Toponimia de al-Andalus (España y Portugal)


Conocer el origen y significado de los nombres de los lugares de nuestro entorno es un tema que despierta siempre curiosidad y ejerce una extraña fascinación. Es, sin embargo, una de las ramas más difíciles e ingratas de la filología, pues exige muchísimas horas de paciente estudio y recogida de materiales y la humildad de reconocer que, al final, no siempre se consigue encontrar la respuesta


Carmen Barceló
Universitat de València


Gibraltar (Cádiz), ‘la montaña de Ṭāriq’. Wikimedia Commons.

Toponimia 

Se llama “toponimia” al conjunto de los nombres propios geográficos que se usan en un territorio en un momento determinado y también a la rama de la lingüística que los cataloga y analiza sus etimologías.  

En cualquier país y lengua encontramos nombres que designan elementos del paisaje natural y su relieve (montes, colinas y llanos, cuevas y barrancos), la vegetación o los cursos de agua (fuentes, ríos) y la costa. Otros se refieren a núcleos de población (ciudades y pueblos), a construcciones civiles (puentes, calzadas) y a edificaciones militares (castillos, torres) o religiosas (templo, cúpula). 

Esos nombres pueden consistir, sencillamente, en un genérico (la llanura, la meseta, el puente), en la combinación del genérico con un adjetivo que lo describe (el río blanco) o del genérico con un detalle que lo determina (la fortaleza de los almendros) o el nombre de su fundador (el poblado de Tal). 

Todo esto sería muy sencillo si no hubiera sucedido que, a lo largo de la historia, en casi todos los países se han producido olas sucesivas de asentamientos de poblaciones que hablaban lenguas diferentes. 

A su llegada, los pueblos con otro idioma tomaron esos nombres, que para ellos carecían de significado, y los ajustaron a su fonética y morfología, modificando en algunos casos totalmente su estructura y sentido. Cuando en los momentos de conquista se usó un intérprete entre las dos comunidades, muchas de las palabras genéricas de la toponimia se entendieron y tradujeron a la lengua nueva. Así, tras el contacto entre las dos lenguas desaparecieron de algunos topónimos palabras como monte, río, fuente, villa, barranco, que se expresaron en el nuevo idioma dominante: perdieron el primer componente, pero muchas veces mantuvieron el segundo elemento en la lengua antigua. 

Si nos centramos en la península ibérica, a la llegada de los romanos a fines del siglo III a. C. había ya una serie de nombres de lugar indígenas, colonias griegas y fenicio-púnicas que ellos adaptaron al latín, y a los que se sumaron los de las nuevas fundaciones y construcciones ordenadas por Roma. Esos nombres fueron evolucionando, además, a lo largo de los siglos según el latín cambiaba su pronunciación y su funcionamiento morfosintáctico e iban naciendo en cada zona las varias lenguas románicas. 

Volvió a suceder algo similar a la llegada de los musulmanes. A partir del 711, los nombres de los lugares que ya existían quedaron congelados, su evolución latina se paralizó y se modificaron para adaptarlos a la lengua árabe; alguno se cambió y a ellos se añadieron nuevas construcciones y fundaciones con nombres en árabe.  

Como consecuencia, durante el periodo de dominio político musulmán en la península ibérica podemos distinguir, atendiendo a su origen lingüístico, tres grupos de topónimos: pre-romanos, latinos y árabes.  

Nombres pre-romanos 

Entre los nombres de lugar con los que se encontraron los romanos y que acomodaron a la pronunciación latina había denominaciones, cuyo sentido es ahora en muchos casos desconocido o dudoso, que tenían su origen en lenguas diversas como el fenicio-púnico (Gades, Cartago Nova), el griego (Emporion), el ibérico u otras (Ebusus, Osca, Ilerda, Toletum). 

