Adalides árabes de la transición en el Occidente islámico

Entre los siglos XIII y XVI, en torno al estrecho de Gibraltar, se dio un proceso excepcional de equilibrio de fuerza y búsqueda de nuevas hegemonías. El imperio norteafricano de los almohades ya no dominaba las dos orillas y el reino de Castilla ganaba fuerza en el territorio peninsular ibérico, proyectando sus pretensiones sobre los puertos africanos. Además de Castilla, los agentes más importantes en este equilibrio de poder fueron dos reinos musulmanes, uno peninsular, el nazarí de Granada, y otro norteafricano, el meriní de Fez. En esta lucha por la hegemonía política y económica sobre el Estrecho, el enfrentamiento se apoyó en factores tan diversos como las creencias religiosas y sus distintas interpretaciones, la procedencia étnica y su papel legitimador, la representación dinástica del poder o el paradigma epistemológico


Laila M. Jreis Navarro
Universidad de Zaragoza


Estrecho de Gibraltar. Wikimedia Commons.

Los espacios de equilibrio de fuerzas son de los más fructíferos en la historia humana. Se trata de contextos de negociación hegemónica donde, por un periodo de tiempo, ningún agente es capaz de someter indiscutiblemente a los otros. Estos espacios son sumamente interesantes porque dan lugar a culturas híbridas, aunque no están exentos de violencia, de ahí que nos debatamos entre verlos como procesos de transición o de ruptura. Entre los siglos XIII y XVI, en torno al estrecho de Gibraltar, se dio uno de estos procesos excepcionales. El imperio norteafricano de los almohades ya no dominaba las dos orillas y el reino de Castilla ganaba fuerza en el territorio peninsular ibérico y proyectaba sus pretensiones sobre los puertos africanos. 

Cúpula de la Parroquieta de Lope de Luna (s. XIV) en la Seo de Zaragoza. Fotografía de la autora.

Además de Castilla, los agentes más importantes en este equilibrio de poder son dos reinos musulmanes, uno peninsular, el nazarí de Granada, y otro norteafricano, el meriní de Fez. En esta lucha por la hegemonía política y económica sobre el Estrecho, hay una serie de elementos culturales y sociales que entran en juego. El enfrentamiento se apoyaba en factores tan diversos como las creencias religiosas y sus distintas interpretaciones, la procedencia étnica y su papel legitimador, la representación dinástica del poder o el paradigma epistemológico. Para comprender el rol de estos y otros factores en este periodo de transición, debemos tener en cuenta que ninguno de ellos estaba claramente delimitado ni era exclusivo de un agente en detrimento de otros. 

En el ámbito religioso, sabemos que tanto los reinos musulmanes como los cristianos hicieron uso de mercenarios no correligionarios para hacer la guerra. En las luchas dinásticas nazaríes a mediados del siglo XIV, el destronado sultán Muhammad V, tras casi tres años de exilio en el Magreb (1359-1362), no logra recuperar su trono del usurpador El Bermejo más que con ayuda del rey castellano Pedro I.  Este soberano de Castilla, conocido como El Cruel, fue acusado por sus detractores correligionarios de ser amante de moros y judíos; en su disputa dinástica con Enrique de Trastámara y en su guerra con Pedro IV de Aragón, conocida como la de los dos Pedros, echó mano del vasallaje nazarí. Los Reales Alcázares de Sevilla son testigo de este diálogo interreligioso, que formaba un triángulo con Granada y Fez. El trono de Castilla intervino en más de una ocasión para debilitar a la dinastía meriní, enviando aspirantes al trono magrebí que se encontraban en la Península bajo protección castellana o nazarí. Esta política de alianzas multilaterales y de intervencionismo fue la tónica de la transición durante el siglo XIV, dando lugar a un equilibrio precario que se fue debilitando a lo largo del XV. 

Imagen representativa de los movimientos y alianzas en torno al Estrecho en la crisis dinástica meriní de 1361. Elaboración propia.

