Juergas andalusíes

La reivindicación de la sensualidad y de los placeres del cuerpo es un rasgo cultural que afecta a muchos de los elementos de las sociedades musulmanas medievales, tanto literarios, como artísticos y políticos, de una forma que contiene facetas insospechadas


Eduardo Manzano Moreno
Instituto de Historia – CSIC


Pila de Xátiva (siglo XI). Museo del Almodí de Xátiva. Fotografía de Eduardo Manzano.

Una de las sorpresas que ha deparado la investigación de las últimas décadas sobre el temprano islam tiene un importante elemento contra-intuitivo: frente a la idea tradicional de que el legado clásico de la Tardoantigüedad se había preservado sobre todo en el occidente cristiano, cada vez resulta más evidente que donde realmente ese legado se transmitió con mayor fuerza y solidez fue en el oriente islámico. De esta forma, emerge cada vez con más claridad la idea de que fueron en realidad los árabes quienes mejor supieron recoger y aprovechar las tradiciones políticas, legales, científicas o culturales que aún estaban presentes en el Mediterráneo de los siglos VII y VIII. Naturalmente, esto no quiere decir que mantuvieran una simple continuidad de esas tradiciones, pues éstas sufrieron una adaptación y reelaboración muy novedosas que acabaron por hacerlas irreconocibles. Sin embargo, la constatación de que el temprano islam retuvo aspectos de la Tardoantigüedad que se habían perdido en otras latitudes obliga a revisar muy profundamente la idea que hace del Occidente europeo el portador exclusivo de las esencias de la tradicion clásica. Esta narración, asumida por generaciones de historiadores y filólogos eurocéntricos, ha proporcionado siempre un argumento muy poderoso a las ideologías reaccionarias, que dan por sentado la continuidad exclusiva de la civilización clásica en Occidente desde Grecia hasta la actualidad. 

Hay muchos ejemplos que podrían citarse para demostrar lo equivocado y sesgado de esta noción. En esta contribución me centraré en uno al que generalmente no se le suele dedicar mucha atención: las fiestas y juergas de todo tipo, a las que los humanos han consagrado muchos empeños a lo largo de la historia, tanto para celebrarlas como también para aguarlas. En términos algo más rigurosos, podríamos hablar de la “historia del placer”, tal y como fue formulada por M. Foucault, quien contraponía la actitud abierta que había desarrollado a este respecto la Antigüedad clásica con la estricta moral cristiana de época medieval, cuyas raíces se encuentran en los escritos de los Padres de la Iglesia, y que mantuvo una posición siempre beligerante contra los placeres del cuerpo. La reciente publicación póstuma del inacabado, y hasta ahora inaccesible volumen cuarto de la Histoire de la Sexualité del pensador francés -en contra, por cierto, de sus últimos deseos- abre la puerta para que los medievalistas empiecen a abordar con mayor decisión la sutitución del concepto clásico de aphrodisia por el medieval de carne, que en su momento propuso Foucault.

Esta sustitución, sin embargo, no se produjo en la cultura árabe medieval, que en este aspecto también se encuentra mucho más cercana al legado grecorromano que su contemporánea latina. No hay nada, por ejemplo, en el occidente europeo de los siglos VIII y IX que pueda equipararse ni de lejos con la exuberante y explícita poesía de Abū Nuwās (m. en 815), o con obras como el Mufājarat al-ŷawārī wa l-gilmān del genial al-Ŷāhiẓ (m. 869), ahora disponible en nuestra lengua gracias a la traducción de P. Buendía e I. Gutiérrez de Terán (Elogio y diatriba de cortesanas y efebos) y a la que remito al lector interesado en conocer los crudos detalles que alimentan los argumentos que el gran polígrafo iraquí exponía a favor y en contra de tener amantes de uno u otro sexo.

Miniatura de las Maqâmât de al-Ḥarîrî. BNF, ms. Arabe 3929, f. 165v.

En la península ibérica, el cambio de registro, que se aprecia después de la conquista árabe, es en este sentido tan llamativo como poco percibido. La tradición textual visigoda está tachonada por actas de concilios, leyes, himnos religiosos, crónicas históricas y tratados de teología, sin apenas reflejo en toda ella de cualquier atisbo relativo a los goces mundanos.  A lo más que llega un autor como Isidoro de Sevilla (m. en 636) es a justificar el matrimonio por la necesidad de tener descendencia, de disponer de ayuda y de controlar el apetito sexual, haciendo en esto suyas las poco estimulantes palabras de San Pablo cuando proclamaba que “el que no tenga el don de la continencia, que se case” (I, Corintios 7-9). Naturalmente, el obispo hispalense también se refiere, condenándolas, a las “ilícitas llamas de la carne” (inlicita carnis incendia) al mencionar a Lot y su relación con la pecaminosa ciudad de Sodoma (Etimologías, IX, 7, 27 y VII, 6, 26), en un reflejo de las duras penas que contenía la Lex Visigotorum sobre la homosexualidad, que incluían, entre otros castigos, la emasculación.   

Doscientos años más tarde, en la Córdoba omeya, ‘Abd al-Malik b. Ḥabīb redactaba una “Descripción del Paraíso” (K. waṣf al-Firdaws) en la que describía en términos muy explícitos los placeres de todo tipo que esperaban al creyente al llegar al lugar de los elegidos, mencionando, por ejemplo, un palacio, cuyos moradores gozan de coitos que duran setenta años “sin que su pasión y su deseo insaciable se agoten”. No tengo la menor duda de que esta obra, o alguna similar, era conocida en los ambientes mozárabes cordobeses, descendientes intelectuales de Isidoro, como pone de relieve la invectiva de Álvaro de Córdoba contra el profeta Mahoma, al que calificaba de precursor del Anticristo, que prometía a sus acólitos un paraíso que más parecía un lupanar que un lugar marcado por la presencia de Dios. A este respecto, el papel de la ortodoxia religiosa musulmana era ambivalente: por una parte condenaba el consumo del vino y desaprobaba las uniones ilícitas, pero por otra parte no podía acabar con una cultura tan arraigada. Por la misma época en que los teólogos se enzarzaban a cuenta de los placeres paradisíacos, y en un contexto más terrenal, Yahyà al-Gazál (m. en 864), hombre de confianza del emir omeya y protagonista de una exitosa embajada a Constantinopla, componía hilarantes versos a cuenta de su mermada capacidad sexual (pero el maldito se retrajo y por mucho/ que ella le prometía bien, no respondía), cuyo contenido y publicidad ponen de manifiesto una actitud general algo más que relajada hacia unos temas, cuyo contenido hubiera sido considerado obsceno cuando no impío en otras latitudes.

La reivindicación de la sensualidad y de los placeres del cuerpo, que éstos y otros muchos ejemplos traslucen, va mucho más allá de permitirnos hacer un amplio catálogo de textos procaces (y algunos muy divertidos) elaborados en las formaciones sociales musulmanas medievales. En realidad, es un rasgo cultural que afecta a muchos de sus elementos sociales, literarios, artísticos y políticos de una forma que contiene facetas insospechadas. Piénsese, por ejemplo, en la revitalización de la tradición de los baños urbanos de época clásica, que había desaparecido de la península en época visigoda, pero que, a partir de finales del siglo VIII, comienza a documentarse de nuevo en diversas ciudades de al-Andalus a partir de modelos procedentes del próximo oriente, poniendo de relieve la recuperación de una cultura referida a la percepción del cuerpo como un elemento que requiere un cuidado frecuente, algo que tardará mucho tiempo en asimilarse en occidente. O piénsese también en el extraordinario desarrollo de las manufacturas de perfumes y ungüentos, que movilizaban la búsqueda de plantas, hierbas y aromas, requerían la fabricación masiva de contenedores de vidrio para esas esencias y generaban, en fin, la existencia de todo un sector del zoco de la Córdoba omeya dedicado a los drogueros (al-‘aṭṭārīn), que se encontraba a occidente de la ciudad, junto a la Puerta de Sevilla.

Detalle de la arqueta de Leyre. Museo de Navarra. Wikimedia Commons.

Otro ejemplo especialmente interesante de esta cultura asociada al placer mundano es la aparición de reuniones (maŷlis) que congregaban a gentes de las clases dirigentes urbanas con ganas de divertirse en ámbitos privados y que dieron pábulo a un gran desarrollo de poesía profana o de música destinada a ser recitada o cantada durante el desarrollo de esas fiestas. De nuevo, se trata de un tema que tiene unas implicaciones mucho más amplias de lo que se tiende a pensar. La gran producción poética, que se documenta en al-Andalus, no tenía como objeto tanto el ser leída, como más bien declamada en reuniones sociales de este tipo. Otra implicación era la dimensión estrictamente material de estas reuniones mundanas. Uno de los cuentos más deliciosos incluidos en la célebre compilación titulada Miluna noches, objeto de una nueva traducción por parte de Salvador Peña, es el titulado “El ganapán y las tres jóvenes”, que narra la historia de un hombre, que trabaja en el mercado de Bagdad en época del califa Hārūn al-Rašid, y es abordado por una bella mujer para que le ayude con una larga lista de la compra que incluye, entre otras muchas delicias, vino, manzanas sirias, membrillos osmaníes, melocotones de Ammán, jazmines de Alepo, nenúfares de Damasco, pepinos del Nilo, limones del Nilo y un largo etcétera de productos enre los que se cuentan también carne, dulces de todo tipo y un conjunto de perfumes y ungüentos, minuciosamente descritos. Esta espléndida lista de exquisiteces la adquiere la mujer en el zoco para organizar una reunión en su casa, en compañía de sus hermanas, y a la que el afortunado ganapán es invitado, dando lugar a una noche de mucha comida, mucha bebida, muchas canciones, mucha poesía, muchas risas y mucho sexo.

Esta vinculación entre el placer de los sentidos y la materialidad que los satisface contiene, en mi opinión, algunas claves que permiten entender determinados aspectos de las sociedades árabes medievales. Estoy convencido, por ejemplo, de que esta cultura social no sólo favoreció la demanda de esos exquisitos productos llegados de todas partes, que podían encontrarse en los zocos de Bagdad o de Córdoba, sino también la construcción de espacios destinados a albergar sus modos de vida. En el caso de al-Andalus, esto explica, al menos en parte, el surgimiento de las célebres almunias suburbanas en las inmediaciones de la capital cordobesa, pertenecientes tanto a la familia omeya, como a la clase dirigente asociada a su poder. Básicamente, una almunia era una propiedad dividida en una parte residencial o qaṣr, y otra dedicada a jardines y explotaciones agropecuarias o faḥṣ. Algunas almunias como, por ejemplo, la de al-Rummāniya, bien documentada textual y arqueológicamente, eran muy extensas y permitían a sus propietarios urbanos extraer de ellas rentas y recursos abundantes. Otras, en cambio, no debieron de ser tan grandes, pero si que cumplían la función de servir como lugares de esparcimiento ubicados fuera de los muros de la medina cordobesa y, por lo tanto, al abrigo de las posibles recriminaciones e incluso castigos, que podían provocar los excesos que en ellas se cometían por parte de la siempre vigilante ortodoxia religiosa. Aunque es un lugar común afirmar que estas almunias tienen su precedente en las villae de época romana, esta idea me parece que no es del todo exacta, pues una de las características de estas almunias es la de ubicarse en los entornos de las ciudades, llegando a generar en algunos casos arrabales a su alrededor, dado que actuaban como centros de oferta y de demanda, que dinamizaban los intercambios urbanos. Y es que, como bien ilustra el cuento del ganapán bagdadí, organizar una juerga en condiciones podía ser algo muy costoso. 

En las almunias andalusíes, en efecto, se celebraban todo tipo de fiestas. Algunas, sin duda, muy respetables. Otras, probablemente, no tanto. Por desgracia, para la época omeya son más las noticias que tenemos de las primeras que de las segundas. La celebrada en la almunia de al-Nā‘ūra, en las inmediaciones de Córdoba, por el califa ‘Abd al-Raḥmān III en otoño de 940 festejó, por ejemplo, la finalización de la traída de aguas a Córdoba, siendo recompensados en ella los ingenieros que habían dirigido la obra. Otra fiesta de postín tuvo lugar en verano de 973 en la almunia de al-Buntīlī para celebrar la circuncisión de los hijos de varios príncipes idrīsíes que se habían acogido a la soberanía de al-Ḥakam II. Aunque no parece que el califa asistiera, a la celebración concurrió el todo Córdoba y no sólo se dio de comer a todos los invitados, sino que también fueron incensados y sus cabezas cubiertas con algalia.

Detalle de la arqueta de Leyre. Museo de Navarra. Wikimedia Commons.

Las fiestas organizadas por los soberanos omeyas debieron de estar marcadas por unos códigos de conducta, que invitaban siempre a la moderación y evitaban dar que hablar a propios y extraños. Así, el emir ‘Abd al-Raḥman II (m. en 852/238 H.) “sentía inclinación por el solaz de los convites, comiendo festivamente y bebiendo entre las mejoras bromas”, mientras su hijo, Muḥammad (m. en 886/273 H.), seguía en sus reuniones un cierto protocolo en lo relativo a quién ejercía como escanciador, “a quién se le llenaban las copas y cuál era el orden en que se servían las rondas”. Aunque es posible que en ocasiones la cosa se desmandara algo, en general las fuentes de época omeya evidencian un poco disimulado interés por dar a estas ocasiones una imagen de contención, no sabemos si ficticia o real. De hecho, y aunque es un lugar común comparar la ciudad palatina ‘abbāsí de Samārra con la omeya de Madīnat al-Zahrāʼ, la cultura que se desarrolló en ambas cortes apenas tuvo nada que ver. En la ciudad omeya, todo cuanto transpiran los textos es oficial, solemne y con una dimensión política con un punto de rigidez del que ni siquiera escapan las elaboraciones poéticas. En la ciudad omeya, hubiera sido impensable, por ejemplo, el célebre concurso de cantoras que tuvo lugar en Samārra en tiempos del califa al-Mutawakkil (m. 861) y que dividió a sus habitantes hasta tal punto que los miembros de un bando y otro no se visitaban entre sí e incluso carecían de cualquier vínculo de amistad. Otros textos nos hablan de fiestas particularmente extravagantes en las que participaban tanto los califas como sus cortesanos y que, de nuevo, hubieran estado fuera de lugar en un entorno tan rígido y solemne como el que imperaba en Madīnat al-Zahrāʼ, al menos oficialmente. 

Naturalmente, esto no significa que en época omeya no existieran fiestas algo más animadas que las que nos muestran las recepciones oficiales que tenían lugar en la ciudad palatina. Sin embargo, lo interesante es que no aparecen reflejadas en nuestras fuentes como manifestaciones de una cultura cortesana, que en plena época califal estuvo siempre marcada por una notable austeridad, trasunto sin duda de una ideología que ponía el acento en la presentacion del califa de al-Andalus como un musulmán intachable. Creo que ello se debe a un esfuerzo consciente de presentar a los soberanos cordobeses como diferentes a sus ancestros, los califas de Damasco, retratados por la tradición musulmana como una galería de vividores impíos con una desmedida afición por las bailarinas y el vino.

