¿Podemos seguir hablando de “reconquista”? Nacimiento y desarrollo de una ideología

Hay que esperar a finales del siglo IX y principios del X para ver plenamente artículada la ideología de la «reconquista» en la corte de Oviedo


CARLOS DE AYALA MARTÍNEZ
Universidad Autónoma de Madrid


Miniatura de don Pelayo en el Corpus Pelagianum, Biblioteca Nacional de España, ms. 2805

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El término “reconquista”, pese a que su pertinencia haya sido, y pueda seguir siendo cuestionada, evidentemente se ha consolidado como herramienta historiográfica de uso habitual. Viene a designar una construcción ideológica concebida tempranamente en el primitivo reino de Asturias. A partir de esa primera formulación, su contenido fue progresivamente desarrollado y matizado sirviendo a lo largo de toda la Edad Media para legitimar en los distintos reinos cristianos de la Península Ibérica —y de modo particular en la monarquía castellano-leonesa, en la que vamos a centrarnos— procesos de expansión militar y centralización política; el objetivo último era restaurar un idealizado modelo político-religioso unitario que supuestamente habría encarnado la monarquía visigoda sobre el conjunto de Hispania; para ello, obviamente, era imprescindible proceder a la expulsión de los musulmanes que, como invasores del suelo hispano, eran responsabilizados de la pérdida de la unidad político-religiosa de la Península.

No es descabellado decir que la lógica de un planteamiento de este tipo se podría adecuar mejor al término “restauración” que al de “reconquista”, y de hecho, aquél aparece ocasionalmente en las fuentes medievales para calificar este modelo ideológico de legitimación. En cambio, el término “reconquista”, muy tardío —no aparece antes de finales del siglo XVIII—, acabará imponiéndose y popularizándose en un contexto, el de la segunda mitad del siglo XIX, en que los intelectuales más conservadores de la restauración borbónica quisieron diferenciar entre lo que consideraban proceso forjador de la identidad nacional —“reconquista”— y realidad legitimadora de su propio tiempo político, el de la “restauración”. Un siglo después la dictadura del general Franco, en la búsqueda de un espíritu nacional fraguado en la militarización de esencias cristianas, reactivó la idea de “reconquista” convirtiéndola en el hilo conductor de toda una trama generadora de sentimientos patrióticos: un pasado común para el conjunto de los españoles que habrían sabido construir, frente a los musulmanes invasores, una identidad europea genuinamente diferenciada y netamente cristiana. Ya no se trataba de una ideología legitimadora confeccionada desde el poder, sino una heroica realidad que durante 800 años forjó en el combate la esencia misma de la nación española. Es obvio que estamos ante una grosera manipulación contra la que, desde finales de los años setenta del pasado siglo, una renovada historiografía española reaccionó poniendo en cuestión, de manera más que comprensible, el propio término.

Hoy día, sin embargo, depurada de las interesadas ideologizaciones de que ha sido objeto desde el siglo XIX, la palabra “reconquista” puede resultar perfectamente adecuada para designar la ideología que en muy diversos momentos de la Edad Media peninsular sirvió a los monarcas hispánicos para legitimar un poder que supo hacer del caudillismo militar y expansivo la base de su propia justificación; ésta —insistimos— consistía en convertir el pasado unitario de la vieja Hispania visigoda en un reto de futuro, y para ello los ideólogos de la “reconquista” no dudaron en presentar a los reyes a los que servían como los legítimos herederos y eficaces continuadores de aquel pasado que era preciso recuperar o “reconquistar”. De hecho, esta última forma verbal sí aparece ocasionalmente en la documentación medieval para referirse al fenómeno.

No es obviamente la primera vez que una construcción ideológica, cristalizada en concepto, precede al término que finalmente se impone para designarla. Y este hecho no nos autoriza a desechar como “acientífico” ese término tardío, porque entonces, entre otras cosas, no podríamos haber afirmado nunca que Urbano II predicó la “cruzada” en el concilio de Clermont de 1095, sencillamente porque esa palabra no se documenta hasta comienzos del siglo XIII.

