Una España de sangre mora: las derechas y la herencia arabobereber

Entre los años finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX casi lo único que unía a las derechas españolistas era su animadversión hacia toda la izquierda. Pero, más allá de esa coincidencia, tenían muchas diferencias. Una de ellas era su concepción del pasado andalusí de España


Fernando Bravo López
Universidad Autónoma de Madrid


Falangistas recibiendo a una comisión de chicas marroquíes en visita en Burgos durante la Guerra Civil (1938). Biblioteca Digital Hispánica.

Sangre árabe, sangre mora, sangre española 

Entre finales de 1926 y principios de 1927 tuvo lugar una curiosa polémica entre el escritor aragonés Gregorio García-Arista y el periodista cordobés Antonio de la Rosa. La disputa comenzó a raíz de unas palabras del primero en las que venía a reproducir la tradicional imagen de los musulmanes y los judíos como enemigos de España, y en las que, además, se burlaba de la creencia de que los árabes hubieran aportado algo a la civilización española o europea (ABC, 4 de diciembre de 1926). 

A esto contestó de la Rosa indignado, tildando a García-Arista de “xenófobo incorregible”, reivindicando las aportaciones de la “España árabe” a la civilización universal y esgrimiendo, orgulloso, la “sangre hidalga de caballero árabe” que todavía llevaba el pueblo andaluz en sus venas (La Voz, 11 de diciembre de 1926). 

En su contrarréplica, García-Arista, mientras tildaba a su oponente de “moro” y “faquí”, dio un giro a su argumento: retomando las ideas de la escuela de arabistas españoles, reconocía la grandeza de la civilización musulmana de la España medieval, pero afirmaba, sin embargo, que sus autores no fueron árabes ni bereberes, sino musulmanes de “raza española”; es decir, población autóctona “española” conversa al islam. De manera que ni España ni Europa debían nada a los árabes. Todo era obra de verdaderos españoles de “raza”. Los árabes no habían aportado nada, ni siquiera su sangre, que se había diluido desde muy pronto en el torrente de la “raza española”. De manera que podía decirse que, en realidad, “la Reconquista fue una guerra civil” entre españoles de diferente religión (ABC, 6 de enero de 1927). 

Tanto Antonio de la Rosa como Gregorio García-Arista eran personas pertenecientes a lo que podríamos llamar la derecha españolista. Ambos apoyaron la dictadura de Primo de Rivera y ambos saludaron con entusiasmo el golpe militar del 18 de julio de 1936. Sin embargo, los dos tenían una visión muy diferente del pasado de España y de los elementos “raciales” que caracterizaban a la nación española. Eso también implicaba que, a pesar de las afinidades políticas entre ambos, concebían de manera algo diferente cómo debía ser la España del futuro y su relación con Europa: una España en la que el elemento racial arabobereber resultaba determinante era una España racialmente alejada de Europa, con todo lo que ello implicaba; en cambio, una España que se había mantenido racialmente inalterada por la influencia arabobereber, era una España racialmente cercana a Europa que podía seguir considerándose “Faro de Occidente”. Determinar esto resultaba de vital importancia en una época en la que se dirimía cuál debía ser el lugar de España en el mundo: si debía “europeizarse” para superar el estado de decadencia en el que se encontraba, o si debía mantenerse fiel a su particularismo castizo y alejarse del ejemplo europeo, al cual, precisamente, se achacaba la razón de la decadencia. 

Portada de la partitura del pasodoble «Sangre Mora» de Ramón Coll (1923)

Las derechas españolistas tenían, sobre esto, diferentes visiones. De hecho, entre los años finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX casi lo único que las unía era su animadversión hacia toda la izquierda —desde la liberal hasta la anarquista—, que de manera clara era identificada con el legado de la ilustración francesa. Pero, más allá de esa coincidencia en el enemigo, las derechas, desde el carlismo hasta los falangistas, pasando por los liberales conservadores alfonsinos y los nacionalcatólicos, tenían muchas diferencias, diferencias que en el momento del golpe de Estado del 36 se pusieron momentáneamente a un lado, pero que no tardarían en reaparecer durante los primeros años del franquismo. Una de esas diferencias, como hemos visto, era su concepción del pasado andalusí de España.  

