Las fuentes árabes (o cómo sabemos lo que sabemos sobre al-Andalus)

Resulta incontestable que al-Andalus cuenta con uno de los mejores conjuntos de evidencias históricas producidos en el seno de una sociedad alto y pleno medieval


Eduardo Manzano
Instituto de Historia – CSIC


Comienzo de la Historia de Ibn al-Qūṭiyya, Biblioteca Nacional de Francia, ms. arabe 1867

Existe un tópico muy arraigado que pretende que las fuentes árabes, o bien son poco fiables, o bien son escasas y poco útiles para la interpretación histórica. En este escaso aprecio por los textos de los autores árabes medievales creo que resuenan todavía los prejuicios de la erudición decimonónica, que consideraba que, si en una crónica árabe las cifras de combatientes en una batalla eran muy abultadas, ello se debía a “la desbocada imaginación oriental”; si un texto recogía grandes elogios hacia un gobernante, ello era fruto del consabido servilismo hacia el déspota de turno. Únase a ello que la inclusión de leyendas o consejas era síntoma evidente de “fantasías propias de las Mil y Una Noches”, mientras que las invocaciones o narraciones piadosas constituían muestras evidentes del inevitable y omnipresente “fanatismo religioso” de los “mahometanos”. Poco puede extrañar, por lo tanto, que al amalgamar todos estos prejuicios la ardua labor de los esforzados cronistas árabes de época medieval quedara a la altura del betún y sus textos adquirieran una cierta pátina de descrédito. El mensaje de la primera tradición positivista forjada en época colonial venía a ser, pues, que todo cuanto procediera de la tradición árabe tenía el mismo nivel de veracidad que el que se podía atribuir a cualquier indígena cuando trataba con el gobierno de la metrópoli y que se resumía en una sola palabra: engaño.

Esta actitud de desconfianza teñida de una superioridad intelectual, en virtud de la cual la tradición historiográfica occidental era considerada más de fiar que la que encarnaban las siempre taimadas civilizaciones orientales, se ha perpetuado hasta nuestros días mucho más de lo que parece. No es nada infrecuente escuchar (o leer) a reputados historiadores quejarse mucho de las fuentes árabes con las que les ha tocado trabajar, enhebrando una serie de lamentos que se repiten con frecuencia: son tardías respecto a los hechos que narran; son sólo recuentos de hechos políticos y militares, que apenas ofrecen datos sobre la sociedad que las genera; ignoran a los campesinos; son demasiado oficialistas; responden sólo a los intereses de la clase gobernante, etc. Este cúmulo de apreciaciones contrarias a las fuentes árabes se desliza en numerosos estudios generándose así aparentes certezas, que concluyen con la condena inapelable de unos materiales que se considera que no están a la altura de lo que nos ofrece el vergel historiográfico que, en cambio, habría florecido en Occidente.

Las consecuencias de esta sentencia condenatoria sobre los materiales textuales árabes han sido también mucho mayores de lo que parece. La falta de confianza en esos materiales abre la puerta para que algunas interpretaciones históricas decidan prescindir de ellos parcial o totalmente, alimentando conclusiones a veces deslavazadas, a veces sesgadas y, a veces, simplemente fraudulentas, pues en la ausencia de esa correa que sujeta la imaginación de quienes escribimos historia y que se conoce como “evidencia” los malos historiadores y los mercachifles pueden campar a sus anchas. No conozco a ningún historiador serio de la Antigüedad al que se le ocurra decir que el testimonio de Tito Livio sobre la conquista romana de Hispania es una invención porque este autor vivió doscientos años después de Escipión el Africano, pero si del que hablamos es de ‘Abd al-Malik b. Ḥabīb (m. en 853), su incorregible origen y autoría árabes, unidos a la distancia cronológica que le separa de la conquista del 711, sirven para cuestionar toda su obra y albergar serias dudas de que no esté tratando de realizar el consabido engaño al que tan propenso ha sido y es su pueblo.

La historiografía romana es, de hecho, un buen elemento de comparación para la árabe en general y la andalusí en particular. A quienes tanto se quejan de las crónicas andalusíes quizá no vendría mal recordarles los materiales cronísticos con los que tiene que trabajar un historiador del gobierno del emperador Augusto, los cuales se cuentan con los dedos de una mano e incluyen testimonios como el del historiador Suetonio, que, como todo el mundo sabe, no es precisamente un dechado de objetividad. Si trasladamos el foco a un período distinto, como, pongamos por caso, el visigodo, a esos dedos de la mano se les puede amputar alguno, pues aparte de Isidoro de Sevilla, Juan de Biclaro o Julián de Toledo no hay otros autores de lo que entendemos propiamente por crónicas históricas. No se crea que los tiempos medievales traen un panorama mucho mejor, pues, dejando a un lado una serie de anales muy sucintos, el número de crónicas compuestas en territorios cristianos entre los siglos VIII y XII vuelven a tener en los dedos de un solo apéndice un buen sistema para realizar el conteo.

