegada de comerciantes y bienes contaminados de tierras extranjeras donde la peste estaba en su apogeo.

Ibn Jātima relata que la peste llegó a Almería a comienzos de junio de 1348, y duró todo el verano y el invierno. Sabemos que en ese mismo año estaba ya en Granada, ya que Ibn al-Jaṭīb fue nombrado secretario jefe del sultán Yūsuf I cuando su predecesor murió por culpa de la enfermedad. Y desde allí, y otras ciudades portuarias, se extendió al resto de al-Andalus y la península Ibérica. Para cuando Ibn Jātima escribió su tratado sobre la peste, había alcanzado la mayor parte de Castilla. Un interesante ejemplo es el del asedio de Gibraltar por parte de las tropas de Alfonso XI en 1349. La peste afligió al ejército islámico, y se dice que los musulmanes estaban tan profundamente perturbados por su sufrimiento mientras que el ejército cristiano no se veía afectado, que muchos de ellos pensaron seriamente en cambiar de fe. Sin embargo, la Peste Negra pronto se extendió también de manera desastrosa entre las tropas castellanas, hasta el punto de que el propio rey Alfonso moriría a causa de la pandemia el 26 de marzo de 1350.

Alfonso XI en una miniatura medieval de las Crónicas de Jean Froissart (c. 1410.) Wikimedia Commons.

¿Es la peste contagiosa? 

La epidemia de peste que azotó entre otras regiones la Granada nazarí fue interpretada por algunos en clave religiosa, como una adversidad mandada por Dios a los creyentes. Muchos de estos reaccionaron con plegarias, actos de penitencia y recurriendo a talismanes y amuletos protectores. En su estudio de referencia sobre la Peste Negra en el mundo islámico medieval, Michael Dols enumeró tres principios básicos que articulaban la actitud prevalente desde el punto de vista religioso y teológico: 

  • Los musulmanes no debían huir de un territorio afectado por la peste y tampoco entrar en él, siendo esta la doctrina recogida en la Tradición del Profeta y seguida por las primeras generaciones, de acuerdo con una serie de hadices (tradiciones).
  • Los que fallecían por causa de la peste eran considerados mártires, pues tal fallecimiento debía ser entendido como una misericordia por parte de Dios (o como un castigo si se trataba de un infiel). Detrás de esta creencia había también una tradición del Profeta recogida por al-Bujārī (m. 256/870).
  • La idea de contagio debía ser rechazada y ahí de nuevo algunos textos de la Tradición del Profeta marcaban el sentido de la creencia mayoritaria.

Tres tratados sobre la peste en al-Andalus: Ibn al-Jaṭīb, Ibn Jātima y al-Šaqūrī

Uno de los autores nazaríes que escribieron sobre la peste en aquel momento lo hizo para defender precisamente la idea del contagio. Se trata del ya mencionado Ibn al-Jaṭīb al-Salmānī (713/1313-776/1374), autor un tratado titulado Muqni’at al-sā’il ‘an al-maraḍ al-hā’il (‘El que convence a quien inquiere sobre la terrible enfermedad’). La obra se conserva en dos manuscritos. Uno de ellos está actualmente en la Biblioteca de El Escorial e incluye otros dos tratados contra la peste escritos por contemporáneos de Ibn al-Jaṭīb, Ibn Jātima y al-Šaqūrī, de quienes hablaremos luego. Hay varias ediciones de esta obra, siendo muchos los investigadores que han escrito sobre su contenido, entre ellos recientemente Justin Stearns y Mohammed Melhaoui. 