Dentro del tradicionalismo carlista puede identificarse una línea — personificada por el arabista Francisco Javier Simonet— que se mostraba abierta a reconocer la españolidad de la mayor parte de los andalusíes, pero que, en general, negaba cualquier virtud a ese pasado, identificado con una doctrina maligna: el islam. Sin embargo, lo más común es que en el carlismo se identificara a los andalusíes como extranjeros invasores que habían sido justamente expulsados a África, por el bien de la civilización cristiana. En este sentido, los musulmanes andalusíes constituían “el otro” contra el cual el pueblo cristiano había luchado para liberarse. Y, obviamente, esa lucha se hacía extensible al periodo contemporáneo, identificando al enemigo medieval, el “sarraceno”, con el enemigo del momento, ya fuera el marroquí —con el que se negaba todo parentesco: “rechazamos todo género de parentesco con los fanáticos del Korán”, decía El Baluarte (27 de octubre de 1893)—, o ya fuera el liberal o el izquierdista. 

Entre los nacionalcatólicos esa visión estaba también muy presente, con la salvedad de que la lucha de los cristianos contra la invasión no sólo se había realizado por el bien del Trono y el Altar, sino también, y de manera indisoluble, por el bien de la Nación, de la única nación española que resultaba, para ellos, posible: una nación católica. De esta forma, los musulmanes —o “los moros”, como les solían llamar— constituían ese “otro” contra el cual se había construido el carácter católico de la nación. Tal y como diría Ramiro de Maeztu (1934: 205), “El carácter español se ha formado en lucha multisecular contra los moros y contra los judíos”. Y, poco después, Manuel García Morente afirmaba que “Lo ajeno es a la vez musulmán y extranjero. Lo propio es, pues, a la vez cristiano y español” (1961: 287), algo que se concebía como fruto del designio de la Providencia, lo que mostraba que España había sido elegida por Dios para la defensa de la Cristiandad; ése era su propósito, su razón de ser. 

«Santiago y cierra España». Ilustración de las páginas finales de Defensa de la Hispanidad de Ramiro de Maeztu (1934).

Sin embargo, como hemos visto, no todos en el nacionalcatolicismo pensaban igual. Gracias a la influencia de Marcelino Menéndez Pelayo, que a lo largo de su vida había ido acercándose a los postulados de la escuela de arabistas españoles, y gracias, obviamente, a estos últimos —cuyos más destacados representantes se situaban dentro del conservadurismo católico—, personas como García-Arista —quien, de hecho, fue discípulo de Menéndez Pelayo— habían aceptado la plena españolidad de los musulmanes andalusíes, a la vez que negaban cualquier aportación de los árabes y bereberes. 

En otros ámbitos de la derecha española, por el contrario, se aceptó plenamente el legado arabobereber. En una parte de ese heterogéneo sector de las derechas que empezó a tomar forma durante la Segunda República inspirado por los fascismos italiano y alemán, en Falange y en las JONS, la reivindicación de esa herencia se mantuvo muy presente. 

La sangre mora (o árabe) de los españoles 

Esa concepción acerca de los orígenes del pueblo español tenía una larga historia de la que no podemos ocuparnos aquí, pero quizás sí merezca la pena señalar que se trataba de una visión muy extendida en la España de finales del XIX y principios del XX; una visión que traspasaba fronteras ideológicas y que, al contrario de lo que se ha pretendido en ocasiones, no estaba restringida, ni mucho menos, al andalucismo. Se podría decir incluso que, entre las diversas formas de concebir la identidad nacional española durante esa época, hubo al menos una de ellas que se construyó sobre el pleno convencimiento de que los españoles tenían, de manera más o menos acusada, un origen moro o árabe —pues ambos orígenes solían confundirse en los discursos, y en ocasiones se añadía también el origen judío—. 

Desde finales del siglo XIX muchos españoles utilizaron esa imagen, mezclada con los más extendidos estereotipos orientalistas y racistas aplicados a sí mismos, para denunciar diversos aspectos que no gustaban de su propia sociedad, atribuyendo el origen de todo ello a la influencia de su herencia biológica arabobereber. Lo más común fue achacar a la influencia de la sangre árabe o mora la supuesta incapacidad congénita de los españoles para seguir el sendero marcado por Europa y vivir en una democracia plena. Incluso algunos de los más importantes novelistas españoles de finales del XIX y principios del XX se hicieron eco de estas ideas. Por ejemplo, Emilia Pardo Bazán hizo decir a uno de sus personajes que “con la sangre árabe que llevamos en las venas y nuestra eterna indisciplina”, la democracia, que era posible en los países de Europa del norte, resultaba imposible en España (1910: 134). Y, en la que es quizás la principal novela de Pío Baroja, El árbol de la ciencia (1911), uno de sus personajes iba más allá aun, y achacaba todos los males de la sociedad española a “lo que queda de moro y de judío en el español” (2012: 262). 

