El final de al-Andalus percibido desde dentro

Desde el siglo XIV se instaló en los intelectuales nazaríes la incertidumbre en el futuro, que en los últimos años del emirato se tornó en un resignado recuerdo de las glorias pasadas


Rafael G. Peinado Santaella
Universidad de Granada


Arabesco de la Alhambra con el lema y el escudo nazaríes

El presentimiento del fin, con toda su carga de agrio pesimismo, apareció ya en el siglo XIV entre los musulmanes granadinos, pero aumentó en la centuria siguiente al calor de la decadencia política que entonces sufrió de manera crónica el emirato nazarí. Abu Yahya Muhammad b. Muhammad b. Asim, llamado por sus contemporáneos «el segundo Ibn al-Jatib», padeció en sus carnes las consecuencias de las luchas políticas, pues parece que murió degollado por orden del emir en 1453. De su libro El jardín de complacencia, que trata de la resignación a lo que decide y decreta Dios Altísimo han llegado hasta nosotros algunos pasajes donde denuncia las lisonjas cristianas que dividían el reino de forma intencionada, reafirma los principios monoteístas del islam, arremete contra el cristianismo y tacha a Jesús el Mesías de débil por impacientarse y atemorizarse ante la muerte.

Uno de sus discípulos, el Guadijeño, ya en el exilio de Tremecén, siguió a su maestro en el diagnóstico de la decadencia:

«(…) el infortunio ha azotado a aquella región que no tiene parigual en punto de hermosura, y a la que le salen pretendientes por doquier y a montones, todo lo cual ha sido causa de discrepancia entre sus arráeces y sus ricos hombres, entre sus adelantados y sus cadíes, entre sus príncipes y sus visires, porque cada cual anhelaba para sí la primacía, arrimando el ascua a su sardina, mientras que los cristianos —¡Dios Altísimo los maldiga!— se abatían sobre ellos con lealtad, con engaño y trapacería, mezclando los asuntos de Amru con los de Zayde, hasta que les ha sido posible hacerse dueños del país y enseñorearse de lo recientemente adquirido y de lo que de antiguo al patrimonio pertenecía.»

La Crónica anónima de la conquista de Granada, escrita en 1534 por otro exiliado al norte de África, parte de unos presupuestos y de un pesimismo similares, aunque los desarrolla en un relato más extenso que acaba en una elegía final muy próxima al tono y a los argumentos de tres casidas que se compusieron entre 1492 y 1501. Dicha crónica se inicia con una alabanza a la pacificación del emirato que Muley Hacén consiguió realizar en sus primeros años de reinado hasta el mes de abril de 1478. El desastre natural que entonces produjo una crecida del río Darro pareció preludiar una catástrofe política que no cesaría ya en los años inmediatos en forma de guerra civil. El anónimo cronista achaca la división a la vida disoluta del emir, que le condujo al mal gobierno y al enfrentamiento con la aristocracia. Peor aún: como el emir y su camarilla sólo aceptaron a regañadientes ir a recuperar la ciudad de Alhama, que había caído en manos castellanas a finales de febrero de 1482, la comunidad y el emir se divorciaron, ya que este trataba de contener la indignación y el ímpetu de aquella. Dos realidades contrapuestas que solo podían conducir a la sedición:

«El pueblo mostraba decisión, firmeza, coraje, verdadera determinación y corazón ardiente, mientras que el ministro no paraba de prometer a la gente que iban a entrar y a combatir, y, jurando y perjurando, les decía: «Dentro de poco los rendiremos por sed, pues estamos poniendo los medios para entrar a por ellos»; pero la incapacidad, la negligencia y la falsía del ministro fueron apareciendo poco a poco, hasta que resultaron evidentes y brillaron como el sol ante el pueblo llano y ante la nobleza, y todos pensaron mal del emir y de su ministro, y cundieron las malas palabras. Entonces el demonio de la sedición surgió entre ellos, y los hombres murmuraban unos con otros preguntándose por el engaño que se estaba haciendo a los musulmanes.»

Esta última frase es muy enjundiosa. Al contrario de lo que hicieron los cronistas castellanos con los musulmanes, nuestro cronista no demoniza al enemigo sino a los autores de las intrigas que arruinaban el Poder e introducían la división. Así, el origen de la rebeldía de los hijos de Muley Hacén fue una obra demoníaca:

«La cosa fue que unos demonios de hombres habían estado tentando a la madre y le habían hecho temer por sus hijos, a causa del carácter violento del padre, y acabaron de convencerla atizando el rencor que latía entre ella y la esclava del padre, la cristiana Zoraya. Los intrigantes no pararon de insistir hasta que la madre les permitió llevarse a los niños; ella buscó la manera de sacarlos de noche, y ellos los llevaron a Guadix, donde los habitantes de la ciudad les prestaron juramento.»

Esa misma figura vuelve a aparecer en el relato de la sublevación del Albaicín y la segunda proclamación de Boabdil:

«Luego unos demonios de hombres comenzaron a seducir a la gente, adornándoles el asunto, haciéndoles promesas y avivando en ellos el deseo de alcanzar la paz con los cristianos, hasta que un grupo de vecinos del arrabal del Albaicín —uno de los barrios de Granada— se dejó llevar por sus palabras.»