Nombres latinos 

Al convertirse la península ibérica en provincia romana los intereses, sobre todo militares, condujeron a instalar centros de poder en poblaciones que ya existían o a crear nuevos emplazamientos, cercanos a otras desaparecidas o en evidente declive. En algunos casos se reemplazaron topónimos anteriores (Maiorica, Minorica, Frumentaria). Como era normal, las nuevas fundaciones llevaban nombres latinos, que a veces se basaban en nombres de persona, como se aprecia, por ejemplo, en Pace (Iulia), Emerita (Augusta), Cæsar Augusta, Valentia

Nombres nuevos describían características relevantes del lugar. A la llegada de los árabes estos nombres ya habían evolucionado en el latín vulgar, como auturo (ahora Altura en Castellón y Otura en Granada), salsu (El Jau en Granada, Sos en Zaragoza, el río Guada-Joz en Sevilla), pagu (que ha dado Pego en Alicante, Pago y Vega en Granada, y Priego en Córdoba) o vicu (Priego en Cuenca y Pliego en Murcia). 

Entre los genéricos con un adjetivo podemos recordar portu magnu (ahora Portmany en Mallorca, Portmán en Murcia, Portimão en Portugal); monte maiore (que ha dado Montemayor en Málaga y Huelva, Montemor-o-Velho en Portugal); monte sacro (Montejaque en Málaga, Montejícar en Granada, Monchique en Portugal).  

La adaptación al árabe de los nombres de la Antigüedad, ya fueran latinos o prerromanos, refleja el estado de la evolución del latín vulgar a comienzos del siglo VIII, su evolución fonética y morfológica. Pace (Iulia) pasó como Bāŷa, hoy Beja en Portugal, Emerita (Augusta) como Mārida, hoy Mérida; Cæsar Augusta como Saraqusṭa, hoy Zaragoza. 

Algunos topónimos prerromanos cambiaron de género y fueron tratados en árabe como femeninos; tal sería el caso de la sevillana Astigi convertida en Astiŷa, ahora Écija; Dianium en Dāniya, Dénia; Ebusus, Yābisa, Eivissa, o Sætabis, Šāṭiba, Xàtiva y, en Portugal, Civitas Igæditanorum, Idāniya, Idanha-a-Velha o Myrtilis Iulia, Mārtula, Mértola. 

Muchos nombres, sobre todo en toponimia menor, tomaron el artículo árabe, como se ve en vineolu que ha dado, entre otros, Albunyola en Mallorca, Albuñuelas en Granada o Arbuniel en Jaén. 

Idanha-a-Velha (Portugal). Wikimedia Commons.

Nombres árabes 

El tercer grupo al que he hecho mención es la toponimia árabe. En las nuevas denominaciones en esta lengua se usa a veces un nombre solo, pero lo más habitual es que vaya acompañado de otra palabra que lo califica o determina.  

Cabe señalar que las lenguas románicas asimilaron términos genéricos de etimología árabe aplicables a la geografía (aldea, alquería, atalaya, acequia, azud, rambla), cuya presencia no basta para convertirlos en «topónimos árabes», a menos que también sea árabe su segundo componente y así conste en las fuentes escritas. Los únicos que pueden considerarse en rigor genuinos «topónimos árabes» son los que tenían en esta lengua sus dos componentes. 

Así, vemos en Alcalá el nombre suelto; está combinado con otro nombre común en Calatañazor en Soria, Calatorao en Zaragoza, y con un nombre propio en Calaceite (Teruel), Calatrava (Ciudad Real), Calatalifa (Toledo) o Calatayud (Zaragoza); al ser el primer componente un nombre femenino, en casi todos estos casos se ha conservado la [t] antes del complemento.  

La península ibérica cuenta con capitales de provincia o de distrito con nombres de evidente ascendencia árabe. Unas tienen indiscutible étimo en nombres comunes, como las españolas Albacete ‘el llano’ y Guadalajara ‘el río de las piedras’ o las portuguesas Loulé ‘la altura’ y Algarve ‘el oeste’, que incluye una amplia región al sur de Portugal. A otras capitales se les nota menos, bien sea porque detrás hay un nombre propio, como en la portuguesa Faro (Hārūn), bien porque la etimología no ha sido bien establecida, como Almería en España y Aljezur en Portugal. 