Ibn al-Jaṭīb adoptó en su obra el punto de vista de la medicina de raíz griega y desarrollada en el mundo arabo-islámico por pensadores como Avicena (m. 428/1037). Ibn al-Jaṭīb era un sabio polifacético formado en las ciencias religiosas, en las bellas letras y en las ciencias ‘de los antiguos’ (es decir, procedentes de la tradición griega y helenística) como la medicina. Además, estuvo directamente implicado en la vida política de la Granada nazarí como visir y secretario. La formación adquirida, sus dotes intelectuales y su práctica política le daban una visión amplia que le permitía ver al tiempo el mismo problema desde distintos ángulos. Para él no cabía duda alguna de que la evidencia empírica probaba la existencia del contagio. Uno de los argumentos al respecto era que los que habían estado aislados en una prisión o los árabes nómadas del Norte de África que vivían lejos de las ciudades hasta donde había llegado la peste no se habían visto afectados por ella. Ibn al-Jaṭīb reconocía la existencia de textos religiosos que parecían negar la existencia del contagio si eran tomados al pie de la letra. Argumentó, sin embargo, que, dado que se contradecían con lo que daba a entender la observación directa, ello era una prueba de que había que interpretarlos en el sentido indicado por la evidencia empírica. Añadía que también había textos religiosos que concordaban con esa evidencia, como un dicho del Profeta en el que éste había afirmado que a los animales enfermos no había que darles de beber junto con los sanos, así como una tradición que mostraba a los Compañeros del Profeta huyendo de la peste en Siria. En último término, lo importante era salvar las vidas de los musulmanes. Por ello, a los juristas que habían emitido opiniones legales (fetuas) negando la existencia del contagio se les podía acusar de estar declarando lícito que la gente cometiese suicidio si seguían sus recomendaciones (porque al no tomar las medidas necesarias para no enfermar acabarían muriendo), siendo así que el Corán (versículo 2: 195) advertía a los creyentes que no debían contribuir a su destrucción con sus propias manos. De esta forma, Ibn al-Jaṭīb reforzaba los argumentos científicos con el religioso. Concluía que se imponía por todo ello la necesidad de lo que ahora llamaríamos ‘distanciamiento social’, así como el abandonar temporalmente las regiones en las que se había detectado la peste. Eran el contacto con los infectados en los funerales o con sus ropas y objetos, el hacinamiento y la ignorancia de cómo actuar correctamente los que había disparado la transmisión de la enfermedad.

El segundo autor que escribió sobre la peste fue el almeriense Ibn Jātima al-Anṣārī (m. 770/1369), del que también hemos hablado, autor de Taḥṣīl garaḍ al-qāṣid fī tafṣīl al-maraḍ al-wāfid (‘Consecución del objetivo del que busca información sobre la enfermedad que sobreviene’), tratado que ha sido recientemente editado por Suzanne Gigandet (Damasco, 2010) y del que hay traducción española por Luisa Maria Arvide Cambra (Berlín, 2014-2017). El enfoque de Ibn Jātima fue centrarse en la clasificación léxica y médica de la peste y en el tratamiento de la misma, insistiendo en la necesidad de una higiene cuidadosa y constante. No se opone explícitamente a la negación del contagio presente en textos religiosos y delicada —como vamos a ver— desde el punto de vista teológico, pero afirma su transmisibilidad, diciendo que él ha podido personalmente observar cómo la mayor parte de quienes trabajaban en el mercado de la ropa vieja en Almería, traficando con la ropa y los enseres de los muertos, fallecieron.

También hubo ulemas norteafricanos que creían que la peste se transmitía entre los seres humanos, como fue el caso de Abū al-Ḥasan Muḥammad b. ‘Abd Allāh b. Abī Madyan, de Salé, quien se aisló de los demás mientras duró la epidemia. El tercer autor andalusí que escribió sobre la peste fue Abū ‘Abd Allāh Muḥammad b. ‘Alī al-Šaqūrī (m. después 749/1348), autor de al-Naṣīḥa (‘El Consejo’), obra también editada. No se ocupa del tema del contagio y hace una encendida defensa de la medicina afirmando que bajo ningún concepto debe ser vista como opuesta a la voluntad de Dios, siendo por el contrario una bendición y misericordia procedentes de Él. Insiste en que los médicos son los únicos capacitados para recetar los tratamientos correctos. Su mayor preocupación es la purificación del aire, pues la peste está ligada a su corrupción.


Dos casos curiosos que nos son familiares en tiempos de Covid-19:

Limitación de encuentros públicos:

«Según información de Ibn ‘Iḏārī en su al-Bayān al-mugrib, el califa almohade Abū Ya‘qūb Yūsuf (r. 1163-1184), a raíz de la epidemia de 1175, decidió que temporalmente no se harían las oraciones por los muertos en la mezquita del viernes de Marrakech ni en el resto de las mezquitas».

Transmisión en reuniones familiares:

«El 21 de noviembre de 1364 se celebró el matrimonio entre el emir hafsí de Túnez Abū Isḥāq Ibrāhīm al-Mustanṣir bi-llāh (r. 1350-69) y la hija del šayj Ibn Tāfrāyīn. Ibn Marzūq había redactado el contrato e Ibn ʿArafa lo leyó en voz alta. La dote fue de doce mil dinares de oro y dos mil treinta sirvientas. La boda se celebró con gran pompa y se dio de comer a un gran número de personas. Ese mismo día, Ibn Tāfrāyīn se contagió de la peste y murió en el mes de diciembre».

Sebastién Garnier, “Ibn Tāfrājīn”, Encyclopaedia of Islam 3.


