La última frontera de al-Andalus

Los estudios sobre la frontera castellano-granadina se han multiplicado exponencialmente desde mediados del siglo pasado. Como es natural, esta breve contribución no pretende hacer un balance historiográfico, sino abordar solo algunas de las cuestiones que el tema suscita 


Rafael G. Peinado Santaella
Universidad de Granada


Vista de Arcos de la Frontera (Cádiz). Wikimedia Commons.

Aunque, como se ha destacado en fechas recientes, la península Ibérica es un espacio privilegiado para el estudio de las fronteras físicas y mentales, la huella toponímica de esa realidad histórica es casi imperceptible. Solo diecisiete de las más de veinte mil poblaciones españolas actuales ―es decir, ni el uno por ciento― incluye en su nombre el atributo preposicional «de la Frontera». Pero sí que es muy significativo que doce de dichos pueblos ―casi el 72 por ciento― pertenezcan a la comunidad autónoma de Andalucía: siete a Cádiz, dos a Huelva y uno respectivamente a Málaga, Sevilla y Córdoba. Estas cifras ayudan a ilustrar una realidad histórica indiscutible: en la Corona de Castilla, la frontera por antonomasia se refería al emirato nazarí de Granada; y en este sentido es obligado recordar el trabajo pionero de Jean Gautier-Dalché donde apuntó que la frontera llegó a ser una realidad familiar después de la conquista de Andalucía, «puesto que ―precisaba― el enemigo estaba más cerca y era menester no solo defenderse de él, llegado el caso, sino también organizar con él relaciones cotidianas». 

La palabra «frontera», sin embargo, apareció por vez primera, en el testamento de Ramiro I de Aragón, en julio de 1059. Término novedoso respecto al tradicional de limes y de uso limitado a la guerra, Philippe Sénac ha resaltado que no designaba un frente militar entre Estados sino un espacio dinámico destinado a avanzar hacia el sur a costa del islam, lo cual indica a su vez cómo la diferencia religiosa fue decisiva en la emergencia del concepto. En la Corona de Castilla hubo que esperar hasta finales del siglo XII y principios del XIII para que el término se usara, de manera más o menos sistemática, en el contexto de la «conflictividad reconquistadora» y con referencia al ámbito islámico (frontaria regni mei adversus mauros, confinio barbarorum, in frontera paganorum, in frontaria paganorum), de modo que los reyes ―como Fernando III reconocería en 1222― se atribuyeron su defensa y fortificación contra insidias infidelium. En la Estoria de España de Alfonso X, «frontera» se utilizó también para designar los límites con otros reinos e incluso frente a los enemigos en el interior del reino, tal vez porque, como ha sugerido Ana Rodríguez, la sensibilidad ante los conflictos nobiliarios hizo que el rey sabio situara a los nobles andaluces en un plano similar al de los musulmanes. Por su parte, los textos cronísticos que fueron escritos en el reinado de Alfonso XI utilizaron «frontera» para referirse básicamente al espacio que separaba Castilla del emirato nazarí, en claro contraste con los documentos más rutinarios donde no se aplicaba de manera tan rotunda con este significado. 

En otro orden de cosas, se ha planteado la hipótesis de que, en los comienzos del reinado de Alfonso X, el término «frontera» se utilizó para designar solo la pequeña comarca del Guadalete (Jerez de la Frontera, Arcos de la Frontera, Medina Sidonia, Lebrija) que, en el sureste de la ciudad de Sevilla, formaba una cuña entre el reino de Niebla y el emirato granadino. Fue en ella donde triunfó la sublevación mudéjar de 1264 ―fecha decisiva en la conformación de la frontera― y, bien entrado ya el siglo XIV, se acuñó en la ciudad hispalense la expresión «banda morisca» para referirse a este sector fronterizo del reino de Sevilla que, entre los ríos Guadalquivir y Guadalete, dependía de la jurisdicción de dicha ciudad. 

Vista de Montefrío (Granada). Wikimedia Commons.