Como hemos señalado, en las derechas españolistas esta visión estuvo muy presente, en parte porque fue una de las bases sobre las que se sustentó el discurso de la “hermandad hispano-marroquí”, que fue profusamente utilizado para legitimar el colonialismo español al otro lado del Estrecho. 

Chicas falangistas paseando por Plasencia con soldados marroquíes durante la Guerra Civil. Biblioteca Digital Hispánica.

Este discurso, que normalmente se suele representar como homogéneo, fue, en realidad, una diversidad de discursos de diferente origen y fundamento que, en ocasiones, aparecían mezclados, dando forma a la idea de la existencia de una hermandad de sangre, “racial”, entre españoles y marroquíes. A grandes rasgos, podemos distinguir dos variantes. Por un lado, existió una —que quizás podríamos considerar más académica, pues solía apoyarse en la antropología de la época— que defendía la existencia de un vínculo racial desde la Prehistoria: una misma raza, a veces llamada “íbera”, a veces llamada “mediterránea”, habría vivido a ambos lados del Estrecho y se habría mantenido más o menos estable en su composición “racial” hasta época contemporánea. El ejemplo más claro de este tipo de formulación es el representado por un discurso de Joaquín Costa (1884: 305) en el que aseguraba que la sangre no separaba a marroquíes y españoles, que “los moros y los españoles son hermanos”, pues pertenecían “a una misma raza mediterránea”. 

Esta primera variante también tenía una larga historia que recientemente ha sido estudiada por Carlos Cañete, y es la que tiene más en común con la idea de la “España musulmana” defendida por la escuela de arabistas españoles, pues manejaba la idea de que un mismo “sustrato racial” había pervivido a lo largo de los siglos, nula o escasamente alterado por la conquista arabobereber del siglo VIII. Sin embargo, hasta donde sabemos, los arabistas españoles no parece que defendieran ninguna suerte de hermandad hispano-marroquí basada en nociones raciales —en 1940, Asín Palacios defendería, en todo caso, la existencia de una “hermandad espiritual”, no racial—. De hecho, Julián Ribera, en sus textos de 1901-1902 sobre “La cuestión de Marruecos” no hizo referencia, ni una sola vez, a esta idea de hermandad. El único parentesco racial que atribuía a los españoles era, por el contrario, con Francia (2008: 181). 

La segunda variante —que podríamos considerar más popular— resultaba totalmente contradictoria con la primera: en lugar de inalterabilidad de la raza, defendía que, como producto de la conquista arabobereber, se había producido en la Península un profundo mestizaje, y, como producto de éste, defendía la existencia en los españoles de un elemento racial arabobereber que resultaba determinante, definitorio. Era en base a esa visión del pasado como se afirmaba la existencia en el presente de una hermandad de sangre entre marroquíes y españoles: los españoles llevaban sangre árabe o bereber en sus venas —y a veces esta idea se conjugaba con la de que también los marroquíes llevaban sangre española—. Es precisamente esta variante más “popular” la que cabe encontrar en las versiones del discurso de la hermandad hispano-marroquí más presentes entre algunos sectores de la derecha españolista, principalmente entre los falangistas y los militares africanistas vinculados al golpe militar del 36. 

“Sangre de Marruecos y de España” 

Durante la Guerra Civil resultó más que llamativo que el bando que invocaba la imagen de la Cruzada y la Reconquista para legitimar su lucha contra la República fuera, precisamente, el bando que empleaba tropas musulmanas, que recibía con todos los honores a los notables marroquíes que visitaban la Península, y que, incluso, les invitaba a rezar en la mezquita de Córdoba (Diario de Córdoba, 6 de abril de 1937). Las autoridades franquistas costearon asimismo, durante muchos años, los gastos de la peregrinación a La Meca, momento en el que se aprovechaba para resaltar la “hermandad ligada por lazos de sangre” entre marroquíes y españoles (Azul, 5 de enero de 1939).

Esta situación era difícil de justificar desde el punto de vista del tradicionalismo católico imbuido del espíritu cruzado. Las contradicciones resultaban evidentes, y, en algunos casos, palmarias. Así, por ejemplo, el diario falangista Labor podía saludar en una columna a “los soldados marroquíes en esta hora de triunfo” con un “Dios os salve viejos guerreros del Islam”, considerándolos miembros de una “raza hermana”, mientras, en la columna paralela a ésta, hablaba de la toma de Guecho por los requetés llamando a la ciudad “La Meca de Aguirre el gran Mahoma eusko” (Labor, 21 de junio de 1937).