La rebeldía y la escisión eran acciones demoníacas porque eran pecado y contrariaban la ley de Dios. A mediados de octubre de 1483, los alfaquíes de Granada, en el dictamen que, tras la derrota de Lucena, pronunciaron contra Boabdil, fueron muy concluyentes desde su autoatribuida calidad de «guías del género humano» y «lámparas en las tinieblas»:

«La violación del juramento de fidelidad prestado a nuestro señor Abu l-Hasan —Dios le guarde— por parte de las gentes responsables, y el haber llevado a cabo la proclamación de su hijo, no encuentran el menor respaldo en la ley de Dios, ni tienen más calificación que la de puro y simple pecado y abandono de la obediencia debida a Dios y a su Enviado —Dios le bendiga y salve—, en razón de los muchos perjuicios que han ocasionado y que desagradan a Dios: la escisión del Islam en este país, abandonado a sus propios medios; la división de su poder, después de haber estado unido; encender el fuego de la guerra civil y, por su causa, sembrar la enemistad y el odio en los corazones de los musulmanes y corromper la concordia.»

Por una lógica inversa, la cohesión y el esfuerzo compartido eran obra de Dios y, como tal, fortalecían a la comunidad. Dos ejemplos de ello fueron la respuesta unitaria que los habitantes de la Ajarquía de Málaga dieron —«sin concurso de caballeros», añade el anónimo autor— para combatir a los cristianos que, en 1483, penetraron en aquella comarca y la victoria que de nuevo se obtuvo sobre los cristianos dos años más tarde. El auxilio y la protección divinas garantizaron igualmente los triunfos conseguidos en la Vega de Granada durante los años 1490 y 1491 o cuando se estrechaba el cerco sobre la capital del emirato. La ayuda de Dios, sin embargo, podía trascender lo espiritual y tornarse una ayuda material procedente del cielo, como por caso el cronista insinúa en el momento glorioso de la victoria obtenida por las tropas nazaríes en Moclín:

«Dice el autor —¡a quien Dios perdone!—: «Aquel mismo día, mientras volvíamos camino de Granada, me refirió un noble caballero, hombre valiente y heroico, y me dijo: Estaba yo en la avanzadilla de caballeros que íbamos persiguiendo a los cristianos y, habiéndome adelantado hasta tal lugar, encontré a los cristianos muertos, pero no vi a nadie delante de mí, ni supe quién los había matado».»

El Dios que proporciona la victoria es también, en el instante angustioso de la derrota, la razón suprema de la resignación. «¡De Dios somos y a Él hemos de volver!»: esta jaculatoria que el musulmán pronuncia en la adversidad —y que se encuentra enunciada en el Corán II, 156— se repite hasta tres veces en los momentos más difíciles de la guerra. En el relato de la conquista de Málaga, que fue el episodio más terrible de la contienda, por la duración y dureza del asedio y porque terminó con la esclavitud de los vencidos; tras la rendición del Zagal y el sometimiento de Guadix, Almería y Almuñécar; en fin, cuando las gentes de la Alpujarra acataron el dominio cristiano después de conocer la rendición de Granada.

Resignación y aceptación del Destino. El primero de los pasajes lastimeros que la Crónica anónima contiene al final de su relato termina invocando el consuelo y el remedio de Dios, cuando el Poder cristiano ordenó la conversión forzosa:

«Entonces pusieron campanas en los alminares que habían servido para la llamada a la oración e imágenes y cruces en las mezquitas donde se hacía de Dios la invocación y del Alcorán la recitación. ¡Cuántos ojos llorosos hay allí; cuántos corazones hacinos; cuántos necesitados e impedidos que no pueden emigrar ni reunirse con sus hermanos musulmanes! Sus corazones arden como fuego, sus lágrimas fluyen como caudaloso torrente, y contemplan a sus hijos e hijas que adoran las cruces y se postran ante los ídolos, que comen cerdo y animales muertos, y que beben vino que es la madre de todos los vicios y de las malas acciones. Pero no pueden prohibírselo ni impedírselo ni reprenderles por ello, pues quien tal hace se expone a graves consecuencias y es condenado a grandes tormentos. ¡Qué desgracia más amarga, qué inmensa aflicción, qué catástrofe más grande! Quiera Dios poner consuelo y remedio a su situación, ya que Él es Todopoderoso.»

Pero, un poco más abajo, en el epílogo que sigue al aplastamiento de la sublevación mudéjar, el único consuelo lo encuentra en los decretos irrevocables de Dios:

«¡Lloren por ello los que han de llorar, y que sollocen los que han de sollozar, pues somos de Dios y a Él hemos de volver! Estaba escrito en el libro [del Destino], porque lo que Dios manda es un decreto inexorable: Nadie puede oponerse a sus decretos ni revocar sus sentencias, pues Él es quien manda sobre sus siervos, el que los gobierna, el que todo lo sabe. No hay poder ni fuerza sino en Dios, alto y poderoso. Que Dios bendiga a nuestro amo y señor Mahoma, a sus familiares y a sus compañeros, y les dé cumplida salvación hasta el día del Juicio. ¡Alabado sea Dios, Señor de los Mundos!»

