Al-Andalus, un país fortificado (primera parte)

La historia de al-Andalus se ha construido, entre otras cosas, gracias al estudio de las muchas fortalezas que se erigieron en su territorio. La arqueología se ha dedicado con intensidad a su materialidad, pero a su comprensión global y a vislumbrar lo que esas fortificaciones nos revelan de la sociedad andalusí nos podemos acercar a través de otros cauces. Sus relaciones con el poder, sus ritmos de construcción, las formas que adquirieron, etc., son mensajes que podemos captar observando sus piedras y releyendo las fuentes textuales.


J. Santiago Palacios Ontalva
Universidad Autónoma de Madrid


Fortaleza califal de Gormaz. Wikimedia Commons.

Aunque no siempre se ha planteado en toda su posible complejidad y profundidad, el estudio de la arquitectura militar medieval constituye un campo de trabajo cuyo análisis puede ampliar considerablemente nuestro conocimiento de las formaciones sociales responsables de su construcción. Castillos, murallas, torres y fortalezas de diversas tipologías son elocuentes testimonios del desarrollo tecnológico, arquitectónico o artístico del tiempo que los alumbró. Pero, si sabemos interpretarlos correctamente, veremos también que sus significados y funciones se multiplican. Son, en sí mismos, fuentes de información significativas en torno a las sociedades que los emplearon. Son, igualmente, reflejo de los poderes que respaldaron su erección, testimonios de sus mecanismos de expresión, de su capacidad financiera o de control territorial. Nos ofrecen, en definitiva, datos añadidos en torno al grado de militarización de las entidades políticas responsables de su construcción, así como acerca de la organización del poblamiento que ayudaron a cristalizar, de los recursos que explotaron y de las fronteras que defendieron.

Las fortificaciones andalusíes han sido objeto de interés privilegiado por medievalistas y arqueólogos desde hace décadas, lo que ha ayudado, no solo a caracterizar con cierta precisión su morfología y evolución diacrónica, sino a conocer mejor la realidad histórica de al-Andalus en su conjunto. Los análisis del territorio y de la estructura de su población se han apoyado en ese componente castral. La realidad fronteriza se ha explicado asimismo contando con el referente de la arquitectura militar. E incluso el intenso debate sobre la “formación social islámica” andalusí generada a partir de fuerzas en tensión de carácter tribal, estatal, feudal, etc., ha sostenido parte de sus argumentos teniendo en cuenta el expediente material formado por castillos y fortalezas, que dichos poderes levantaron. Veamos, en esta breve contribución, de qué modos diversos las fortificaciones andalusíes nos hablan de la historia de al-Andalus.

La fortificación de al-Andalus, una cuestión de “estado”

Entre las misiones que los gobernantes omeyas andalusíes tenían encomendadas estaba la defensa de su territorio, su país, y, por extensión, del islam (dār al-islam). Ello implicaba la protección de sus súbditos a través de la construcción de fortalezas que les sirvieran de refugio en caso de peligro, de modo que los soberanos canalizaron muchos recursos y energías para cumplir con una misión consustancial a los cargos que ocupaban. En un territorio fronterizo como fue al-Andalus, las murallas y castillos eran un bien público cuya materialidad era inmutable y estaba blindada, según la escuela mālikí

Alcazaba de Almería. Wikimedia commons.

Las amenazas que enfrentaron, en todo caso, podían venir del exterior de sus fronteras o constituir focos desestabilizadores de resistencia interna al poder que ostentaron emires y califas. Para hacer frente a sendas eventualidades, desde los primeros momentos de la conquista, el país se erizó de fortificaciones en sus confines y caminos, siguiendo una política que continuó a lo largo de toda su historia dirigida a neutralizar retos o peligros sucesivos y cambiantes. Tal actividad exigió de las primeras autoridades andalusíes y después del sulṭān omeya (entiéndase el “poder central”/“estado”), directamente o a través de sus legítimos representantes (visires, caídes, walíes, etc.) ingentes recursos financieros, amén de mecanismos efectivos de control de esos núcleos fortificados. Asimismo, algunas evidencias permiten aventurar que las empresas constructivas, desde las emprendidas por los conquistadores arabo-beréberes, se inspiraban en formas arquitectónicas persas y bizantinas aprendidas e interpretadas al compás de la dilatación territorial del islam por Oriente y el norte de África. Unas obras que, desde muy pronto, mostraron cierta homogeneidad, solo compatible con la existencia de obreros especializados que conocían la efectividad de determinadas soluciones poliorcéticas y las aplicaron en distintas partes del mundo islámico, gracias a mecanismos gubernamentales organizados. La promoción de esas obras, su financiación, la construcción de fábricas en cierta medida estandarizadas y los resortes efectivos desarrollados por el poder para garantizar la custodia de aquellos puntos fuertes fueron, en definitiva, las preocupaciones que enfrentaron las distintas autoridades andalusíes en relación con la arquitectura militar.

Promoción y financiación 

El impulso constructivo que animó la erección de castillos y fortalezas en al-Andalus fue muy cambiante en diferentes momentos, circunstancias históricas y lugares, lo que hace arriesgado plantear generalizadas conclusiones acerca de sus promotores. Asumiendo esa posibilidad se entiende, por un lado, que dicha promoción tuvo un carácter estatal, lo cual otorga peso a la formación en el país de poderes centrales capaces, organizados y respetados. O bien adquirió un sesgo local e incluso tribal, lo que multiplicaría los esfuerzos constructivos sobre la base de una formación social segmentaria basada en grupos agnáticos, refractarios a la intervención fiscalizadora de un poder centralizador. 