Fue también en época nazarí cuando los autores árabes, como por ejemplo Ibn Jaldún, inspirándose acaso en el término latino frontera o frontaira, empezaron a utilizar al-furuntayra o al-farantira. Según Francisco Vidal, el cambio pudo deberse a la situación de retroceso y debilidad de los musulmanes y al creciente poder de los cristianos que se tradujo en la imposición no solo de su orden político sino también de sus palabras. Thagr, sin embargo, siguió utilizándose para designar la idea y el concepto general de «frontera», de manera que los biógrafos del emir Muhammad I, el fundador del emirato nazarí, se sirvieron del adjetivo tagrí («fronterizo») para ensalzar los éxitos que obtuvo en las acciones fronterizas. 

Desde mediados del siglo pasado, en que Juan de Mata Carriazo publicó en el primer número de la revista al-Andalus su artículo «Cartas de la frontera de Granada», hasta el último de los encuentros de Alcalá la Real, que se vienen celebrando desde hace más de veinte años, la producción historiográfica sobre el tema enunciado en título de este trabajo ha conocido un desarrollo casi exponencial. Pero está mucho más volcada hacia el lado castellano que al granadino, pues no en vano el conocimiento de este último se ve muy limitado por la escasez de fuentes tan característica del mundo andalusí en general, que contrasta con la diversidad de textos ―archivísticos, cronísticos, romances fronterizos, colecciones de milagros y obras de carácter local― que iluminan aquel. Manuel García Fernández ha llamado la atención sobre las profundas raíces que tiene el mundo fronterizo andaluz en una corriente de historiadores que no son exclusivamente andaluces ni medievalistas. Otro buen conocedor de este tema, Manuel Rojas Gabriel, en un denso trabajo que pretende ofrecer un balance y una reflexión teórica sobre el mismo, ha señalado, con tintes más críticos, que la frontera de Granada es una materia historiográfica muy querida por los profesionales y los aficionados de la historia, pero que tanto interés ha dado un resultado decepcionante en la medida que ha privilegiado la información sobre la interpretación y la historia política sobre otros enfoques de índole social o económica. 

Con todo, en la interpretación del hecho fronterizo se han perfilado dos posturas opuestas en el último cuarto de siglo. Una está encabezada por el propio Manuel Rojas; su principal argumento es que la frontera separaba a dos sociedades distintas y enfrentadas, pues, al fin y al cabo, era consecuencia de la expansión del feudalismo, un sistema socio-económico articulado en torno a la fuerza; pero esta afirmación tan rotunda no le impide reconocer, en la línea de pensamiento iniciada por Juan de Mata Carriazo y seguida por otros historiadores, que la frontera propiciaba contactos culturales y procesos de aculturación. La postura contraria está representada por José Rodríguez Molina, inspirador de los encuentros de Alcalá la Real, que han servido así, salvo raras excepciones, de amplificadores de su empeño en resaltar las relaciones pacíficas en la frontera de Granada; para él, el estudio de la frontera se ha hecho a menudo de forma acrítica y apoyándose en un solo tipo de fuentes, que se han estudiado ―subraya― «con pasión» e interpretado «con más fantasía que rigor» desde un marco teórico que «nos hace recordar la denostada “historia política” de hace algunas décadas» y deja «muy en la penumbra la historia social de la frontera y el análisis profundo y crítico de lo imaginario y la ideología»; por todo lo cual, propone que, frente a la media verdad de «una sociedad organizada para la guerra» ―título, como es sabido, de un conocido artículo de la historiadora israelí Elena Lourie―, otra más certera de «una sociedad preparada para la paz». 

Panorámica del castillo de La Mota en Alcalá la Real (Jaén). Wikimedia Commons.

Posturas tan encontradas no han originado, sin embargo, ningún debate historiográfico digno de tal nombre debido, según me parece a mí, a la debilidad teórica de que hace gala José Rodríguez Molina. Y es que, como muy bien ha precisado Francisco García Fitz, las relaciones entre cristianos y musulmanes no pueden contemplarse a partir de «un ejercicio de mera contabilidad» ―para evaluar la proporción relativa de los periodos de paz y de guerra― sino desde la base de dos sociedades «radicalmente enfrentadas», pues estaban  «marcadas en sus estructuras más profundas por la omnipresencia de la guerra y articuladas para hacer frente a las necesidades militares». Mucho antes, en el siglo XVII, Gil González Dávila, en la biografía que compuso de Enrique III, apuntó una razón fundamental: la paz «no es una proposición seria cuando están implicadas distintas leyes y religiones»; y en efecto, fueron las creencias religiosas las que subyacían y justificaban los actos de barbarie que más adelante referiré. 