Es preciso esperar a la época ‘āmirí y, en especial a los tiempos de los reyes de taifas, para que se multipliquen en los textos las menciones a reuniones de estrecha amistad (maŷalis al-ijwān) en donde no sólo se debatían serios temas filosóficos o incluso religiosos, sino también se daba rienda suelta a la diversión con declamaciones poéticas, cantos, bailes, bebidas copiosas y una concepción del ocio algo ostentosa por parte de la “beautiful people” cercana, de una forma u otra, al poder, y que se manifiesta en obras tan extraordinarias como el llamado “capitel de los músicos”, conservado en el Museo Arqueológico de Córdoba, que contiene una representación figurada en sus cuatro caras y que corresponde, sin duda, a esta época. En el momento en el que se inicia el declive de los omeyas comienza a hacerse muy patente la preferencia por la exaltación de elementos asociados al placer y al gozo, e incluso también por el desenfreno, algo que no era muy del gusto de gentes apegadas a los modos de la antigua dinastía como era el caso de Ibn Ḥazm (m. en 1064), el célebre autor de El Collar de la Paloma. En una reunión (maŷlis) a la que fue invitado, el célebre polígrafo cuenta que encontró entre los presentes “un asunto que me resultó desgradable, guiños de complicidad que encontré repugnantes, y sospechosos apartes que se repetíán una y otra vez”. Aunque Ibn Ḥazm quiso llamar la atención del anifitrión haciendo algunas insinuaciones, éste no puso freno a la situación. El célebre autor no tuvo entonces mejor idea que ponerse a recitar una poesía en la que tildaba de asno, imbécil y memo al anfitrión por no darse cuenta de que los amigos no estaban allí por la música (gināʼ), sino por la fornicación (zināʼ). Ibn Ḥazm repitió una y otra vez los versos, hasta provocar el comprensible hartazgo del anfitrión, que acabó por decirle: “Nos tienes aburridos de escuchar todo el rato los mismos versos. Por favor, déjalos ya o recita otros distintos”. A partir de ese momento, Ibn Ḥazm decidió no volver a acudir a las reuniones de ese anfitrión, aunque es posible que éste también mostrara muy poco interés en invitarle.

Capitel de los músicos (época ‘āmirí). Museo Arqueológico de Córdoba. Wikimedia Commons.

Mucho mejor adaptados a los nuevos tiempos se nos presentan, en cambio, gentes como Abū Marwān ‘Abd al-Malik b. Aḥmad b. Šuhayd (m. en 1003/393 H.), quien había desempeñado diversos cargos de Almanzor y contaba entre sus hazañas el haber desflorado en una noche a tres vírgenes que le habían sido envidas por el poderoso ḥāŷib. En una fiesta celebrada por éste, y a pesar de encontrarse aquejado por un ataque de gota, Abū Marwān se puso a darlo todo lanzándose a bailar apoyado en el brazo del visir Ibn ‘Abbās, mientras entonaba una poesía que decía entre otras cosas: “La jarra se rió de mi a carcajadas, pero cuando vio cómo me temblaban las piernas se puso a llorar”. 

De tal palo, tal astilla, el célebre hijo de Abū Marwān, el poeta Aḥmad b. ‘Abd al-Malik Ibn Šuhayd (m. en 1035/426 H.), describe en algunos de sus versos francachelas en las que se mezclan vino y mujeres con una intensidad algo brutal. En una de sus poesías, se describe una escena en la que, tras el ataque a las gacelas por parte del poeta y un grupo de muchachos veloces, “los jarros [de vino] cayeron rompiéndose y quedaron degollados, y parecian gacelas ensangrentadas que se revolvían echando sangre por las fauces”. Otro de los poemas de este mismo autor retrata una partida de caza que también terminó en un considerable jolgorio regado por el vino y animado por un escanciador muy bien dispuesto, tal y como señala la traducción de J. Dickie: 

    Dijimos al copero: sírvenos un vino fresco preparado del primer zumo de uvas y sírvenos también el vino puro y fresco de tus ojos.

