¿Donó Fernando III la Mezquita de Córdoba a la Iglesia en 1236?

Todas las evidencias históricas disponibles apuntan a que, siendo consciente de su enorme valor simbólico y arquitectónico, el rey Fernando III mantuvo la Mezquita bajo su propiedad


Alejandro García Sanjuán
Universidad de Huelva


Arcos de la Mezquita de Córdoba

La reciente publicación del Informe de la Comisión de Expertos designada por el Ayuntamiento de Córdoba para abordar el problema generado a raíz de la inmatriculación de la Mezquita por parte del obispado de la ciudad en 2006 ha reactivado el interés por la situación de este excepcional espacio histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1984.

El Informe incide sobre uno de los asuntos clave en el debate público sobre la titularidad de la Mezquita. Frente a las pretensiones de la Iglesia, que afirma ser propietaria del edificio por donación del rey Fernando III desde la conquista de la ciudad en 1236, el Informe pone de manifiesto, no sólo que no existen testimonios históricos que acrediten de forma fehaciente esa circunstancia, sino que lo que las evidencias disponibles indican es todo lo contrario, es decir, que tal donación jamás existió.

A continuación me propongo realizar un breve examen de las principales evidencias históricas relativas a este asunto. Para ello, debemos comenzar, en primer lugar, por las fuentes narrativas, que nos aportan el contexto histórico de las circunstancias en las que se produjo la toma de Córdoba en 1236. Existen dos textos coetáneos a estos hechos, escritos por dos personajes eclesiásticos de gran relieve en la época de Fernando III.

El primero es la Crónica Latina de los Reyes de Castilla, texto anónimo que la crítica especializada coincide en atribuir a Juan de Soria, obispo de Osma y canciller de Fernando III. Su testimonio posee un carácter decisivo, por cuanto fue protagonista directo de hechos que tienen que ver con el destino de la Mezquita. A este respecto, dicha crónica contiene un texto de una naturaleza absolutamente excepcional cuya relevancia en relación con el problema de la titularidad de la Mezquita no ha sido, a mi juicio, convenientemente calibrado hasta el momento. Al referirse a los momentos previos a la capitulación de la ciudad, la crónica menciona las negociaciones entre los musulmanes y el rey. Los musulmanes pretendían que se les dejase salir ‘salvas las personas y bienes muebles que pudieran llevar consigo’. Sin embargo, entre los magnates del rey había diversidad de opiniones. La singular excepcionalidad de este texto justifica que, a continuación, lo citemos de forma extensa:

«Había entre los magnates del rey algunos que le aconsejaban que no aceptara la condición: que los tomara por la fuerza y los decapitara, lo que podía hacer porque faltaban por completo alimentos y desfallecidos de hambre no podían defender la ciudad. Por el contrario, se le insinuaba al rey que aceptara la condición y no se preocupase de las personas de los moros de los bienes muebles con tal de que pudiera tener sana e íntegra la ciudad. De cierto se sabía que los cordobeses habían determinado que si nuestro rey Fernando no quería aceptar la condición, desesperados de la vida, destruirían todo lo que de valor hubiese en la ciudad, a saber, la mezquita y el puente; esconderían el oro y la plata; quemarían las telas de Siria, es más, toda la ciudad y así mismos se darían muerte».

Finalmente, el rey aceptó las condiciones de los cordobeses, aunque la crónica indica que fue ‘por deseo del rey de Jaén, con el que había hecho una alianza contra el rey Aben-Hut y los cordobeses’. Resulta muy significativo, en todo caso, que entre los elementos que los musulmanes utilizaron para negociar con el rey Fernando para que aceptase sus condiciones de rendición estuviese, en primer lugar, la Mezquita. No resulta descabellado pensar que el rey fuese perfectamente consciente del enorme valor simbólico del edificio, un lugar que había sido el emblema principal de la dinastía Omeya y, por lo tanto, centro neurálgico del poder musulmán en la Península. Apropiarse de ese espacio era, sin duda, el mayor acto simbólico de sumisión de los musulmanes que Fernando III podía realizar.

Este aspecto debe valorarse, a mi juicio, en el contexto de las demás informaciones de las que disponemos respecto a la Mezquita y, en particular, de un hecho incontrovertible: la Mezquita de Córdoba es el único templo musulmán que se ha preservado de forma íntegra en la Península. ¿Por qué las demás mezquitas fueron profundamente transformadas o destruidas casi en su totalidad y, en cambio, la de Córdoba se ha preservado casi intacta hasta el día de hoy? A mi juicio, no resulta posible entender este hecho de forma correcta al margen de la absoluta singularidad del templo cordobés, una singularidad de la que el rey Fernando, como indica el texto de la crónica, era, sin duda, perfectamente consciente.