Teniendo acaso en cuenta estas razones, la ley séptima del título vigésimo segundo de la Segunda Partida afirma que «la frontera de España es de natura caliente e las cosas que nascen en ella son más gruesas e de más fuerte conplisión que las de la tierra vieja». Esa dureza fronteriza, según razonaba el infante don Juan Manuel en un conocido pasaje del Libro de los estados, venía dada por una doble e interrelacionada razón religiosa y territorial ―base de la ideología de reconquista que hacía inevitable el enfrentamiento entre cristianos y musulmanes. Francisco García Fitz ha recalcado que esta imagen de frontera caliente, lejos de ser compatible con la idea de un espacio caracterizado por la preponderancia de paces y treguas fomentadoras de relaciones pacíficas entre las comunidades de ambos lados de la raya, nos remite a una «guerra de desgaste paulatino» y de «baja intensidad» que el infante don Juan Manuel llamó «guerra guerriada» y Juan de Mata de Carriazo calificó de guerra «fría», «atenuada y vergonzante». 

Castillo de Xiquena, en la frontera del Reino de Murcia. Wikimedia Commons.

El concepto de guerra fría, como de manera acertada advirtió hace ya tiempo José E. López de Coca, resulta especialmente útil para caracterizar la mayor parte del tiempo comprendido entre mediados del siglo XIV y 1482, año en que comenzó la guerra de conquista definitiva del emirato granadino, pues el hecho de que solo hubiese veinte años de guerra abierta en ese tercer periodo de la historia de la frontera no justifica que pueda calificarse de paz el resto del tiempo. De manera más rotunda si cabe, en un trabajo reciente, el brillante medievalista malagueño ha escrito que «la violencia en la frontera de Granada en tiempo de paz fue un mal endémico». «Violencia endémica» o «diaria y menuda» es también la expresión a la que acuden Manuel González Jiménez y Ángel L. Molina Molina, distanciándose de lo que llaman una lectura optimista de algunos datos y hechos ciertos. Para ilustrar y resumir esa realidad, que los historiadores locales recrearon después haciendo verdaderos alardes retóricos, acudiré a cuatro textos de autoría castellana salpicados a lo largo de un siglo. 

El primero se encuentra en el memorial de peticiones que, en 1378, el concejo de Morón de la Frontera dirigió al maestre de Alcántara: 

Sennor, sabed que lo pasamos muy mal, et sennor, asás lo pasamos avnque otros pechos non ouiésemos saluo los males e dannos que resçebimos de los moros de cada día, que nos matan e nos roban e non podemos auer enmienda dello. 

Medio siglo después, el maestre alcantarino repetía argumentos parecidos al comienzo del privilegio que concedió a dicha villa el 6 de mayo de 1425 para autorizar que pudiera tener guardas propios que defendiesen su término de los ataques de los moros y se quedara con el diezmo de lo que, en sentido contrario, consiguieran con sus cabalgadas: 

nos es dicho que de cada día resçibides males e dannos de los moros, asy en omes, como en cauallos, como en ganados e en otras cosas de vuestras faziendas que tenedes en el canpo de la dicha villa. 

El tercero podemos leerlo dentro del poder que el concejo de Priego de Córdoba extendió, el 2 de septiembre de 1480, a Pedro de Aranda y Fernando de Urraca para que pudiesen impetrar y ganar, en la Corte romana o fuera de ella, gracias e indulgencias para el reparo del adarve, atalayas y fortalezas de la villa; en él se les instruía para que, en sus súplicas, relataran:  

La destruyçión, talas, quema, e males e daños que evidentemente paresçen e son fechos en la dicha villa por el rey e moros del regno de Granada, enemigos de nuestra santa fe católica, e con verificación de los dichos daños e destruyçión de la iglesia de Sant Pedro e casas e huertas e tala de árboles e muertes e prisiones de onbres. 

El cuarto, en fin, lo proporciona el alcaide Pedro de Escavias, que encontró en la asiduidad, liberalidad y violencia de sus correrías contra el emirato la razón de ser de su elogio del condestable Miguel Lucas de Iranzo:  

No digo dotras entradas que feziste muchas vezes trayendo rricos jaezes y moros manos atadas, otros muchos a lançadas matando por alquerías, ni dotras cauallerías de memoria asaz notable. 