¿Cuándo nace la “reconquista” como realidad conceptual? Propiamente habría que esperar al llamado Ciclo historiográfico de Alfonso III, es decir, a los años finales del siglo IX y principios del X para encontrar el discurso plenamente articulado sobre tal ideología, un discurso, por tanto, elaborado en la corte asturiana de Oviedo y estimulado por la interesada perspectiva de círculos intelectuales de cristianos procedentes de al-Andalus, pero que, solo más adelante, en el último tercio del siglo X, sería completado y realimentado en el núcleo riojano del primitivo reino de Pamplona. Para entonces, el esquema, en sus líneas argumentales, está perfectamente construido: un pasado glorioso, el de la monarquía hispano-visigoda, se viene abajo por la infecciosa perversión de sus últimos reyes; el castigo de Dios se impone a través de la providente acción de los musulmanes, pero, al mismo tiempo, su misericordia permite que un resto justo del pueblo pecador, representado por Pelayo, noble de ascendencia real, inicie una contraofensiva victoriosa que da comienzo con la milagrosa jornada de Covadonga, una contraofensiva que mantendrán viva sus sucesores y que no finalizará hasta que los musulmanes sean expulsados de la Península, algo que la llamada Crónica Profética, una de las que forman parte del aludido ciclo historiográfico, preveía que se iba a producir en el propio reinado de Alfonso III quien acabaría reinando “en toda Spania”; de este modo, la Iglesia y las antiguas instituciones políticas del reino godo recuperarían su espacio y la dirección de un país reunificado.

En este primitivo modelo de legitimación política que supone la ideología reconquistadora juega ya un papel de extraordinaria importancia la figura del apóstol Santiago. Su culto en la Península y el reconocimiento de su papel evangelizador son anteriores a la caída del reino visigodo pero su caracterización política como patrono de Hispania data de finales del siglo VIII. La inventio de su sepulcro en las primeras décadas del IX ayudaría concretamente a las autoridades asturianas a confirmar la recepción del legado visigodo, pero sobre todo a afirmar su independencia frente a la presión que ejercía el Imperio carolingio y su valedor el papa de Roma. Frente a ellos Santiago se erigía en referente identitario que ayudaba a justificar, sin injerencias, la recuperación de un territorio consagrado por su predicación apostólica.

El esquema reconquistador, forjado en el neogoticismo asturiano y pamplonés, contará con un importante impulso a comienzos del siglo XII cuando un anónimo clérigo leonés, el autor de la que continúa llamándose Historia Silense, pretenda revitalizar el discurso ideológico de la reconquista subrayando la progenie gótica del rey Alfonso VI, al que dedica en clave laudatoria toda su obra. El contexto cronológico justifica el objetivo del cronista. Los almorávides estaban desembarcando en la Península generando situaciones más que comprometidas para el reino. Ellos, calificados siempre como “bárbaros”, en su momento quebraron el esplendor cultural de la dorada época de la monarquía católica visigoda, y ahora nuevamente amenazaban la emergente realidad de Hispania. En esta perspectiva nostálgica y restauracionista, este heredero del glorioso Recaredo, y él mismo “ortodoxo emperador de Hispania”, destacaba  por haber sido responsable de la ampliación del reino mediante la recuperación de los territorios arrancados de las sacrílegas manos de los “bárbaros”.

Pero para entonces el desarrollo del ideario cruzadista propio del pontificado romano ya era conocido en la Península. Estuvo ya presente en la frecuentemente definida como “proto-cruzada” de Barbastro de1064, y en general en el intenso impacto con el que Roma y su apuesta reformista irrumpen en la realidad hispánica a partir del último tercio del siglo XI. La cruzada sería la seña de identidad, en clave expansiva, de ese reformismo pontificio, y obviamente hubo de influir en la realidad peninsular y en la comprensión explicativa del enfrentamiento en ella entre cristianos y musulmanes. Todo el siglo XII constituye un tiempo para la adaptación y reinterpretación de la ideología reconquistadora según pautas de cuño cruzadista. En realidad, desde una óptica pontificia, ambas categorías no eran en modo alguno incompatibles: solo treinta años antes de la predicación de Clermont, cuando el concepto de reconquista pontificia preparaba el ambiente ideológico para la formulación de la cruzada, el papa Alejandro II proclamaba abiertamente en 1063 que era justo combatir a los musulmanes en la Península porque previamente ellos habían expulsado de sus tierras y ciudades a los cristianos. La ideología reconquistadora dejaba de constituir un tema endogámico de legitimación política de los reyes hispánicos para abordarse como una cuestión moral que afectaba al conjunto de la Cristiandad y a los propios intereses de la Iglesia, que, por otra parte, y desde el I concilio de Letrán, en 1123, no tenía inconveniente en equiparar de manera solemne la ofensiva contra los musulmanes de al-Andalus con el iter jerosolimitano.

Por otra parte, no se le escapaban a los príncipes cristianos ibéricos los positivos efectos que podían derivarse de la aplicación del concepto de cruzada, y su rentabilidad económica y propagandística, a su vieja ideología reconquistadora. En efecto, las monarquías hispánicas estaban necesitadas de incrementar el potencial legitimador de una reconquista que, desde mediados del siglo XI había dejado de ser expresión explicativa de una guerra de supervivencia, siempre fácil de justificar, para convertirse en una ofensiva en toda regla contra el islam, una ofensiva, que, por otra parte, no siempre se apoyaba en la evidencia ejemplarizante del esfuerzo militar: pensemos en la presión succionadora de las parias, por ejemplo.

Todo ello fue creando un ambiente propicio para que la reconquista finalmente se convirtiese en cruzada. Lo vemos ya en la Chronica Adefonsi Imperatoris, redactadapoco antes de 1149. En ella percibimos una visión de reconquista que apunta a cruzada, pero una cruzada hispánica, en la que el brillo de la figura del Papa no pudiera ensombrecer el protagonismo de los reyes, una cruzada que, bajo la férrea dirección de sus caudillos peninsulares, fuera capaz de reconquistar las tierras en poder de los usurpadores musulmanes y de devolver así a una Cristiandad, concebida como una suma de reinos, lo que legítimamente le pertenecía. Así pues, la Chronica Adefonsi Imperatoris, frente a la pura lógica restauracionista y reconquistadora de la Historia Silense, acentúa la ideologización de la lucha contra los musulmanes, la convierte en cruzada, pero eso sí, en el estricto marco de la acción bélica peninsular.

Nada de ello significa que el discurso ideológico de la reconquista haya perdido en este momento algo de su intensidad anclada en el tradicional neogoticismo. La Crónica Najerense, probablemente redactada hacia 1180, es un buen exponente, aunque su novedoso castellanismo, sin duda impulsado desde la corte de Alfonso VIII, tienda a subrayar cada vez con más fuerza la centralidad de su reino en el ideario reconquistador con la incorporación de un tratamiento épico para sus caudillos locales —y concretamente El Cid—, parangonable a partir de entonces con la ya tradicional mitificación de los grandes héroes ultramontanos.

En cualquier caso, esta segunda mitad del siglo XII resulta, en especial para el protagonismo reconquistador del reino de Castilla, de una extraordinaria importancia cara al perfeccionamiento de la base moral en que pretendía cimentarse el discurso reconquistador. El pontificado que, desde mediados de la centuria reconoce que la lucha contra el islam peninsular es algo propio de los reyes hispánicos —así se lo hace ver Adriano IV a Luis VII de Francia en 1159—, contribuye decisivamente a esa cimentación proclamando sin ambages que la recuperación de tierras injustamente ocupadas por los musulmanes pertenece al “derecho de gentes” —iure gentium— y que, por consiguiente, el hecho de que los cristianos persigan y exterminen a los sarracenos para recuperar la herencia de sus padres resulta perfectamente compatible con la fe católica. En estos términos se dirigía el papa Celestino III al arzobispo de Toledo en 1192. En cualquier caso, esta simbiosis ideológica —y también convergencia de intereses— entre estrategias pontificias y objetivos reconquistadores de los reyes hispanos, creará el escenario que, en términos de legitimación, hizo posible la victoriosa cruzada de Las Navas de Tolosa en 1212.

Pero la tutela romana volvía a pesar demasiado sobre unos reyes que aspiraban a que sus objetivos ofensivos contra el islam gozaran de la autonomía de sus tradicionales estrategias reconquistadoras, aunque, eso sí, con las ventajas que reportaba su consideración como cruzada. Era preciso dar una vuelta más a la tuerca del neogoticismo para acabar de hispanizar la cruzada, y esa vuelta la dieron algunos de los grandes ideólogos de los reinos de León y Castilla, que tras setenta años de separación se reunificaron nuevamente en 1230. Y de entre esos ideólogos destaca la figura del arzobispo toledano Jiménez de Rada. Él, en su Historia Gothica supo sintetizar la comprensión neogotizante del discurso reconquistador con la legitimadora noción de cruzada como nadie lo había hecho con anterioridad. El programa ideológico de la “reconquista” se convierte en modélico gracias, entre a otras cosas, a una literaria interpretación del viejo tema de la “pérdida de Hispania”, presente ya en la Crónica mozárabe de 754. Esa pérdida y el lamento que produce son presentados magistralmente como el inevitable estímulo de un proceso de recuperación que persigue la “salvación de España”, expresión ésta que ya encontramos en el material cronístico del ciclo de Alfonso III. Viejos temas que son, pues, ofrecidos, desde una voluntad políticamente integradora, como la empresa común de todos los españoles liderados por Castilla. Alberto Magno, el sabio doctor dominico de la Universidad de París, fuera por tanto de la Península, supo interpretar adecuadamente este mensaje cuando, haciéndose eco de la conquista de Sevilla de 1248, afirmó que la “Hispalis árabe” había sido ahora “devuelta a los españoles”.

Para entonces era obvio, por tanto, que la “reconquista”, entendida como el fruto de una restauración recristianizadora de la perdida unidad hispano-goda, formaba ya únicamente parte de un discurso de hegemonía castellanista. Jiménez de Rada lo había fundamentado con sólidas bases, pero sería la Estoria de Espanna, llamada Primera Crónica General, elaborada en el scriptorium de Alfonso X de Castilla, la destinada a consolidar definitivamente aquella perspectiva y a proyectarla al futuro, y es que para el Rey Sabio el esquema ideológico de la “reconquista” no solo va a formar parte consustancial del fecho d’Espanna que pretende historiar, sino también de su propio programa político.

Cuando Alfonso X murió, el islam peninsular se hallaba reducido a un pequeño emirato con capital en Granada. Su formal dependencia vasallática respecto a Castilla no aseguró la paz fronteriza, y el reino cristiano durante más de doscientos años mantuvo una medida hostilidad con el régimen nazarí. Tan larga secuencia cronológica se explica por la hábil política de alianzas granadina y también por los límites de la capacidad castellana, pero quizá también porque la existencia de una frontera peninsular activa con el islam, permitía perpetuar el ancestral discurso de la “reconquista” que tantos réditos políticos venía proporcionando a los monarcas castellanos. En cualquier caso, ese discurso se mantenía vivo cuando los Reyes Católicos decidieron poco antes de 1480 poner fin a la existencia de la Granada islámica. Lo vemos con claridad en las crónicas del reinado contemporáneas a la guerra, sobre todo, en Fernando del Pulgar que no escatima ni referencias a Pelayo como iniciador del proceso reconquistador ni condenas a los musulmanes por haber ocupado un territorio que pertenecía a los legítimos herederos de la monarquía hispano-goda. Y todo ello, impregnado por un inequívoco sabor cruzadista que viene a caracterizar de manera especialmente intensa, y con el entusiástico apoyo pontificio, estas últimas manifestaciones del discurso reconquistador. Fernando el Católico supo expresarlo muy bien cuando en enero de 1492 comunicaba al papa Inocencio VIII que “este reino de Granada que, sobre setecientos y ochenta años estaba ocupado por los infieles, en vuestros días y con vuestra ayuda” había sido finalmente arrebatado a los “enemigos de nuestra sancta fe católica”.


Para ampliar:

  • Ayala, Carlos de. “La Reconquista, ¿ficción o realidad historiográfica?”, La Edad Media peninsular. Aproximaciones y problemas, coord. por A. Gordo Molina y D. Melo Carrasco, Ediciones Trea, 2017, pp. 127-142.
  • Ayala, Carlos de; Henriet, Patrick y Palacios, Santiago (dirs.). Orígenes y desarrollo de la guerra santa en la Península Ibérica. Madrid, Casa de Velázquez, 2016.
  • García Fitz, Francisco. La Reconquista. Universidad de Granada, 2010.