Calatayud (Zaragoza) ‘la fortaleza de Ayyūb’. Wikimedia Commons.

Permanencia de la toponimia árabe y arabizada 

A lo largo del Medievo los dialectos romances hablados en los reinos del Norte (gallego-portugués, leonés, castellano, aragonés, navarro y catalán), cada uno en su propio estadio de desarrollo y evolución, se fueron implantando en los territorios que iban conquistando a los musulmanes. Se produjo entonces una nueva fase de adaptaciones y tanto los topónimos árabes como los de la Edad Antigua mantenidos en árabe sufrieron nuevos cambios al pasar a las varias lenguas románicas.  

Como el proceso de incorporación de tierras musulmanas a los estados norteños duró siglos y se produjo en diversas etapas, algunos nombres que derivan de una misma palabra pueden hallarse hoy bajo formas diferentes, que desvelan el estadio evolutivo en que se encontraban los diferentes dialectos románicos y el árabe hablado. De este modo el árabe al-ḫandaq ‘barranco’ pasó con <f>, <h> o <j>, según el momento de conquista; la <q> se mantuvo, se perdió o pasó a <g> y en las zonas no catalano parlantes tomó una vocal final de apoyo, resultando formas variadas como Alfàndec en Valencia, Alfande en Murcia, La Alfándiga en Castellón y Lugo, Alhándiga en Málaga y Salamanca, Alfántega en Huesca, Aljandaque en Málaga y Alfandega en Portugal. 

Aquel largo proceso histórico llevó a la despoblación de muchas zonas por la huida de sus habitantes, la redistribución de los efectivos humanos según los intereses económicos de los señores y la búsqueda de mejores condiciones de vida por parte del pueblo llano, con la consiguiente pérdida de nombres y topónimos, un fenómeno similar al que ocurre hoy por el abandono de lugares con población envejecida. Pero a la vez se creó un gran volumen de nuevas fundaciones con nombres en romance, es decir, con etimologías latinas iguales a las de los topónimos de fundación romana.  

Una alta concentración de toponimia árabe supone una discontinuidad en el poblamiento (abandono del lugar y posterior repoblación musulmana) o bien la creación de nuevos nombres o asentamientos debidos a muy diversas causas. Su mayor o menor densidad en una zona está en relación con la población hispano-goda en el siglo VIII, la evolución histórica de al-Andalus y el largo proceso de colonización cristiana. Esas y otras complejas razones históricas han hecho posible que se hayan conservado hasta hoy nombres árabes más o menos modificados.  

Algo parecido acaeció con el avance cristiano, pues los criterios de conquista fueron varios, desde el vaciado de toda la población musulmana de un lugar y ocupación cristiana –con conservación o no del topónimo– hasta el mantenimiento de prácticamente toda la población junto con los nombres de los lugares. En algunas zonas éstos pervivieron hasta el siglo XVI, cuando, tras la expulsión de los «moriscos» en 1609 se procedió a una segunda repoblación. 

Si el topónimo árabe está formado por un nombre y un adjetivo, en árabe ambos llevan artículo. Si está formado por un nombre y otro nombre, el primero no lleva artículo. Como se trata de construcciones fijas y cualquiera era consciente de que el grupo <al-> inicial era el artículo, se suprimió ya en época medieval al anteponerle el artículo romance, de modo que las construcciones calificativa y determinativa acabaron por confluir. Por ejemplo, el río que los romanos llamaban Baetis pasó a ser en árabe ‘el río grande’ hoy Guadalquivir; el tramo inicial del Turia es ‘el río blanco’ ahora Guadalaviar; ‘las montañas altas’ son ahora Javaloyes (Teruel). Su estructura aparenta ser igual a la de ‘la montaña del antimonio’ Jabalcón en Jaén, ‘la montaña de las fuentes’ Gibraleón en Huelva o ‘la montaña de Tāriq’ Gibraltar (Cádiz). 