El papel jugado por la religión no se limitó a la guerra de las élites, sino que tomó un carácter popular que desafiaba la propia soberanía de las dinastías. En el Magreb, el estado de debilitamiento patente de la dinastía en Fez provocó la discordia tribal y el despotismo de los agentes del poder encargados de administrar el territorio. Esta situación de disgregación venía arrastrándose desde el siglo X por todo el imperio árabe-islámico debida a la debilidad de la dinastía abasí en Bagdad. El exiliado visir granadino Lisan al-Din Ibn al-Jatib, que había acompañado a Muhammad V tras su destronamiento, da buena cuenta de la situación en el Occidente islámico a través de los relatos de sus viajes por el territorio meriní. El pueblo se hallaba empobrecido por los elevados impuestos, el poder de la capital no llegaba a aglutinar a las distintas tribus que se encontraban enfrentadas y la mayoría de los administradores actuaban de forma autónoma y estaban sumidos en la corrupción. La gente desesperada se reunía en torno a santones locales que practicaban un misticismo sencillo, alejado de las complicaciones conceptuales de siglos anteriores, heredadas de Oriente.  

Estas expresiones religiosas populares eran una especie de sufismo ritual que buscaba la salvación de la gente humilde y también se dio, aunque con menor fuerza, en la Granada nazarí. Las pequeñas hermandades que se organizaron en torno a hombres virtuosos cercanos al pueblo fueron una auténtica amenaza para el majzén –el gobierno central magrebí– y los meriníes lograron institucionalizarlas, no así los nazaríes. De este modo, en el Magreb, el halo de santidad se extendió a difuntos sultanes, como Abu l-Hasan, el gran derrotado de la batalla del río Salado (1340), a cuya tumba se peregrinaba. Asimismo, ganó fuerza la celebración del Mawlid –natividad del profeta Muhammad –, que fue acogida en el espacio cortesano y hasta en la propia Alhambra, donde los soberanos invitaban a estos místicos, haciéndose partícipes de su gran devoción ante el público. En otras palabras, los monarcas, los cortesanos y los alfaquíes, al ver sus esferas de poder político, religioso y educativo amenazadas por estos movimientos religiosos populares espontáneos y locales, optaron por su fagocitación y centralización, lográndolo con mayor o menor éxito. 

La madraza meriní de Salé, Marruecos. Fotografía de la autora.

En el ámbito social, es importante tener en cuenta dos factores, por un lado, la diferencia étnica entre los árabes venidos de la Península Arábica y los amazig –beréberes– [1], la población autóctona del norte de África; y por otro, la tensión entre la organización tribal propia de ambas etnias y los centros urbanos que sostenían la administración territorial de los distintos estados medievales.  

Desde los principios del Occidente islámico, cuando las tribus árabes invadieron el norte de África y, junto con las amazig, la Península Ibérica, siempre ha habido una relación de superioridad de la etnia árabe respecto a la amazig. Los descendientes de las tribus emigradas desde Arabia sostenían la legitimidad de los auténticos depositarios de la religión y de la cultura que traía consigo el avance del imperio árabe-islámico. Los líderes de estas tribus trazaban sus genealogías –como se sigue haciendo hoy en día en el mundo árabe– a los descendientes y compañeros del profeta Muhammad, cobrando, de esta manera, la legitimidad para ostentar el poder sobre las demás tribus y sobre los conquistados. El avance del imperio desde el este fue imparable hasta los Pirineos e implicó un complejo proceso de arabización e islamización de las tribus amazig norteafricanas y de la población autóctona en la Península Ibérica. Sin embargo, los árabes fueron siempre una minoría étnica en el Occidente islámico y, aunque lograron erigir un califato en Córdoba tras la estela de los omeyas de Damasco, su dominio sobre la orilla africana no resistió la disgregación del imperio oriental. De ahí la caída del califato ibérico, su división y, finalmente, el avance de los imperios norteafricanos de etnia amazig sobre el espacio del Estrecho. A pesar de ello, los líderes amazig forjaron muchas de sus genealogías para trazar una relación directa con Arabia y, así, ganar legitimidad. 