Manuel Rojas y Dolores M.a Pérez, basándose en los testimonios de las actas capitulares de Morón, Jaén y Jerez de la Frontera, así como en otras noticias dispersas, dibujaron el modelo de las acciones llevadas a cabo por los almogávares (del árabe al mugawir, el que hace una algarada o incursión), que a un lado y otro lado de la raya eran los principales actores de la guerra menuda fronteriza. Actuaban en grupos pequeños, aunque a veces podían llegar al centenar; su método de asalto favorito era la celada; y el objetivo de sus acciones, que en ocasiones se expresaba de manera inconcreta ―«ganar algo contra Granada», «ganar alguna cosa de los moros», «fazer daño en tierra de christianos»―, era sobre todo la captura de ganado y prisioneros; en una palabra, «robar la tierra», por utilizar la expresión a la que acudió el notario apostólico y escribano jerezano, Benito de Cárdenas, uno de los últimos cronistas coetáneos de la frontera, cuando relata la incursión que llevaron a cabo por los términos de Jerez, Arcos, Bornos «e de a donde podían» los caballeros de Zahara. 

El cautiverio fue sin ninguna duda el drama humano más lacerante de la frontera. He aquí el testimonio ―único que yo alcance a saber de un cautivo nazarí― de ‘Abd al-Karím al-Qaysí lamentando el que sufrió en la ciudad de Úbeda: 

¡Qué mala suerte la mía! Tras ocuparme de las ciencias

religiosas, su estudio y la recitación del Corán,

heme aquí ahora convertido en criado

de los adoradores de ídolos y de la cruz (…)

Cuando no trabajo en cavar fosos

lo hago en demoler edificios.

Barrer es mi oficio los días de descanso,

faena a la que sigue siempre regar (…)

Lavar las porquerías de los perros es mi ocupación casi absorbente.

La suciedad de sus vestidos es lavada a mano por mí

mientras que mis ropas están siempre hechas un asco (…). 

Las desgracias de los cautivos cristianos, así como otros muchos detalles de las circunstancias de su cautiverio y condición social, son mejor conocidas gracias a la competencia que su liberación despertó entre dos santos implicados en la frontera castellano-granadina por los inventores de sus milagros, santo Domingo de Silos en el siglo XIII y la Virgen de Guadalupe en el siglo XV. La fama del primero trascendió por toda Castilla, ya que, gracias a él, según cantó Gonzalo de Berceo en unos de sus versos, «teniése la frontera toda por más segura», pues ―remachaba el monje poeta― «hacía ennos moros grandes escarmientos». 

Esta fantasía monástica no era desinteresada, como bien ha subrayado Ángeles García de la Borbolla. Tampoco carecía de interés propagandístico en un círculo social más reducido la implicación que el condestable Miguel Lucas de Iranzo tuvo en la liberación mundana y no sobrenatural de cautivos. Así, en 1461, según cuenta el autor anónimo de sus Hechos, mandó a cien caballeros criados y servidores suyos a correr la villa de Íllora para conseguir una «prenda» con la que poder rescatar a los cautivos pobres de Jaén cuyas familias no tenían medios para hacerlo. Después de la cabalgada, que consiguió matar a veinte súbditos nazaríes y cautivar a otros treinta, el condestable se informó de los más necesitados que tenían deudos cautivos e «a cada vno de aquellos mandó dar su moro, con que podiese sacar su pariente». Otra muestra del valor de cambio de los cautivos la proporciona nuestro ya conocido Benito de Cárdenas cuando relata el final de una expedición a Tánger: «e luego pasamos a Tarifa de buelta, y en Tarifa diónos el Adelantado dos moros grandes e dos pequeños para pagar todo lo que perdimos». 

Vista de la alcazaba de Antequera (Málaga). Wikimedia Commons.

