En ocasiones adoptamos una actitud muy cómoda ante la información que recibimos: si concuerda con lo que ya creemos, la aceptamos; pero si contradice nuestras creencias, entonces la rechazamos. Esta actitud es irracional y mortal para la ciencia.
Fernando Bravo López
Universidad Autónoma de Madrid
«Todo lo que les he contado es mentira».
Así solía acabar sus clases nuestro profesor de Historia de España de 3º de BUP, allá por el año 1993.
Yo, al principio, me lo tomaba a guasa. Pensaba que bromeaba, que nos tomaba el pelo. Lo veía salir de clase soltando esa frase con cara de satisfacción y pensaba: “qué cachondo”. No quería creer que verdaderamente nos estuviera mintiendo. Al fin y al cabo, todo el sentido de ir al instituto, de aguantar lo que teníamos que aguantar, era aprender cosas que eran verdad, ¿no? Habíamos crecido aceptando el presupuesto indiscutible de que los profesores siempre nos enseñaban cosas verdaderas que nos servirían a lo largo de toda nuestra vida. Así que un profesor que deliberadamente nos contaba mentiras era como volver el mundo del revés: ¡un atentado contra el principio básico sobre el que se asentaba todo el tinglado de nuestra educación! No era posible, nos tomaba el pelo.
Pero conforme pasaba el tiempo y seguía repitiendo la misma frase, empecé a pensar que quizás quería decirnos algo, que quizás no fuera una guasa simplemente. ¿Sería verdad que nos mentía? Pero el caso es que seguíamos un manual homologado, del cual nuestro profesor apenas se apartaba, si no era para contar alguna anécdota curiosa. Así que, si él nos mentía, ¿entonces también era mentira todo lo que contaba el manual? Era preciso salir de dudas y preguntárselo directamente.
Creo recordar que no fui yo, sino un compañero que debía estar tan preocupado como yo, el que le preguntó: “¿por qué nos dice siempre que es mentira lo que nos cuenta?”. Pero no sirvió de mucho: él nos miró con una sonrisa intrigante y salió de clase. Así que tendríamos que descubrir la verdad por nosotros mismos. ¿Pero cómo hacerlo?
Obviamente, la única forma que estaba en nuestra mano para poder averiguar la verdad era comparar nuestros apuntes y el manual con otros libros de Historia de España. Por suerte, mi madre había estado preparando oposiciones de magisterio durante muchos años y conservaba un manual de Historia de España que podía consultar. Comparé los textos y no hallé demasiada diferencia. Pero esto no me sacó de dudas: ¡el manual de mi madre también podía contar las mismas mentiras que mi manual! De hecho, si un manual mentía, era necesario que, para pasar desapercibido, ¡todos los manuales contaran las mismas mentiras! Pero, para ello, todos los libros de Historia tenían que hacer lo mismo, y todos los historiadores del mundo tenían que estar en el ajo, ¡estábamos ante una vastísima conspiración!
Llegados a este punto me paré a pensar: ¿qué era más probable? ¿Que mi profesor nos tomara el pelo o que el mundo entero estuviera confabulado para ocultar la verdad de la Historia? Así fue como me di cuenta de mi ingenuidad y reconocí la verdad: mi profesor era un guasón. ¿O no? Porque quizás lo que él quería es que, precisamente, nos hiciéramos el tipo de preguntas que yo me hice, que dudásemos de lo que él nos contaba y comprobásemos sus afirmaciones antes de aceptarlas. Empecé a considerar esta última opción como la verdadera y comencé a ver a mi profesor de otra manera. Nos habían enseñado a memorizar, a aceptar acríticamente todo lo que nos decían en clase. Ahora él nos estaba invitando a pensar críticamente.