Alfambra (Teruel), ‘la roja’. Fotografía de la autora.

Para acercarse a estudiar la toponimia 

El curioso que desee aclarar el significado de un topónimo concreto, sea país, región, ciudad, pueblo -habitado o despoblado- o cualquier otro accidente geográfico conocido, ha de tener en cuenta una serie de elementos implicados en su pesquisa. 

En primer lugar, debe recoger con exactitud cuantas grafías se hallen en fuentes escritas, tal como estén en los originales y cada una con su fecha, combinando esta información con un buen conocimiento del devenir histórico de la zona estudiada y los resultados de los trabajos arqueológicos publicados. 

Debe conocer bien las lenguas que a lo largo de los siglos estuvieron allí presentes, así como sus procesos de evolución (dialectología, morfología, fonética histórica…). 

Pero el estudio de los topónimos no se limita a cuestiones tratadas por la historia, la arqueología y la filología; mucho más importante que meditar y consultar diccionarios en un confortable despacho es conocer visualmente el terreno a estudiar y, de manera especial, hacer una buena encuesta fonética entre los habitantes del paraje que interesa.  

Hasta ahora los estudios filológicos de cierta solvencia sobre el tema son escasos. Falta un nomenclátor exhaustivo de los topónimos vivos durante la Edad Media en la península ibérica. Aunque hay interpretaciones sensatas para muchos topónimos, conviven con abundantes soluciones artificiosas, chocantes y extrañas. Quien no conoce una lengua, no puede reconocerla en un topónimo; entonces busca su etimología en otra, y si el resultado no responde a lo esperado, fuerza sin contemplaciones leyes de evolución fonética bien establecidas, o hace analogías simplistas, inspiradas en trabajos ajenos. Fracasan quienes no tienen en cuenta la acentuación, quienes no comprueban la realidad del lugar y, sobre todo, quienes trabajan sin documentación, sólo con la imaginación y un diccionario. 

Al-Andalus 

El tema de la toponimia de España y Portugal en la Edad Media atañe al importante corónimo árabe que se ha impuesto en la bibliografía y que encabeza esta y otras publicaciones anteriores. Este nombre, instalado con facilidad en la sociedad española, es de origen desconocido. Se ha propuesto, basándose en la homofonía, relacionarlo con los “vándalos”, también con el “Atlántico” y con la “Atlantida”; ninguna hipótesis está demostrada. 

De él contamos hoy con cuatro ortografías: la transcripción erudita de la grafía árabe al-Andalus, con el artículo en minúscula y sin acento gráfico, porque la lengua árabe no tiene acento prosódico fijo; la versión adaptada al portugués Al-Ândalus y la variante acentuada según la normativa española Al-Ándalus, pues ambas lo tratan como esdrújulo y escriben en mayúscula la primera letra, y la forma menos frecuente Alandalús, que pretende reflejar la pronunciación dialectal peninsular, que tal vez fuera aguda y aglutina el artículo al nombre y elimina de éste la mayúscula. 

Madrid 

Se dice que España es el único país europeo cuya capital tiene nombre árabe. Si bien su fundación a finales del siglo IX está documentada en las crónicas árabes de la época con el nombre de ḥiṣn maŷrīṭ, ignoramos cuál es el origen seguro y el significado de esa forma gráfica, que tal vez reflejara un nombre preexistente. Se ha propuesto hacerlo derivar del latín matrice y se ha querido hacer de él un híbrido árabe-latín (maŷrà + etum) pero tales explicaciones contravienen los principios elementales de la morfología de las dos lenguas implicadas. 

Advertencia final: cuanto más larga sea la explicación de la etimología de un topónimo en un libro o artículo, más oscuro es su origen y menos fiables las soluciones propuestas.


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