De hecho, no parece tampoco que sea casual que el primer acto de Fernando III al serle entregada la ciudad fuese la toma de posesión de la Mezquita, situando su bandera en lo alto del alminar junto a la cruz. Así lo narra la citada crónica:

«Cuando salían los sarracenos de la ciudad y en caterva caían de hambre, su príncipe Abohazán entregó las llaves de la ciudad a nuestro rey e inmediatamente el rey, como hombre católico, dando gracias a nuestro Salvador, de cuya especial misericordia reconocía que había recibido tanta gracia en la toma de tan noble ciudad, ordenó que la enseña de la cruz precediera a su bandera y que fuera colocada en la torre más alta de la mezquita para que, delante de todo, pudiera ondear junto con su bandera».

Ese mismo día, por la tarde, se produjo la consagración de la Mezquita como templo católico, operación que fue dirigida por el propio autor de la crónica, Juan de Soria, que narra el episodio de la forma siguiente:

«Por la tarde el canciller, a saber, el Obispo de Osma, y con él el maestre Lope, quien por primera vez colocó la señal de la Cruz en la torre, entraron en la mezquita y, preparando lo que era necesario para que de mezquita se hiciera iglesia, expulsada la superstición o herejía mahometana, santificaron el lugar por la aspersión del agua bendita con sal, y lo que antes era cubil diabólico fue hecho iglesia de Jesucristo, llamada con el nombre de su gloriosa madre».

Como puede verse, la atención que se presta a la Mezquita en la crónica es extraordinaria, lo cual revela la importancia que se le atribuía. En este sentido, resulta muy significativa la total ausencia de cualquier clase de referencia a la donación del templo a favor de la Iglesia. Insisto en que el texto está escrito por un miembro de la jerarquía eclesiástica que era, a la vez, persona de máxima cercanía al rey Fernando III. No parece razonable pensar que algo tan relevante como la donación de un espacio tan extraordinario, a tenor de la importancia que se le atribuye, pudiese haber pasado desapercibido al cronista.

Pasemos, a continuación, al segundo testimonio cronístico coetáneo a la toma de Córdoba, escrito por otro personaje de enorme influencia en la época, el navarro Rodrigo Jiménez de Rada, autor de la crónica De rebus Hispaniae. Aunque, en este caso, no se trata de un testigo directo de los hechos, se trata de un personaje situado por encima de Juan de Soria, ya que, como arzobispo de Toledo, ejercía la primacía en la Iglesia católica castellana de la época, y además, la diócesis de Córdoba era sufragánea de la toledana. Es decir, se trataba de la máxima autoridad eclesiástica en Castilla en la época de la toma de Córdoba y, por tanto, no cabe duda de que estaba perfectamente informado de todo lo concerniente a la Iglesia de su época.

Comienzo del capítulo 17 del libro IX de la crónica de Rodrigo Jiménez de Rada.
Biblioteca Provincial de Córdoba, ms. 131, f. 111r (s. XIII)

La relevancia que Jiménez de Rada otorga en su relato a la Mezquita de Córdoba es, incluso, superior, al que revela el texto anterior, ya que, en efecto, le dedica un capítulo completo, el XVII del libro noveno y último de la crónica. El texto es de una extensión excesivamente amplia para citarlo aquí de forma completa. Baste decir que el cronista afirma que la Mezquita de Córdoba ‘aventaja en lujo y tamaño a todas las mezquitas de los árabes’, explícita manifestación de la perfecta conciencia que existía entre los cristianos de la singularidad absoluta del templo cordobés. A continuación, el autor se refiere a sí mismo cuando menciona la consagración del templo por el ‘venerable Juan’, el cual ‘sustituía al primado Rodrigo de Toledo, que por entonces se encontraba en la sede apostólica’. Acto seguido, el cronista afirma que ‘el rey Fernando otorgó a la nueva iglesia una dote adecuada’, una vez más sin hacer referencia, en ningún momento, a la donación del templo a la Iglesia.

Probablemente, Jiménez de Rada era el mejor conocedor de la historia de los árabes en su época, como revela la obra que les dedicó bajo el título de Historia Arabvm. En ella vuelve de nuevo a enfatizar la excepcionalidad de la Mezquita de Córdoba, identificándola como la más importante construida por ellos (ut prerogatiuo opere omnes mezquitas Arabum superaret), lo cual ratifica la plena conciencia que poseía respecto a su relevancia arquitectónica.