    Entonces se levantó con sus dos copas, obediente a nuestra orden, contoneándose pronunciadamente;

    mezcló ambos vinos y no cesó de hacer inclinar la cabeza y el cuello de los nobles,

    hasta que los dejó inmóviles, por lo que habían bebido, desprovistos de fuerza y faltos de juicio,

    borrachos, tendidos sobre al-Zahrā‘ como si fuesen columnas de un palacio o troncos de palmeras

La consagración de esta cultura se constata para una época muy posterior en un texto de Ibn al-Jaṭīb (m. en 1374/776 H.) estudiado por C. Vázquez de Benito, en el que se enumeran las mejores condiciones para realizar este tipo de reuniones: los salones donde se realizan deben estar cubiertos con flores y perfumados de acuerdo a la estación del año, las veladas tienen que estar acompañadas de cantos y músicas agradables, evitando cuanto pudiera provocar desagrado, y los asistentes han de acudir limpios, con la manicura hecha, perfumados y con ropa nueva. Lo salones de reunión “se hallarán situados, en el verano, en zonas altas y elevadas, orientados hacia el norte y próximos a zonas por donde circule el agua y haya albercas; o, en zonas distintas, si se trata de otras estaciones del año”. Finalmente, los invitados deben ser siempre gentes de buenas maneras y no propensas a suscitar riñas y, sobre todo, que no tengan malas copas, “porque al excitar la bebida de por sí las capacidades anímicas y estimular éstas los deseos, puede no ser aceptada como se debiera cuando la capacidad al encontrarse reprimida no halla la satisfacción que le corresponde.” Finalmente, Ibn al-Jaṭīb también ofrece una serie de interesantes y muy sensatos remedios para la resaca, que incluyen tomar vino de mucha mezcla, caminar largo rato y buscar la compañía de la gente.

La excelsa sabiduría que en estos pasajes demuestra Ibn al-Jaṭīb parece beber de largos siglos de experiencias en estas lides. Mi intención en este artículo ha sido poner de relieve las enormes e insospechadas implicaciones que tiene el estudio de este tema, que está lejos de haber sido marginal o anécdotico en una sociedad tan sofisticadamente urbana y compleja como fue la andalusí.


Nota: Aunque toda la parte primera de este trabajo es original, he aprovechado para la última datos y parte de la redacción de un trabajo titulado “De almunia en almunia. Fiestas y juergas en la Córdoba omeya” que publiqué en al-Kitāb. Homenaje a Juan Zozaya Stabel Hansen, Madrid 2019, pp. 325-330. La parte referida a Madīnat al-Zahrāʼ es objeto de una mayor elaboración en mi trabajo “Algunas reflexiones sobre Madīnat al-Zahrāʼ y el urbanismo musulmán”, Patrimonio de la Humanidad en Córdoba e.p.


Para ampliar:

  • ‘Abd Al-Malik b. Ḥabīb, K. waṣf al-firdaws, trad. Monferrer Sala, (La Descripción del Paraíso), Granada, 1997.
  • Dickie, J., El Dīwān de Ibn Šuhayd al-Andalusī (382-426 H.=992-1035 C), Córdoba, 1975.
  • Foucault, M. Histoire de la sexualité 4: Les aveux de la chair, ed. Frédéric Gros, Paris,  2018.
  • Fournier, C. Les bains d´al-Andalus. VIIIe-Xve siècle, Rennes, 2016.
  • Ibn Ḥazm, Ṭawq al-ḥamāma, texto árabe y trad. J. Sánchez Ratia, Madrid, 2009.
  • Mil y una noches, 4 vols., estudio, traducción y notas de S. Peña Martín, Madrid, 2016.
  • Vázquez de Benito, C., “Reflexiones de los médicos árabes sobre el vino”, en C. Carrete Parrondo y A. Meyuhas Ginio, Creencias y culturas. Cristianos, judíos y musulmanes en la España medieval, Salamanca, 1972, 211-217.
  • al-Yáhiz, Elogio y diatriba de cortesanas y efebos, ed. de P. Buendía y I. Gutiérrez de Terán, Madrid, 2018.