Otra excepcionalidad del contexto socio-político de los reinos nazarí y meriní, que heredaron este tira y afloja entre las dos orillas, es que, una vez más en la historia del Occidente islámico, ninguna de sus orillas dominaba a la otra. Esta situación ya había sucedido en tiempos de las primeras y las segundas taifas, durante la transición entre grandes bloques de poder como el califato omeya y el imperio almorávide. En el caso que nos ocupa, tras el declive de los almohades, la orilla norte del Estrecho estaba gobernada por una dinastía de origen árabe, la nazarí, y la sur, por una de origen amazig, la meriní. Ambas dinastías tuvieron que remontar sus genealogías a los orígenes del imperio árabe-islámico para legitimarse. En Oriente, la sombra de este imperio cedía ya el paso al siguiente gran imperio islámico, el turco otomano, que dominará la historia moderna en el Mediterráneo oriental. A decir de Ibn Jaldun, el gran historiador y pensador árabe tunecino del siglo XIV, los árabes habían perdido su predominio sobre los extranjeros; los persas y los turcos se habían sucedido en el control del califato oriental desde mediados del siglo X y los beréberes del occidental. 

Cúpula del salón de Embajadores del palacio de Pedro I en los Reales Alcázares de Sevilla. Wikimedia Commons.

En el Magreb de la época, esta complejidad étnica traía además consigo la pervivencia de la estructura organizativa tribal en todo el territorio estatal. Los imperios norteafricanos y de igual modo su heredero en el siglo XIII, el reino meriní, estaban basados en la superposición de la organización administrativa estatal sobre la división territorial tribal. El Estado era fuerte en la medida en la que conseguía aglutinar a las distintas tribus, ya sea bajo una ideología religiosa ya por acuerdos entre los distintos jefes tribales. El estado natural de las tribus era de constante enfrentamiento, no solo entre las árabes y las amazig que se encontraban en el territorio, sino también entre las distintas tribus amazig que se consideraban dueñas de sus propios territorios. A diferencia del norte africano, la sociedad andalusí había perdido ese sentimiento tan fuerte de pertenencia y de lealtad tribal y las estructuras estatales se hallaban más arraigas. 

En todo el Occidente islámico, los estados se apoyaron en centros urbanos principales y secundarios para administrar las distintas divisiones territoriales y emanar el canon religioso y cultural sancionado por el gobierno central. Además de Granada y Fez, tenemos ciudades tan importantes como Málaga, Marraquech o Tremecén. La tensión entre lo urbano y lo tribal es otra de las claves para comprender por qué las tribus magrebíes no consiguieron reunir la fuerza necesaria para volver a cruzar el Estrecho. El gobierno formaba parte de las élites urbanas y las disputas dinásticas se resolvían en base a alianzas tribales. La dinastía meriní, perteneciente a una tribu amazig, necesitaba el apoyo de otras tribus para gobernar; estas tribus podían ser árabes o amazig y sus lealtades eran volátiles. A mediados del siglo XIV, la debilidad del gobierno central de Fez produjo una división del reino meriní entre norte y sur que respondía al deseo de independencia de las tribus amazig en torno a Marraquech. 

En definitiva, el equilibrio de fuerzas en torno al estrecho de Gibraltar en este contexto de transición era de una precariedad suma. ¿Cómo afectó esta situación a los intelectuales de la época? Se podría decir que estos tiempos inciertos pusieron a prueba el sistema de valores previo como nunca había sucedido antes, imponiendo un predominante aire de ortodoxia en la expresión literaria y en el pensamiento. Se abandonó la profundidad místico-filosófica de siglos anteriores y, en general, las ciencias racionales. La poesía y la prosa adquirieron un gusto por la rima que intentaba vanamente ocultar su vacío conceptual. En la Granada nazarí, la elite se aferró a una arabidad asediada.

Taca del salón de Comares en la Alhambra con un poema epigráfico de Ibn al-Jatib. Patronato de la Alhambra.

Sin embargo, el tiempo es un continuo flujo de cambio y toda decadencia engendra su renacer. El germen de la modernidad se encontraba en las mentes de todos aquellos pensadores del Occidente islámico que vivían su época con consciencia global. Poco antes de la caída de la última entidad política andalusí, a mediados del XIV, un grupo de intelectuales conectados por una red de amistad comenzó a manifestar esta transición en su obra, avisando de los nuevos tiempos que estaban por venir. La mayoría de estos adalides eran de origen árabe y trabajaban al servicio de los distintos sultanes, pertenecían a las dos orillas del Estrecho y eran depositarios de la cultura árabe-islámica andalusí que se proyectaba desde el sur peninsular a todo el territorio del Occidente islámico. Aquellos intelectuales que no eran andalusíes mantenían una estrecha relación con la dinastía nazarí y habían llevado a cabo alguna estancia en Granada. En esta red despuntaban dos personalidades, el andalusí Ibn al-Jatib y el magrebí Ibn Jaldun, ya citados, pero comprendía otras como al-Balafiqi, Ibn Jatima, al-Yazna’i, Ibn Marzuq, Ibn Luyun o al-Shatibi. 