Retrato del gran visir Sidi Ahmed b. Abdelkrim el Gammia. Labor, 21 de junio de 1937.

En cambio, desde el punto de vista de los sectores más secularizados del fascismo, la situación era más fácilmente justificable: sólo había que apelar a esa imagen tan solidificada por la tradición de la hermandad de sangre entre españoles y marroquíes. 

Así, la propaganda franquista se hacía eco de este tipo de ideas cuando, por ejemplo, se hablaba de la presencia de tropas marroquíes en algunas celebraciones: en la localidad madrileña de Griñón, con motivo de la celebración del “Cristo aparecido”, un periodista describía el abrazo entre el teniente coronel Manuel Coco y un caíd musulmán refiriéndose a la hermandad entre ambos pueblos y señalando que, en ese momento, “sentíase también que la sangre mora que en sus venas llevaba el español y la española que llevaba el moro latían en los corazones de aquellos dos hombres con la misma fuerza que marroquíes y españoles luchan unidos ahora para salvar a España” (Imperio, 19 de junio de 1937). Es precisamente esta misma idea de comunidad de sangre la que encontramos en un famoso discurso de Francisco Franco pronunciado en 1937: “España y el Islam han sido siempre los pueblos que mejor se comprendieron. Cuando por estos lugares y estos campos, vuestros antepasados pasaron, el pueblo musulmán tuvo una cultura, una ciencia, una grandeza, grandeza que se funde en sangre de Marruecos y de España” (ABC (Sevilla), 3 de abril de 1937).

Carmen Franco y Serrano Suñer reciben en Burgos a una comisión de chicas marroquíes (1938). Biblioteca Digital Hispánica.

Por las mismas fechas, José María Pemán, situado a medio camino entre los círculos de Acción Española y Falange, justificaba la presencia de tropas marroquíes apelando al “mestizaje”, producto de la convivencia medieval con los árabes, que había dado como resultado la civilización “más rica y sutil de la Edad Media” (El Día de Palencia, 11 de noviembre de 1937). Que un orador filofalangista como él diera la bienvenida a la aportación árabe, semita, y al mestizaje racial y cultural propiciado por la conquista del 711, no es extraño. Durante los años 30, dos visiones diferentes acerca de “la raza” y el racismo pugnaron en el seno del fascismo español: una que, influida por el nazismo, defendía la pureza racial como ideal y percibía como una amenaza cualquier influencia semita, y otra que, basada en la idea católica de “hispanidad”, defendía la diversidad racial dentro de la unidad espiritual. El mismo Pemán, en 1932, defendía que “nuestra tradición no es, pues, una tradición de ‘raza’, sino al contrario: de universalidad. El ‘racismo’ —que es exclusivismo y ruptura de la universalidad— es planta protestante y germánica” (El Día de Palencia, 18 de octubre de 1932). De hecho, Ernesto Giménez Caballero, situando a España, por su herencia arabobereber, a medio camino entre Oriente y Occidente, llegaría a considerar que lo que caracterizaba al país era su “genio antiracista” (1938: 88). Incluso Imperio, poco después (16 de agosto de 1938), publicaría un artículo en el que se afirmaba que “La Falange no es, ni puede ser, ‘racista’, si antes no traiciona su Doctrina y vacía de sentido su concepción de hombre, de Patria, de Imperio.”  

Eso no hizo, ni mucho menos, que desapareciera la tendencia racista dentro del fascismo español, y no empezaría a hacerlo hasta la derrota de Alemania en 1945, cuando ese sector de Falange fue siendo poco a poco arrinconado en favor de posturas más ortodoxamente católicas. De hecho, se podía defender el mestizaje de los españoles y, a la vez, una visión totalmente racista de la historia en la que la herencia arabobereber desempeñaba un papel determinante y explicaba los conflictos que la sociedad española afrontaba. El mismo José Antonio Primo de Rivera, poco antes de su ejecución, defendió en “Germanos contra bereberes” (1996: 160-166) ideas muy semejantes a las ya manejadas por Onésimo Redondo, que venían a explicar la historia de España como una lucha entre españoles godos de origen ario, identificados con la casta dirigente, y españoles de origen bereber, identificados con la masa popular, especialmente la de las poblaciones del Sur y Sureste peninsular, así como con “toda la intelectualidad de izquierda, de Larra hacia acá”. 

Representación marroquí durante el «Desfile de la Victoria» (1939). Biblioteca Digital Hispánica.