La fuerza irremediable del Destino y el abandono de Dios son también los argumentos de la qasida sultaniyya de al-Uqaylí. Este poeta áulico presenta a su emir destronado como «aquél a quien el tiempo oprimió con rencor», pues fue «desposeído a la fuerza de su mando», a causa de lo que considera como «un juicio de Dios, un decreto irrevocable». Una justificación que sirve para disculparle de los «reproches» de «los censores»:

«(…) pues no fuimos culpables, por mucho que diga el incordiante.

Fuimos incapaces de resistir al destino,

mas no quisimos las desgracias que trajo (…)

[dado que] El hombre, cuando Dios no le ayuda, está más perdido

que un niño que, en su orfandad, lamenta la pérdida de su madre.»

Una traición de la fortuna que le lleva a recordar las glorias guerreras del pasado:

«¡Cuántas situaciones acertadas tuvimos en el yihad,

cuando los caballos tascaban las bridas!

Y la espada teñía con el rojo de la sangre

la barba blanca y el pelo negro.

Y no verías el filo cortante de una espada sin mellar,

ni una espalda flexible sin romper.

Hasta que nos sobrevino una calamidad, no pudiendo hacer contra ella

otra cosa que proteger a los niños y a las mujeres.

(…)

Entonces nos traicionó la mala fortuna: y quien

se asienta junto a ella, ¡Oh calamidades del Destino!, ya no se levanta.

Y se volvió negro lo que (antes) era verde de vida, al atacarles enemigos

con morenas y suaves (lanzas) o con blancas y cortantes (espadas).»

La casida anónima de 1492, o Elegía andaluza como la tituló su primer editor y traductor al francés, participa del mismo tono quejumbroso, que se resume en los versos 19 a 22. El poeta individualiza su llanto en la pérdida de las ciudades más importantes del emirato, pero también por las nuevas e impuestas realidades religiosas. Siendo así que, mientras la qasida sultaniyya sólo emplea la expresión «secta de la Trinidad» para referirse a los cristianos, esta otra se vale de toda una batería de apelativos para ese propósito, que Mahmud Sobh ha amplificado en la discutible traducción que de la misma ha vertido también a la lengua francesa. La mirada al pasado consume varios versos de este poema para recordar sobre todo la valentía en la guerra al servicio de Dios, que hacía brillar los ojos de las huríes de forma esplendorosa. El anónimo poeta achaca asimismo, aunque entre interrogaciones, el desastre al Destino y a la Fatalidad. Y posponiendo toda resignación, en los versos finales hace un llamamiento a los musulmanes para que retornen a Dios mediante el arrepentimiento sincero y la práctica de sus prescripciones, entre ellas el yihad, y termina con una imploración a Dios para que vengue a los musulmanes y castigue a los infieles con el mayor de los infortunios.

La casida de 1501, dirigida al sultán Bayaceto II, mantiene el mismo tono plañidero, redobla la dureza de los calificativos dedicados a los cristianos —a quienes llama «bárbaros», «bárbaros ignorantes» y «perros cristianos, las peores de las criaturas»—, denuncia la traición de las capitulaciones de 1491 como «un acto infamante y vergonzoso», lamenta las imposiciones religiosas y se muestra particularmente crítico con los curas, con los gobernadores y con los jueces. Es muy objetivo al buscar las razones de la derrota y del pacto que le siguió, cifrándolas en la superioridad militar de los castellanos, en la falta de ayuda externa y en la disminución de víveres. Y, tras recordar las penalidades que corrieron «en la Guerra Santa» y definir su situación como propia de esclavos, explica la conversión por el miedo a morir en la hoguera y, por tanto, insincera. Sin embargo, lejos del tono combativo de la Elegía andaluza de 1492, reduce su petición al sultán otomano a que este tratara de conseguir al menos que los dejen emigrar al norte de África, «la tierra de nuestros seres queridos», para no «quedar en la descreencia».

Esta resignación a emigrar es la imagen más viva de la derrota y en la práctica fue el medio al que, hasta la rebelión de 1568, los moriscos recurrieron con mayor frecuencia, sin dejar de practicar tampoco la guerra de guerrillas como auténticos resistentes. En todo caso, el espíritu combativo que antes he ilustrado con algunas muestras literarias persistió en la lírica popular, según supo captar, en la segunda mitad del siglo XVI, un escritor castellano, Gonzalo Argote de Molina, a quien debemos la transmisión de esta —según su propia definición— «canción lastimosa» que corría entre los moriscos granadinos:

«Alhambra amorosa, lloran tus castillos

o Muley Vuabdeli, que se ven perdidos

dadme mi cauallo, y mi blanca adarga

para pelear y ganar la Alhambra;

dadme mi cauallo y mi adarga azul

para pelear, y liberar mis hijos (…).»

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