En ocasiones adoptamos una actitud muy cómoda ante la información que recibimos: no nos molestamos en comprobarla; si concuerda con lo que ya creemos, la aceptamos; pero si contradice nuestras creencias, entonces la rechazamos; y si proviene de una autoridad a la que respetamos, no la discutimos. Pero esta actitud, comprensible y hasta inevitable en muchas ocasiones, es irracional y mortal para la ciencia. Si hay algo que diferencia a la ciencia de otras formas de conocimiento es que no espera que se crean ciegamente sus afirmaciones, más bien al contrario. Cualquier científico sabe que toda afirmación que haga será inmediatamente comprobada por los demás científicos, que pondrán todo su esmero en dilucidar si esas afirmaciones tienen alguna base o no. La Historia no es distinta en esto: todo lo que un historiador afirma debe ser verificable, o debe deducirse lógicamente a partir de hechos verificables. Si no es así, sus afirmaciones no pasarán de ser meras especulaciones, cuando no puras invenciones, y así serán tratadas por el resto de historiadores. Usted debería hacer lo mismo.
Que un hecho sea verificable no significa que el hecho en cuestión refleje la realidad del pasado, la verdad de lo que sucedió, sino que cualquier observador independiente puede constatar su existencia. Esta es una diferencia fundamental que a veces suele confundirse. Por ejemplo, si yo les digo que los Reyes Católicos, cuando firmaron la entrega de la ciudad de Granada, el 25 de noviembre de 1491, se comprometieron a que ellos y sus descendientes, “para siempre jamás”, respetarían a los musulmanes granadinos en su fe, bienes y costumbres, usted no tiene por qué creerme. Yo no se lo digo apelando a su credulidad. De hecho, usted podría comprobar muy fácilmente si digo la verdad o no. Le bastaría con leer el texto de las capitulaciones en alguna de las ediciones modernas, por ejemplo la de Francisco Fernández y González, de 1867 (anexo 86, p. 421 y ss.). Pero si aun así usted no se convence, si piensa que el editor pudo alterar el texto original, puede acudir al documento mismo, que fue firmado por los reyes y se conserva en el Archivo General de Simancas. Hoy día, incluso puede consultarlo en PARES sin moverse de su casa.
Ese documento es un hecho cuya realidad cualquier observador independiente puede verificar. Su existencia misma es un dato objetivo: independientemente de si usted o yo creemos en su existencia, el documento está ahí —o, al menos, eso deberíamos pensar mientras no vivamos en Matrix—. Como un hecho objetivo, el documento en sí mismo puede ser estudiado —por ejemplo, el lenguaje que emplea, las ideas que transmite, etc.—. Sin embargo, determinar qué dice exactamente, cómo debe interpretarse, no resulta tan sencillo. Como los diplomáticos encargados de establecer tratados internacionales saben, hay que hilar muy muy fino para llegar a redactar un texto común que ninguna de las partes, llegado el caso, pueda interpretar de forma interesada y contraria a los intereses de la otra parte. Y aún así… Aunque usted aceptara que el documento efectivamente existe, que es un hecho verificable, podría pensar que yo lo he malinterpretado y que significa algo diferente de lo que yo pienso que significa. Aquí estaríamos de acuerdo en los hechos, pero discreparíamos en cuanto a su interpretación. Algo habríamos avanzando, sin embargo: al menos compartiríamos una base común factual a partir de la cual discutir. Esto sucede todos los días entre los historiadores.
Para la interpretación correcta de un documento no hay criterio objetivo que valga. Sólo tenemos a nuestra disposición las herramientas de la lógica, y a partir de ellas podemos determinar —como punto de partida al menos— lo que de ningún modo dice el texto. Porque, a pesar de las pretensiones de interpretación infinita que defienden algunos filósofos, lo cierto es que podemos determinar claramente, para empezar, que ese documento de los Reyes Católicos no es, de ninguna manera, una lista de la compra. A este asunto tan enmarañado de las interpretaciones le dedicaremos un artículo próximamente, así que lo dejaremos aquí, de momento.
Que ese documento existe, decimos, es un hecho objetivo de la realidad, siempre que partamos de la idea aceptada de que usted que lee esto, y yo que lo escribo, existimos de manera independiente y no somos producto de la imaginación de un gigante rojo habitante del planeta Bong. Si no partimos de ahí, mejor dejarlo, porque entonces nada de esto que le cuento tiene sentido. Pero supongamos que es así y que no somos imaginaciones de un gigante inquieto. En tal caso, aunque el documento existe y él mismo puede ser estudiado como un hecho del pasado, también es cierto que puede ser utilizado como un testimonio acerca de otros hechos del pasado. En este caso, cabe preguntarse, ¿es el texto en cuestión un testimonio fiel de lo que sucedió en noviembre de 1491 en Granada? ¿Podemos determinar de una vez y para siempre que eso fue lo que pasó? ¿Que los reyes llegaron a ese pacto exactamente? ¿Que ese documento refleja la verdad del pasado?