No parece, por lo tanto, que sea demasiado ecuánime lamentarse de las fuentes árabes cuando en ese mismo período se escriben y han llegado obras de autores como ‘Abd al-Malik b. Ḥabīb, los dos al-Rāzī, Ibn al-Qūṭiyya, Ibn Ḥayyān, al-‘Udrī, ‘Abd Allāh b. Buluggīn, o el propio Ibn Ḥazm, junto a textos anónimos como los Ajbār Maŷmū‘a o la Crónica de los reinos de taifas, por no hablar de las crónicas latinas redactadas en territorio andalusí, tales como la Crónica de 754, lo que eleva considerablemente la cantidad y calidad de obras escritas entre los siglos VIII y XII. Aunque es bien sabido que algunos historiadores no son capaces de escribir un buen libro de historia ni aun teniendo acceso a todas las fuentes imaginables -ahí está el caso de algunos contemporaneístas que conozco para demostrarlo- lo cierto es que la queja por el contenido de las fuentes árabes andalusíes está totalmente injustificada. No sólo son relativamente abundantes, sino que además su contenido es siempre muy interesante: pueden exagerar a veces los éxitos, pero no ocultan ni mucho menos los fracasos; dan cuenta de las rebeliones contra el poder central con una insistencia casi derrotista; ofrecen, a veces, explicaciones muy sofisticadas de los hechos que narran, y proporcionan, en fin, infinidad de detalles que, si se saben leer, arrojan una enorme luz tanto sobre la política como sobre la sociedad que describen. Es cierto que siempre expresan los intereses de la clase gobernante con la que se suelen identificar sus autores, pero para identificar esos intereses y descubrir cómo afecta a sus narrativas se supone que los historiadores sabemos hacer lecturas críticas de los textos. La absurda idea que mantienen algunos arqueólogos medievalistas, que creen que los artefactos y estructuras que desentierran tienen mayor valor explicativo que los textos, pues no están sometidos a la voluntariedad de estos últimos, ha llevado a algunos a pretender que se pueden hacer grandes interpretaciones de la sociedad andalusí a partir de esas evidencias materiales, e ignorando por completo sus textos (con los pésimos resultados que tan insólita perspectiva hacía augurar.)

De hecho, y esto es algo en lo que hay que insistir con fuerza, al-Andalus cuenta con un corpus de fuentes casi inigualable en cualquier otra sociedad alto y pleno medieval del Mediterráneo. A las ya mencionadas crónicas propiamente históricas se le añaden otros muchos tipos de textos, capaces de ofrecer datos siempre interesantes si se los sabe interrogar adecuadamente. Contamos así con descripciones geográficas, algunas de ellas muy detalladas, que no tienen parangón en buena parte del medievo occidental, y que describen jerarquías espaciales, rutas e itinerarios. Tenemos también los llamados “diccionarios biográficos”, durante mucho tiempo absurdamente despreciados por quienes los consideraban “listines telefónicos”, pero a los que proyectos como la Prosopografía de los ulemas de al-Andalus, la Historia de los Autores y Transmisores Andalusíes o la Biblioteca de al-Andalus están dando el enorme valor que merecen para conocer elementos asociados a la transmisión social del conocimiento y al medio en que ésta se produce. Igualmente son muy abundantes los textos que, aunque parecen no estar conectados directamente con la historia, ofrecen datos muy importantes, pues recogen tratados de agricultura, obras sobre médicos y medicina, manuales de astrología, así como obras de adab en las que poesías y las prosas no sólo retratan tópicos literarios, sino que hacen referencias a múltiples aspectos de la sociedad que rodeaba a sus autores.

Una de las deficiencias más frecuentes que se achaca al conjunto de las fuentes árabes andalusíes es la ausencia de una documentación de archivo, que se supone que ilumina con diáfana claridad las sociedades que la producen. Tal afirmación no sólo es sesgada, sino que también es errónea: por un lado, no existen archivos propiamente dichos en muchas sociedades cristianas hasta épocas relativamente tardías, y por el otro la documentación que ha llegado hasta nuestros días suele ser generalmente eclesiástica y consiste en conjuntos más o menos coherentes de documentos que recogen diversos actos jurídicos, pero que no siempre expresan la sociedad en los que se generan con la claridad que sería deseable, como muy saben los esforzados medievalistas, que tienen que lidiar con unos corpora documentales muy dispersos y, a veces, deslavazados.

Frente a la ausencia de fuentes documentales, la sociedad andalusí nos ha legado un formidable conjunto de obras jurídicas de naturaleza muy diversa (desde tratados de derecho, fiqh, hasta respuestas jurídicas o fetuas, pasando por formularios notariales y tratados de ḥisba). El viejo y anquilosado debate sobre el carácter teórico o práctico de estas obras hace tiempo que ha quedado definitivamente superado por una interpretación dialéctica que concibe el derecho musulmán como fruto de una construcción dinámica, que se nutre de principios teóricos que se amoldan y generan una práctica determinada por entornos sociales cambiantes pero, al mismo tiempo, apegados a la tradición. Es cierto, pues, que no tenemos documentos de archivo, pero sí que tenemos las claves que permiten definir el medio jurídico que generaba esos documentos, lo cual a veces puede resultar más útil.

Si a toda esta extraordinaria cantidad y variedad de fuentes escritas andalusíes se le añade una destacable cantidad de epigrafía —y en nuestro país contamos con una espléndida tradición de estudios sobre este tema— un corpus numismático que, en líneas generales, está muy bien definido, y una notable cantidad de arqueología desarrollada en las últimas décadas, creo que resulta más que inadecuado aducir una ausencia de fuentes para el estudio sobre al-Andalus o una falta de soporte sólidos para las conclusiones a las que llega la historiografía más reciente sobre este tema.

Naturalmente, siempre querríamos que el espectro de nuestra evidencia aumentara; nos gustaría que aparecieran nuevos manuscritos, tener mayor número de herramientas para acceder a ciertas claves que es seguro que se nos escapan, o disponer, en fin, de mayores capacidades para realizar conexiones que hoy en día no somos capaces de establecer. Sin embargo, estoy convencido de que, a pesar de que muchos seguirán aduciendo la mala calidad de nuestra evidencia para así justificar lo mucho que ignoran, o para intentar esquivarla y así vender mejor sus fraudes, resulta incontestable que al-Andalus cuenta con uno de los mejores conjuntos de evidencias históricas producidos en el seno de una sociedad alto y pleno medieval.


Para ampliar: