Califas y “Reyes de Taifas”: la cuestión califal en el siglo XI

Tradicionalmente se viene aceptando que los sucesos acaecidos en el año 1031 implicaron la extinción del califato en la Península Ibérica. Ese año fue depuesto el califa Hišām III y se expulsó a la familia omeya de Córdoba, ciudad que había sido la sede del poder en al-Andalus durante algo más de tres siglos. Sin embargo, como veremos, el califato no llegó a desaparecer ni como proyecto político ni como idea en el transcurso del siglo XI, la época de los “Reyes de Taifas”


Alejandro Peláez Martín
Universidad Autónoma de Madrid


Salón de los Cuartos de Granada, Alcazaba de Málaga. Wikimedia Commons.

«Después, se reunieron los visires y acordaron deponer a Hišām y pregonaron la completa abolición del califato a causa de la falta de conveniencia. Expulsaron a los Omeyas y a los restantes descendientes de al-Nāṣir. Así Córdoba volvió a la administración de los visires y se abandonó la invocación en nombre de alguien».

Rosado Llamas, M.ª D. (2008): La dinastía ḥammūdí y el califato en el siglo XI, Málaga: Servicio de Publicaciones, p. 269.

Este texto del historiador cordobés Ibn Ḥayyān señala con claridad que el califato fue “abolido”. El hecho de que se trate del cronista más importante de toda la historia andalusí y, además, contemporáneo de estos acontecimientos obliga a tener muy en cuenta su relato. No obstante, existen dos elementos que invitan a ser cautos. Para empezar, algunos cronistas y secretarios, como al-Ḥumaydī, Ibn al-Aṯīr, Ibn Jaldūn y al-Nuwayrī, no aluden a esta abolición. El compilador magrebí al-Maqqarī, en el siglo XVII, se limita a señalar que el ejército depuso a Hišām III al-Mu’tadd y que este fue el último califa omeya que gobernó al-Andalus y parte del norte de África. En segundo lugar, existe una moneda del año 422 de la Hégira (1030-1031) emitida en Córdoba con esta curiosa inscripción: al-imām Hišām amīr al-mu’minīn al-Mu’ayyad bi-llāh (el imām Hišām [II], Príncipe de los creyentes, al-Mu’ayyad bi-llāh). Por si esto no fuera suficiente para replantearse la cuestión, las monedas con esta invocación siguieron acuñándose hasta, al menos, el año 428 (1036-1037). ¿Con qué motivo se siguió emitiendo numerario a nombre de un califa si el califato había sido abolido y, encima, mencionando al difunto Hišām II al-Mu’ayyad?

Todos estos datos nos indican que la respuesta al problema tuvo que ser rápida y que, al menos en lo que a las acuñaciones se refiere, no se optó por el abandono de la institución califal. Al fin y al cabo, la acuñación en oro era una prerrogativa del califa. Por tanto, de haber prescindido de dicha figura, ¿con qué derecho habrían emitido monedas las autoridades cordobesas? En cualquier caso, para esa fecha, era una vana ilusión plantearse que un califa, desde Córdoba, podría lograr el control y el reconocimiento de todo el territorio, fragmentado en numerosas entidades.

Se puede concluir, por consiguiente, que, además de deponer a un califa, las autoridades cordobesas sí pudieron haber abolido el califato desde un punto de vista real y práctico, pero no en el plano teórico, algo que no estaba en su mano. En una sociedad islámica sunní tradicional, como lo era la andalusí de ese momento, resultaba del todo imposible acabar con la idea del califato, pero sí suprimir el estatus de Córdoba como sede de la institución y acabar, al mismo tiempo, con las disputas entre diferentes aspirantes al trono que habían arruinado a la ciudad durante la larga y cruenta fitna (guerra civil) de más de dos décadas.

Pasamos ahora a tratar las diferentes soluciones que se pusieron en marcha en al-Andalus ante la ausencia de un califa unánimemente reconocido.