Volviendo a la cuestión de la propiedad, en este punto resulta necesario insistir, de nuevo, en el argumento citado: ninguno de los dos cronistas, personajes eclesiásticos de primer nivel en la época y muy cercanos al rey, alude a la donación de la Mezquita a favor de la Iglesia. Una circunstancias que debe considerarse muy significativa dada la naturaleza coetánea de ambos testimonios y el protagonismo directo de ambos autores en los hechos narrados, sobre todo en el caso de Juan de Soria, protagonista directo de la toma de Córdoba y de la consagración de la Mezquita.

Tras las crónicas, debemos aludir a los documentos y, a este respecto, la primera consideración a tener en cuenta es que no existe documento de donación de la Mezquita de Córdoba por Fernando III a favor de la Iglesia. La inexistencia de un documento de donación resulta una circunstancia particularmente importante que debe ser correctamente valorada. Resulta, a este respecto, totalmente infundado pretender, como algunos han hecho a raíz de la publicación del Informe, que en la Edad Media no existía un registro de la propiedad como en la actualidad. Lo que sí existían en esa época eran las leyes, los archivos y, obviamente, la noción de propiedad, y a este respecto la legislación de época de Alfonso X, hijo y sucesor de Fernando III, deja perfectamente claro que las mezquitas pertenecían al rey, que podía darlas a quien quisiera:

«Por esto en las villas de los cristianos no deben tener los moros mezquitas ni hacer sacrificios públicamente ante los hombres. Y las mezquitas que tenían antiguamente deben ser del rey, y puédelas él dar a quien se quisiere» (Partida VII, título XXV, ley 1).

De hecho, esta referencia legal del código de las Siete Partidas encuentra perfecto refrendo documental en la propia época del rey Sabio, el cual, en efecto, donó varias mezquitas en Sevilla, ciudad conquistada por su padre, Fernando III, en 1248. Así, en 1261, Alfonso X donaba a los genoveses de Sevilla ‘la mezquita que fue de Domingo Balbastro’, para que hicieran en ella ‘palazo’ donde ‘librar sos pleytos’ (González, Diplomatario, nº 251). Más aún, un año antes, en 1260, Alfonso X pidió al arzobispo y cabildo de la catedral de Sevilla que le devolviera una de las mezquitas que les había donado ‘para morada de los físicos que vinieron de allende’ (González, Diplomatario, nº 232).

Que esas mezquitas sevillanas fuesen donadas por Alfonso X significa que, tal y como establece la legislación de su época, formaban parte del patrimonio regio. Obviamente, esas mezquitas hubieron de pasar a formar parte de dicho patrimonio cuando Sevilla fue conquistada en 1248, lo cual  confirma que la norma de las Siete Partidas relativa a la propiedad de las mezquitas no fue una innovación legal del rey Sabio, sino que estaba ya vigente en época de Fernando III.

En definitiva, las evidencias históricas desmienten por completo la pretensión de la Iglesia y de sus portavoces académicos de que la Mezquita de Córdoba pertenece en propiedad a la Iglesia desde 1236 por donación del rey Fernando III. Lo que las fuentes de la época ponen de manifiesto es que los cristianos eran perfectamente conscientes del enorme valor simbólico asociado al templo cordobés, a tal punto que el ‘rey Santo’ cedió a las exigencias de los cordobeses en el momento de la capitulación de la ciudad para evitar que destruyesen la Mezquita.

Asimismo, los textos coetáneos de la conquista de Córdoba describen la toma de posesión del rey de la Mezquita, con la instalación de su bandera y la cruz en el alminar, así como su consagración como templo católico y su dotación económica. De la donación, en cambio, no se dice absolutamente nada, un silencio que resulta enormemente elocuente, en particular debido a que, como indica la legislación de Alfonso X, ya vigente en la época de Fernando III, las mezquitas pertenecían al rey.

En definitiva, todas las evidencias históricas disponibles apuntan a que, siendo consciente de su enorme valor simbólico y arquitectónico, el rey Fernando III mantuvo la Mezquita bajo su propiedad. Mientras no se presenten evidencias fehacientes al respecto, la presunta donación a favor de la Iglesia debe considerarse tan solo otro más de los muchos mitos asociados a la historia medieval peninsular.

Para ampliar:

  • Alfonso X. Las Siete Partidas (antología), ed. F. López Estrada, Madrid, 1992.
  • Anónimo. Crónica Latina de los reyes de Castilla, ed. y trad. L. Charlo Brea, Cádiz, 1984.
  • González Jiménez, M. Diplomatario andaluz de Alfonso X, Sevilla, 1991.
  • Jiménez de Rada, R. Historia de los hechos de España, trad. J. Fernández Valverde, Madrid, 1989.
  • Jiménez de Rada, R. Historia Arabvm, ed. J. Lozano Sánchez, Sevilla, 1993, 2ª ed.