La lenta imposición de la “España musulmana” 

La visión de Antonio de la Rosa, basada en la idea de la influencia determinante de la sangre arabobereber en la constitución racial de los españoles, empezó a ceder, poco a poco, a lo largo del franquismo. La visión de García-Arista empezó a imponerse, sin que terminara de borrar del mapa la de su contrincante, que, de hecho, ha seguido estando muy presente en la sociedad española hasta el día de hoy, aunque ya muy poco entre las derechas españolistas. 

En este proceso ayudó el éxito que tuvo el trabajo de los discípulos de los arabistas Julián Ribera y Miguel Asín, Ángel González Palencia y Emilio García Gómez, quienes siguieron defendiendo las ideas de sus maestros desde posiciones privilegiadas dentro del régimen franquista. El mismo José María Pemán, en los años 50, parecía haber evolucionado en su pensamiento para ir matizando poco a poco la idea de la mezcla de sangres e ir abrazando la idea de que, a pesar de la conquista arabobereber, a lo largo de la Edad Media había existido una preeminencia del elemento indígena, hispano, y que la aportación arabobereber al torrente sanguíneo español fue muy escasa, de manera que “los moros de España, aunque conservaran toda la apariencia exterior de moros, eran casi totalmente españoles de sangre y de raza,” lo cual explicaba el esplendor de la civilización andalusí (1950: 81). 

Importante fue también la paradójica influencia que ejerció entre algunos autores vinculados al régimen la obra de quien fue, de hecho, presidente de la República en el exilio, Claudio Sánchez-Albornoz. Así, en contra de la interpretación que del pasado de España hacía Américo Castro, Sánchez-Albornoz se acogió a las teorías de los arabistas españoles para sostener que la influencia semítica en España había sido desdeñable, y que la gran mayoría de los andalusíes habían sido españoles autóctonos. A ello se debía la grandeza de la civilización de al-Andalus, y no a aporte semítico alguno. Si algo había hecho la invasión musulmana era apartar a España de su destino europeo. Era ahí donde cabía encontrar su desencuentro temporal con Europa. La “Reconquista” había venido, según él, a poner remedio parcial a esa separación al salvar a España de la crueldad, la estulticia y la barbarie de los pueblos islámicos, y al devolver a España al camino que “el destino” le había marcado: el de Europa (1983: esp. 30, 39). 

Debido a esos desarrollos, en los años sesenta era posible encontrar, en uno de los manuales de Historia de España más divulgados durante la época —con 10 ediciones entre 1963 y 1974—,  lo siguiente: “No se puede hablar de la arabización de España y de su raza”, pues “la gran masa de la población peninsular había absorbido a los escasos conquistadores bereberes, y únicamente algunas familias de origen árabe puro formaban una minoría racial” (1974: pp. 77 y 90). 

A pesar de todo, la idea de la “sangre mora” de los españoles sobrevivió a lo largo de todo el franquismo. En 1959, el que sería premio nobel de literatura en 1989, Camilo José Cela, todavía afirmaba que “ni un solo español está libre de ver correr por sus venas sangre mora o judía”. Y, ya en Democracia, Ernesto Giménez Caballero seguía situando a España a caballo entre Oriente y Occidente, y se felicitaba de las particularidades del carácter español, atribuyéndolo a la herencia arabobereber que permitía definir a los españoles como “euromoros: mitad europeos, mitad mogrebíes” (ABC, 20 de abril de 1977).

Ernesto Giménez Caballero durante la Guerra Civil. Biblioteca Digital Hispánica.

No es extraño, por tanto, que Juan Carlos I —una persona educada en el africanismo franquista y que recibió su legitimidad del golpe del 36—, afirmara, en 1979, lo siguiente:  

“Con frecuencia se ha dicho que Marruecos y España se encuentran respectivamente en la interioridad misma de sus pueblos y de su más íntimo ser histórico, sin ninguna distancia que les aleje de la historia del país vecino. Yo suscribo esta afirmación.”

(2018: 36

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¿Qué ha sido de esta tradición de identificación con la herencia arabobereber, tan presente en algunos sectores de las derechas españolistas hasta no hace tanto? Todo parece indicar que ha quedado definitivamente arrumbada junto con su rival, la idea de la “España musulmana”, cada vez más marginada en ese sector ideológico por las visiones vinculadas al tradicionalismo y al nacionalcatolicismo, visiones que niegan todo parentesco con los musulmanes y ven en el pasado andalusí —así como en sus adversarios de izquierda— algo extranjero, maligno y amenazante que debe ser combatido, vencido y expulsado, según lo que la Providencia ha dispuesto para España. 


Para ampliar: 


Lola Flores, «Mi sangre mora» (1969)