Los incidentes fronterizos se producían en tiempo de paz, tanto si las treguas eran firmadas entre reyes y emires como si lo eran entre jefes locales de ambos lados de la frontera, como por caso ocurrió a mediados del siglo XV entre el conde de Arcos y los alcaides de Ronda y Setenil. En teoría al menos, el quebrantamiento de las treguas era castigado con dureza, como puede apreciarse en documentos tan alejados en el tiempo como el fuero de Andújar concedido por Fernando III o un acuerdo concejil de Jerez de la Frontera del verano de 1471. Teóricamente también las transgresiones eran dirimidas por el «juez de las querellas» o «alcalde entre moros y cristianos»; la función de estos pacificadores ―que los granadinos llamaban «juez entre los reyes» (al-qadí bayna-l-mulúk)― no era tanto acabar con la violencia como controlarla y evitar así la aplicación pura y dura de la Ley del Talión como se hacía antes de que aparecieran en el siglo XV. Los cambios en el trono nazarí, que tan frecuentes fueron en el siglo XV en un contexto de interminables luchas internas, y la proximidad de la expiración de las treguas eran propicios para las cabalgadas desde ambos lados. Eso al menos parece deducirse de algunas noticias proporcionadas por las actas capitulares de Jerez de la Frontera en distintos momentos de dicha centuria. Y es que hemos de convenir con Dolores M.a Pérez Castañera en que una tregua no dejaba de ser una suspensión temporal de hostilidades y que «no era sinónimo de paz sino más bien de guerra silenciada», o para decirlo, con palabras de Miguel Á. Ladero, de «paz precaria» comprada por las parias; por no hablar de que los Hechos del condestable don Miguel Lucas de Iranzo explican las treguas como resultado de los pecados y, por tanto, como un castigo de Dios. 

Gracias a las parias, el emirato nazarí se convirtió en el siglo XV en un doble recurso político y económico para la monarquía castellana, como apuntó Fernando Castillo en un trabajo recientemente reeditado: por un lado, suponía una saneada fuente de ingresos para las arcas reales; por otro, ayudaba a fortalecer el poder real gracias a las campañas que de vez en cuando permitían distraer las energías y ambiciones nobiliarias. Dos autores de aquella centuria, el cordobés Juan de Mena y el burgalés Alonso de Cartagena, expresaron con absoluta claridad esta idea; el poeta, en unos versos de su El Laberinto de Fortuna: 

O, virtuosa, magnífica guerra,

en ti las querellas volverse devían

en ti do los nuestros muriendo vivían,

por gloria en los cielos e fama en la tierra.

El obispo, en la respuesta que dio a comienzos de 1444 a la pregunta que le hizo el marqués de Santillana sobre los juramentos de la caballería: 

Tanta es la animosidad e brío de la nobleza de España que si en guerra justa non exercita sus fuerças, luego se convierte a las mover en aquellas contiendas que los romanos Çibdadanas llamaban. 

Estas dos afirmaciones no son del todo exactas, pues sabemos que la frontera ―dejando aparte el caso de los mercenarios nazaríes que entraron al servicio de la corona castellana― fue en algunos momentos escenario de las discordias internas tanto castellanas como nazaríes y que asimismo conoció casos consumados o amenazas de traición y alianzas con los musulmanes, que algunos textos califican de impías (colligatio impietatis) . Esa realidad, aparentemente paradójica, reflejaba muy bien cómo la lógica de las relaciones feudales era capaz de imponerse a la propia lucha contra el infiel, siendo así que los ejemplos de amistad y colaboracionismo transfronterizos se producían generalmente en un contexto de guerra civil, tanto en Granada como en Castilla. Pero este es un tema que merece ser tratado de manera particular y desarrollado en profundidad, por lo que aquí solo me limitaré a recordar que algunos de sus actores más renombrados fueron el infante don Juan Manuel, el conde de Cabra o el duque de Medina Sidonia. 


Para ampliar: 

  • Ayala Martínez, Carlos de, Buresi, Pascal y Josserand, Philippe (eds.), Identidad y representación de la frontera en la España medieval (siglos XI-XIV), Madrid, 2001.
  • Bartlett, Robert J. y MacKay, Angus (eds.), Medieval Frontier Societies, Oxford, 1989. 
  • Carriazo, Juan de M, En la frontera de Granada, Sevilla, 1971, ed. facsímil, con un estudio preliminar de Manuel González Jiménez, Granada, 2002. 
  • García Fernández, Manuel, Galán Sánchez, Ángel y Peinado Santaella, Rafael G., Las fronteras en la Edad Media hispánica, siglos XIII-XVI, Granada, 2019. 
  • García Fitz, Francisco, La Edad Media. Guerra e ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas, Madrid, 2002. 
  • Peinado Santaella, Rafael G., Guerra santa, cruzada y yihad en Andalucía y el reino de Granada (siglos XIII-XV), Granada, 2017.