Los califas ḥammūdíes y el falso Hišām II

Los Ḥammūdíes habían gobernado en Córdoba como califas (1016-1026) en distintos momentos de la fitna y siguieron reivindicando el califato desde Málaga y Algeciras, sus principales bases en la Península, hasta su desaparición en 1056.

Sus credenciales resultaban intachables, ya que eran descendientes del profeta Muḥammad a través del matrimonio de su hija Fāṭima con su primo ‘Alī. La sospecha de que fueran šī‘íes se debe a esto precisamente, pero parece que su šī‘ísmo se limitó a su reivindicación del imāmato como miembros del linaje del Profeta. El otro gran soporte de su legitimidad fueron las emisiones monetales, sobre todo las de oro, una prerrogativa reservada, recordemos, a los califas. Los dinares constituyen, por tanto, la prueba tangible de su derecho al califato. Otro testimonio palpable de ello se encuentra en la Alcazaba de Málaga, allí trataron de rememorar la tradición omeya por medio de capiteles, mármoles, arquerías (como el salón de los Cuartos de Granada de la Alcazaba) y un estilo epigráfico que imitaba el de los califas omeyas.

Lado oeste del pabellón abierto de arcos entrecruzados, Alcazaba de Málaga. Wikimedia Commons.

Numerosas taifas, a ambos lados del Estrecho, reconocieron a los Ḥammūdíes como califas legítimos y se hicieron coaliciones en su nombre para combatir a aquellos que no les habían prestado obediencia. En concreto, nos referimos a la oposición que planteó el soberano de Sevilla, el cadí Muḥammad ibn Ismā‛īl ‛Abbād, al proclamar en el año 1035, nada menos, que la reaparición del califa omeya Hišām II, hijo de al-Ḥakam II. No es necesario entrar en los detalles porque el personaje ya ha sido abordado en el artículo Jalaf el esterero, el califa impostor. A pesar de que buena parte de los gobernantes de las taifas sabían que se trataba de una farsa (en realidad un esterero de nombre Jalaf), se apresuraron a invocarlo en el sermón y a acuñar moneda en su nombre, ya que ello les permitía legitimar su gobierno y mostrarse como fieles servidores y representantes del califa en sus respectivos territorios. Los mismos ‘Abbādíes actuaron de ese modo y se presentaron como los chambelanes del califa impostor, justificando así su rebelión contra los Ḥammūdíes.

Dinar de al-Mu‘taḍid de Sevilla a nombre del falso Hišām II, 460 H (1067-1068). Colección Tonegawa.

Esta peculiar historia nos habla de lo necesario que seguía resultando el califato, al menos como marco institucional, pero también de la añoranza que la población tenía por los tiempos de los primeros califas cordobeses y, en particular, por Hišām II, el imām anterior al estallido de la guerra civil.

Otras soluciones: el imām ‘abd Allāh y la ausencia de invocación

Algunas taifas optaron por otra alternativa para resolver el problema del califato y está relacionada con la leyenda que se puede encontrar en numerosas acuñaciones: al-imām ‘abd Allāh amīr al-mu’minīn, es decir “el imām ‘abd Allāh Príncipe de los creyentes”. La historiografía ha debatido ampliamente a quién puede referirse la fórmula ‘abd Allāh. En un primer momento, se sospechó que podía tratarse de un nombre propio y que aludía a los califas de Bagdad que gobernaron en esos momentos y que, curiosamente, llevaban el nombre de ‘Abd Allāh. Sin embargo, posteriormente, el hallazgo de piezas que también portaban esta inscripción, pero que habían sido acuñadas durante la fitna, momento en que ningún soberano de nombre ‘Abd Allāh gobernaba, hizo descartar este planteamiento. Literalmente, el nombre significa “siervo de Dios” y había sido adoptado por los califas omeyas, ‘abbāsíes y fāṭimíes como título. Queda claro, por tanto, que la expresión haría referencia al califa. Hasta el momento se han planteado dos teorías para dar respuesta a la identidad del misterioso personaje. La primera es la llamada “hipótesis ‘abbāsí” según la cual ‘abd Allāh se referiría a los califas de Bagdad, los únicos califas sunníes de aquel siglo en el mundo islámico. La otra teoría (desarrollada, sobre todo, por F. Clément y D. J. Wasserstein) interpreta que ‘abd Allāh aludiría a un personaje ficticio y que el lema simbolizaría la obediencia al principio califal. Nuestra opinión es que la fórmula constituía un modo de referirse a un califa teórico y anónimo, evitando mencionar el nombre de un califa real.

Dirham de Mallorca a nombre del imām ‘abd Allāh, 487 H (1094). Colección Tonegawa.

Finalmente, unas pocas taifas optaron por una solución más radical para resolver la cuestión: no colocar el nombre de ningún califa, reconociendo la ausencia de consenso en torno a quién debía ser el imām de la comunidad. Con todo, no fue una opción generalizada y solo se consolidó en las cecas de los Banū Ḏī l-Nūn de Toledo y en las de los Banū Hūd de Zaragoza, Lérida y Denia. Se trata de taifas “rupturistas” con el modelo representado por el califato omeya como luego veremos.

Los títulos honoríficos y la postura de los ulemas

Los sobrenombres y titulaciones adoptadas por los diferentes soberanos de la centuria muestran su inserción en el marco de la institución califal. En su mayoría, especialmente los títulos funcionales, de carácter político-administrativo, solo expresaban un poder delegado del califa. Por ejemplo, resulta muy revelador que sea el de ḥāŷib (“chambelán”) el título más utilizado en los inicios del período taifa. Otras titulaciones empleadas fueron las de emir (amīr), arráez (ra’īs), rey (malik), señor (ṣāḥib), walī, jeque (šayj) y visir (wazīr).

El segundo tipo de títulos, los honoríficos o laqab/s, mostraban el vínculo de los califas con Dios y su defensa de la fe y a ellos estaban reservados. A partir del siglo X, otros gobernantes acabaron por adoptarlos. El califa confiaba parte de sus atribuciones a algunos emires y estos ejercían su poder “delegado” revestidos de epítetos como mu‘izz al-dawla (“el que honra a la dinastía”) o sayf al-dawla (“espada de la dinastía”). Estos títulos no se apoyan en Dios, algo reservado al califa, sino en la dinastía califal (dawla), teóricamente la auténtica fuente de legitimidad. Para la mayor parte de los dirigentes de las taifas el modelo a seguir fue Almanzor, señalando con sus títulos la toma del poder, pero manifestando que el lugar que ocupaban era resultado de una “supuesta” delegación por parte de un ente califal, superior, lejano y abstracto.

Ante este panorama, ¿cuál fue la opinión de ulemas y alfaquíes? En líneas generales, se centraron en preservar su statu quo y fueron empleados en distintas funciones políticas por las diferentes dinastías, aceptando los poderes que se habían formado tras la desaparición de los Omeyas como un mal menor. Además, la institución califal continuó siendo objeto de discusión durante el siglo XI, debatiéndose acerca de su necesidad, de las cualidades y deberes del califa o imām, de su linaje, etc. Es en esta centuria cuando se va a iniciar la formulación clásica sunní del califato: ser qurayší, varón, mayor de edad, y poseer varias condiciones físicas y morales, cuyo papel es velar por que la ley se aplique y se cumpla, reservando su interpretación a los ulemas. Pese a la diversidad de opiniones, el objetivo era común: lograr que los fundamentos teóricos se adaptaran a la práctica. El califato, de acuerdo con la ley divina, se establece como algo necesario y cuyo mandato procede de Dios. El imām podía delegar su poder, dando legitimidad así a otros miembros de su gobierno (el ḥāŷib, el visir, el cadí, etc.). Por último, los jurisconsultos acabaron por considerar como válida la toma del poder por la fuerza siempre que se respetara la šarī‘a y se proclamara la obediencia al califa.

La epigrafía y las construcciones palatinas

La disposición y estructura de los palacios y el estilo escogido para registrar el nombre y los títulos de los dirigentes en las inscripciones no solo conformaron un escaparate para exhibir el poder y mostrar cómo se concebía, sino que también revelaron distintas formas de gestionar la memoria del califato y, a partir de ello, erigir la propia legitimidad.

Desde el ámbito de la epigrafía se ha venido señalando que, en esta centuria, las distintas dinastías adoptaron una escritura propagandística específica. Numerosas taifas, como Almería, Denia, Valencia, Mallorca, Sevilla, Albarracín, Alpuente, Granada, Arcos o Córdoba se mantuvieron en el austero estilo cúfico simple, de tradición califal. Otras, sin embargo, como Badajoz, Toledo y Zaragoza hicieron uso de estilos y modalidades que marcaban una clara ruptura con el modelo omeya: un cúfico florido muy evolucionado, estilizado y con profusa decoración floral de fondo.

Lápida sepulcral (428/1037), Almería. CERES.

En las construcciones palatinas se observa una dinámica similar a la de las inscripciones. Los palacios ‘abbādíes en Sevilla, por ejemplo, remiten de forma clara, según P. Jiménez Castillo y J. Navarro Palazón, a los jardines Alto y Bajo de la ciudad de Madīnat al-Zahrā’. En los restos del probable palacio de al-Ma’mūn, localizados en el convento de Santa Fe, se observa, sin embargo, una línea de clara ruptura con la tradición omeya cordobesa: una arquería ricamente decorada con motivos de cetrería y animales fantásticos sin parangón en el contexto peninsular del siglo XI. La Aljafería de Zaragoza, por último, adopta las formas artísticas omeyas (exterior semejante a los castillos omeyas del desierto, esquema “T” de la ampliación de al-Hakam II, etc.), pero su disposición es completamente distinta.

Brocal con inscripción conmemorativa de la construcción de una cisterna en la Mezquita Aljama de Toledo (423/1032) por Al-Ẓāfir. Wikimedia Commons.

En el siglo XI, como hemos visto, la cuestión califal, lejos de desaparecer, fue un asunto de primer orden, un marco referencial al que acudir para explicar las cuestiones de legitimidad, herencia, inercia, necesidad, etc., que se dieron en la Península. Los reyes de taifas (mulūk al-ṭawā’if), salvo excepciones, fueron incapaces de romper, de forma tajante, con la referencia a un imām, estuviera vivo, muerto o no fuera nadie en concreto. Tuvieron que optar por diferentes soluciones ante su problema de legitimidad y, en líneas generales, no llegaron a oficializar la ruptura, presentándose como simples delegados de un poder califal, que nunca terminó de desaparecer en el plano ideológico, aunque sí en el práctico. Quedaron investidos del poder de facto, representando la continuidad estatal y el funcionamiento del orden. El punto final de este tipo de alternativas a la cuestión del califato concluyó con la llegada de los Almorávides que, con el apoyo de los ulemas y su imagen de guerreros victoriosos frente a los cristianos, depusieron a los mulūk al-ṭawā’if y reconocieron al califa de Bagdad como autoridad teórica, dejando atrás definitivamente la idea califal representada por los Omeyas y mantenida, de algún modo, con los taifas.


Para ampliar:

  • ACIÉN ALMANSA, M. (2001): «Del Estado califal a los Estados taifas. La cultura material», V Congreso de Arqueología Medieval Española (Valladolid, 22-27 marzo 1999), Valladolid: Junta de Castilla y León, t. II, pp. 493-514.
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  • ROSADO LLAMAS, M.ª D. (2008): La dinastía ḥammūdí y el califato en el siglo XI, Málaga: Servicio de Publicaciones.
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