El punto de vista de un jurista: Abū Sa‘īd b. Lubb

Un jurista contemporáneo de los autores anteriormente mencionados, Abū Sa‘īd b. Lubb (701/1301-782/1381), defendió de manera contundente la creencia tradicional de que el Profeta había afirmado que el contagio no existía  (lā ‘adwā) y que por tanto de nada servía evitar el contacto con los enfermos y huir de los lugares en los que se había propagado la peste. Detrás de la postura de Ibn Lubb está su adscripción a la escuela teológica ašʽarí y más en concreto al argumento del ocasionalismo, según el cual Dios es la Causa detrás de cada acción o suceso y no se puede admitir la existencia de causas secundarias. Afirmar que la peste pudiera estar causada por algo que no fuera Dios supondría limitar su Omnipotencia. Pero a Ibn Lubb también le preocupaba la responsabilidad ética de la comunidad con respecto a los enfermos, a los que había que atender, así como con respecto a los muertos a quienes había que dar sepultura de acuerdo con los ritos islámicos (lavar el cadáver, amortajarlo de manera adecuada y enterrarlo). Los creyentes no debían huir de los lugares a donde había llegado la plaga dejando indefensos a los que habían sido afectados por ella. Hacerlo era una especie de deserción que rompía los lazos de afecto y cuidado mutuo, además de privar a los que así actuaban de la posibilidad de alcanzar la recompensa del martirio. Abū Sa‘īd b. Lubb expresó su postura en opiniones legales (fetuas). Es muy probable que cuando Ibn al-Jaṭīb critica a los juristas que se oponen a la idea del contagio tuviera en mente a Abū Sa‘īd b. Lubb y a otros ulemas como él tanto en Granada como en el Norte de Africa. Para Ibn al-Jaṭīb con su postura contribuían a que la enfermedad se propagase y por tanto a aumentar el número de muertos. Compara por ello sus fetuas a las espadas de los azraquíes, aquellos jāriŷíes de los comienzos del islam que se hicieron famosos por su violencia contra los que no opinaban como ellos justificando la licitud de darles muerte.

Ilustración de un manuscrito árabe del De materia medica de Dioscórides. Wikimedia Commons.

Consecuencias

La documentación muestra que, en la mayor parte del mundo islámico, la peste ocurrió en ciclos, como en Europa. Pero a diferencia de la experiencia europea, las recurrencias cíclicas tuvieron un efecto mucho más dañino en la población, un efecto acumulativo mucho mayor. La consecuencia inmediata de la pandemia fue la despoblación rural y urbana, cuestión, por ejemplo, registrada por los historiadores egipcios. Si bien las crónicas medievales no satisfacen nuestra curiosidad acerca de las cifras exactas de mortalidad, documentan indiscutiblemente una disminución significativa en la población general.

Ante el trágico espectáculo de la destrucción humana masiva causada por la peste, la sociedad musulmana respondió. Estamos particularmente bien informados sobre la actividad urbana durante la pandemia porque la mayoría de los cronistas, como Ibn al-Wardī, quien falleció en Alepo a causa de la enfermedad, eran residentes en las ciudades afectadas por la peste. En medio de circunstancias aterradoras, la población se organizó en súplicas comunales para aliviar la aflicción, y se organizaron servicios funerarios a gran escala, así como procesiones a los cementerios.

Para los supervivientes, la Peste Negra influyó en las condiciones de la vida diaria en cuestiones como los precios de los productos básicos y el nivel de ingresos. Es especialmente en esta esfera económica, en materias como el valor de la tierra o el volumen de comercio, donde podemos discernir el declive demográfico. A excepción de los trabajadores urbanos, la evidencia económica, por ejemplo, del último período mameluco, indica una marcada disminución en el ingreso per cápita, junto con una depresión económica general.

En relación a la demografía y su distribución, la peste aceleró un patrón de despoblación rural que fue perceptible para los historiadores árabes en el siglo y medio siguiente. Parece, por tanto, que hubo una huida del campo a las principales ciudades. Por otro lado, tuvo lugar también una evacuación, al menos temporal, de los núcleos urbanos. Sin embargo, a pesar de los enormes problemas creados por la pandemia, no hay evidencia que sugiera que la maquinaria socio-política y de gobierno dejase de funcionar por completo en las ciudades más importantes, como Damasco, El Cairo, Alejandría o Granada. Las narraciones históricas que relatan los intentos de los diferentes gobiernos de contabilizar a los muertos, ya sea en las mezquitas o en las puertas de la ciudad, sugieren el mantenimiento de la organización urbana. De hecho, tales actividades son ejemplos excepcionales en la vida urbana musulmana de lo que podría llamarse organización “municipal”. Asimismo, las ceremonias religiosas populares son igualmente indicativas de esta actividad.


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