Aquí muchos historiadores le dirán que sí: que la verdad —algunos usarán la uve mayúscula— es ésa y punto final, asunto zanjado, no hay más que hablar. Algunos historiadores tienen las ideas muy claras: piensen por un momento en la cantidad de libros de Historia que se presentan como “la obra definitiva” sobre un asunto determinado. Pretenden así que la cuestión está cerrada, que ellos han alcanzado la verdad suprema y que los demás historiadores harían bien dedicándose a otro tema, porque nada más podrán aportar sobre ése. Por suerte, nada de eso es cierto. Ningún tema está cerrado. Nunca. Todos se pueden volver a revisar, a mirar con otros ojos, a ser reinterpretados. Incluso cuando un documento parece cerrar de manera tan clara las posibilidades, como lo hace ése de los Reyes Católicos, no hay que obviar, desde luego, la posibilidad de nuevas interpretaciones que nos hagan ver el texto de otra manera; o incluso la posibilidad, al menos teórica, de que en un futuro pueda llegar a aparecer otro documento que ponga en duda las verdades que tan sólidas nos parecen ahora.
Imaginen por un momento que dentro de veinte años aparece en un archivo, en un legajo desatendido hasta entonces, una copia diferente del mencionado tratado, firmado de su puño y letra por los interesados, pero que hiciera una relación de condiciones totalmente diferente. Si se encontrara un documento como ése, ¿qué diríamos de nuestra verdad con mayúsculas? Se impondría la necesidad de revisar toda nuestra comprensión de la entrega de Granada, de reescribir la Historia; sí, pero se haría, otra vez, a partir de un hecho objetivo: ese nuevo documento cuya existencia cualquier observador independiente podría verificar.
Es poco probable que un documento así aparezca, pero no es imposible. Así que, ¿por qué cerrar la posibilidad de antemano? Quizás nunca llegue a encontrarse ese hipotético documento, quizás no exista, pero eso nunca lo sabremos con total seguridad. Pero sí sabemos con seguridad que cada dos por tres se encuentran nuevos documentos que obligan a replantearse cuestiones, que obligan a reescribir algunos aspectos de la Historia. Así que, ¿por qué no ser más prudentes a la hora de hablar de la verdad del pasado? Dar la verdad histórica por sentada de una vez y para siempre, es, en cierto modo, matar la Historia, convertirla en una ciencia muerta.
Bien es cierto que existen hechos del pasado, tal como la entrega de Granada, que están tan bien documentados, existen sobre ellos tantos testimonios independientes y coincidentes, que hemos llegado a tener un grado de certidumbre altísimo acerca de su acaecimiento. La aparición de nueva documentación sobre ellos, si bien podría alterar en algo la comprensión del fenómeno, no podría ponerlo en duda completamente mientras la mayor parte de los testimonios disponibles no pudiera ser descartada o reinterpretada de manera radicalmente diferente. Y aún así, cuando estamos ante acontecimientos de tal importancia y trascendencia, su reconsideración requeriría la reconsideración de otros acontecimientos íntimamente relacionados con aquél, lo cual requeriría descartar o reevaluar otros testimonios; lo que a su vez requeriría reconsiderar otros acontecimientos y otros testimonios; y así indefinidamente. Por esta razón resulta tan complicado alterar el relato histórico en sus aspectos más importantes. Pero, en cualquier caso, si se hace, debe hacerse sobre una evidencia factual sólidamente establecida.