Las obras de la transición contienen fragmentos del nuevo paradigma que se estaba forjando a finales del medievo, una fusión entre el Oriente premoderno y el Occidente moderno. Estas muestras se pueden apreciar claramente en los escritos de los autores principales, por su prolijidad, extensión y pervivencia; faltan muchas piezas del puzle que se han perdido, destruido o permanecen ocultas. El nuevo paradigma moderno se manifestaba de muy diversas formas: a través de una expresión individual menos sujeta al canon literario; en la generación de conocimiento en base a la observación empírica, o por medio de la liberación de la lengua literaria de su corsé retórico para hacer su contenido más accesible.  

En estos términos, vemos cómo esta red de hombres de letras y de ciencias ofrece obras autoexpresivas difíciles de clasificar dentro de los géneros literarios habituales; no son biografías ni relatos de viaje, sino que empiezan a obligarnos a emplear términos modernos como ‘memorias’ y ‘autobiografía’; sucede con obras como la Nufada de Ibn al-Jatib o el Ta’rif de Ibn Jaldun. En cuanto al conocimiento científico, el relato histórico se construye en atención a los factores sociales y económicos, siguiendo una lógica más propia de la sociología que de la crónica; la medicina busca su razón de ser en el ser humano y en su entorno, alejándose de justificaciones esotéricas y religiosas; y en agricultura, los planteamientos teóricos ponderan la practicidad y la experimentación en el medio. El pensamiento filosófico encuentra un último reducto en la excepcional obra mística de Ibn al-Jatib que posteriormente será un motivo para su asesinato. La lengua árabe, que se consideraba anquilosada, pasaba por dos procesos según el registro de uso. En las epístolas, las cartas y los poemas, donde primaba la rima y el artificio, se crean nuevas imágenes, formas y palabras para ocultar significados e impactar al lector docto. Fuera del registro cortesano, la lengua seguía un proceso de simplificación, señalado por los propios adalides del movimiento, para poder narrar sucesos y expresar ideas a un mayor público. A todo ello se suman importantes propuestas de reformismo estatal en el pensamiento político y jurídico, que trataban de responder al cambio social y epistemológico. 

En este contexto de transición y a medida que se iba rompiendo el equilibrio de fuerzas, el proyecto generacional de estos intelectuales quedó superpuesto a un mundo vencido y refugiado en la rígida ortodoxia, sin lograr calar en el entorno. Varios miembros de esta red de innovadores que se encontraban muy cerca del poder tuvieron que exiliarse del Occidente islámico a Oriente para salvar la vida. Su obra, vista en retrospectiva, era más propia de tiempos modernos y, de hecho, tuvo más sentido para los moradores de siglos posteriores.


Notas:

  • [1] Se utilizará en lo sucesivo el término ‘amazig’ en lugar de ‘bereber’ porque este último responde a una denominación aplicada a esta etnia por los conquistadores de los territorios de sus tribus: romanos y árabes. El término ‘amazig’ es el utilizado por los miembros de esta etnia para referirse a sí mismos. En lo sucesivo, solo se empleará ‘bereber’ cuando se haga referencia a una mención en una fuente histórica que utiliza explícitamente este término y no el uso contemporáneo que prevalece en este artículo.

Para ampliar:

  • Kably, Mohamed. Société, pouvoir et religion au Maroc à la fin du ‘Moyen-Age’ (XIVe-XVe siècle). París: Editions Maisonneuve et Larose, 1986.  
  • Viguera Molins, María Jesús (coord.). Historia de España [de Menéndez Pidal]. El reino nazarí de Granada (1232-1492). Sociedad, Vida y Cultura. Madrid: Espasa-Calpe, 2000.