La Historia trata de descubrir la verdad de lo que sucedió en el pasado, y explicarlo, a partir de hechos objetivos. Sin esos hechos nuestro relato acerca del pasado es inverificable, pura especulación; pero esos hechos sobre los que se asienta la Historia tampoco son suficientes para conocer la verdad sobre el pasado en toda su amplitud. Lo único que podemos afirmar con rotundidad es que existen una serie de hechos verificables, objetivos. Determinar si esos hechos reflejan realmente lo que sucedió en el pasado, o no, es algo que sólo parcial y provisionalmente podemos llegar a establecer. La verdad de lo que pasó, en toda su magnitud, no podríamos llegar a saberla nunca. Sólo aquellas personas que vivieron los acontecimientos que nosotros estudiamos saben realmente lo que pasó; y a veces ni siquiera ellos se pondrían de acuerdo, no sólo en su interpretación, sino incluso en aspectos meramente factuales. Cojan varios periódicos de hoy y lean cómo reflejan una misma noticia. Verán las discrepancias, incluso entre reporteros que presenciaron los mismos hechos. Y ahora pongan 50, 100, 1.000 años de distancia y comprenderán el problema al que se enfrentan los historiadores.
Pero, a pesar de todo, los hechos son vitales. Son los que sostienen toda la empresa de la ciencia. Sin ellos más nos valdría dedicarnos a otra cosa. Los hechos son la única autoridad en la ciencia. No importa lo bien construida que esté una teoría, lo bonita que nos parezca o el apego que sintamos hacia ella. Si los hechos no la respaldan, es necesario descartarla; o, al menos, ponerla en cuarentena hasta que esos hechos estén a nuestra disposición. Establecer hechos objetivos, verificables por cualquier observador independiente, es, pues, de vital importancia para poder llegar a interpretar de manera lógica el pasado. Es una forma imperfecta de adquirir conocimiento, pero es lo mejor que tenemos.
Descubriendo datos desconocidos, pero también comprobando, verificando y reinterpretando los datos y las afirmaciones anteriores, mediante un ejercicio continuo de ensayo y error, de incansable crítica, es como la Historia avanza hacia un conocimiento más profundo del pasado, sin llegar nunca a conocerlo por completo. Sin ese reiterado ejercicio de comprobación la Historia se convertiría en una disciplina estancada, muerta.
Así que, la próxima vez que lea un libro de Historia, no se quede pensando que todo lo que le cuenta es verdad, o es mentira: no acepte o rechace sus afirmaciones sin comprobarlas antes. Tómese la molestia de ir más allá. De lo contrario, no habrá aprendido nada. Sólo se habrá reafirmado en lo que ya creía. Pero, para eso, antes debe ser exigente con los historiadores: pídales que apoyen sus afirmaciones sobre datos verificables, exija que le muestren los hechos, que en sus interpretaciones empleen la lógica con propiedad, y que, cuando ignoren algo, o simplemente especulen, sean sinceros, claros, honestos. Y, sobre todo, no piense que lo que lee es la última palabra. La Historia no está acabada, no es una ciencia muerta: siempre habrá algo nuevo que decir, algo nuevo por descubrir.
P.S.: Y, por supuesto, todo lo que les he contado es mentira.
Para ampliar:
- Carr, Edward H.: ¿Qué es la Historia?, 2ª ed., con introducción de Richard J. Evans, Barcelona, Ariel, 2003.
- Eco, Umberto: Los límites de la interpretación, Barcelona, Lumen, 1992.
- Evans, Richard J.: In defense of History, Nueva York, W.W. Norton & Co., 1999. Puede asimismo consultarse la extensa respuesta de Evans a sus críticos en “Author’s response to his critics”.
- Feynman, Richard P.: El carácter de la ley física, 2ª ed., Barcelona, Tusquets, 2005 (cap. 7; puede consultarse también el vídeo original de las Messenger lectures de la Universidad de Cornell, impartidas en 1964. El señalado capítulo del libro corresponde a la 7ª conferencia ).
- Hobsbawm, Eric J.: Sobre la historia, Barcelona, Crítica, 1998 (véase muy especialmente el capítulo primero: “Dentro y fuera de la Historia”).
- Moradiellos, Enrique: El oficio de historiador, Madrid, Siglo XXI, 1994.
- “What is History?” (2001), especial de History in Focus, publicación digital del Institute of Historical Research de la Universidad de Londres, dedicado al análisis de la Historia como disciplina de las ciencias humanas.
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