Se generarían así dos grandes tipos de fortificaciones, las públicas y colectivas respaldadas por autoridades gubernamentales o por oficiales locales, que se construirían y sostendrían gracias al esfuerzo colectivo o del estado, debidos a su iniciativa y financiados con los recursos que dichas autoridades obtenían a través de tributos. Y, por otro lado, los recintos u obras defensivas rurales, impulsados por diferentes iniciativas particulares, tuvieran éstas una específica identificación parental o regional, o fueran reflejo de un impreciso impulso resistente a la autoridad de estados tributarios centralistas, que en su caso probablemente fueron financiadas mediante mecanismos de exacción de tipo feudal más difíciles de identificar.

En el primero de los casos, al menos, las obras se pagarían con recursos procedentes de las arcas estatales, con impuestos ordinarios y extraordinarios, con las contribuciones de los ciudadanos que habitaban en los barrios colindantes a los perímetros amurallados de las medinas, con aportaciones fiscales del conjunto de la comunidad, o mediante legados píos establecidos a tal efecto. De cualquier modo, lo cierto es que la escuela mālikí no fue capaz de emitir una opinión unánime al respecto del reparto exacto de esas cargas, no reguló expresamente la forma y modo en que se debía acometer la construcción de fortalezas o murallas urbanas, y los dictámenes de diferentes jurisconsultos interpelados a tal efecto no son concluyentes cuando se planteó, por ejemplo, cómo financiar la obra de una muralla o si era posible alterar su trazado por alguna razón. En caso de que surgiera conflicto jurídico, sin embargo, la tendencia andalusí parece que se inclinó por hacer valer la utilidad pública y la defensa de los intereses generales, lo que conllevaría imposiciones obligatorias para todos los musulmanes en caso de necesidad, sobre la base de que la amenaza era compartida por la comunidad en su conjunto. 

De las tres partidas en las que se pueden dividir los principales gastos del califato cordobés, alimentadas con los ingresos fiscales del estado, una estaba destinada principalmente a financiar las empresas constructivas de los califas, otra pagaba al ejército (ŷund), y una tercera cubría otras necesidades del tesoro. Si bien es cierto que los principales capítulos de la primera financiaron fundamentalmente las espléndidas obras de Madīnat al-Zahrā’, de la mezquita de Córdoba o diferentes infraestructuras públicas, no se pueden olvidar los cuantiosos desembolsos que debieron suponer las obras en un sinfín de fortalezas que protegían las fronteras del islam frente al mundo cristiano. Hubo, de hecho, momentos especialmente conflictivos en los que asistimos a una fiebre constructiva notable, cuyas evidencias jalonan amplios territorios y produjeron ejemplares castrales e intervenciones califales en lugares como Tarifa, Ceuta, Algeciras o Marbella, realizadas para garantizar la defensa del Estrecho frente a los fatimíes, en torno al 960.

Castillo de Tarifa. Wikimedia Commons.

O dieron lugar a la imponente fortaleza de Gormaz, que al-Ḥakam II ordenó reconstruir a Gālib en 965-966, en el punto más caliente de su frontera septentrional con los cristianos. Gormaz fue la mayor y más representativa obra de entre las innumerables fortificaciones que defendieron los espacios más amenazados del califato. Una eficaz y conveniente alianza con los linajes locales permitió, además, al estado defender esa franja territorial, así como guarnecer aquellos enclaves, de modo que la presencia simbólica e institucional del sulṭān omeya estuviera garantizada. Esta se hacía presente mediante recursos arquitectónicos oficiales, como los aparejos, la profusión de torres de flanqueo o los grandes arcos de herradura en entradas y espacios simbólicos, o bien se escenificaba a través de una diplomacia muy activa. Fuera como fuese, el expediente material formaba parte de los medios de expresión política del poder andalusí, y como tal herramienta recibió una atención destacada del estado, así como los recursos necesarios para su correcta operatividad.

Fortaleza califal de Gormaz. Wikimedia Commons.

En un contexto diferente, según el Bayān de Ibn ‘Iḏārī (m. c. 1312), los almorávides introdujeron en 1126 un impuesto (ta‘tīb) destinado a financiar las reparaciones necesarias en sus fortalezas andalusíes, imposición severamente aplicada hasta el punto de que pudo causar desórdenes públicos en ciudades como Córdoba pocos años después, según el testimonio de Ibn al-Qaṭṭān (m. c. 1265).

En el caso de que el tesoro público o la autoridad ciudadana no contara con recursos suficientes, muchos legados píos (aḥbās, pl. de ḥubs) fueron establecidos con esa finalidad original o se acabaron derivando a tal efecto, para tratar de garantizar así la seguridad de los musulmanes a través de aquellas arquitecturas defensivas. Sin embargo, hubo no pocas consultas a los muftíes sobre el correcto uso de esos fondos, concretamente de los sobrantes de las donaciones instituidas para otros fines o de las que se desconocía el destino. E incluso cuando estos legados píos fueron fundados para sostener las reparaciones en murallas o en determinadas fortalezas, se llegó a plantear en qué gastar correctamente los ingresos de las donaciones piadosas en el caso de que aquellas pudieran haber caído en manos cristianas, situación para la que Ibn Zarb (m. 991) dispuso que se empleasen en otro castillo (ḥiṣn) con semejante finalidad. 

Constructores especializados

Como podemos ver, diversos poderes andalusíes se comunicaron con sus súbditos y rivales a través de la arquitectura militar, con un lenguaje expresivo. Ciertas evidencias parecen indicar que sus obras estaban perfectamente estandarizadas en sus detalles técnicos y formales, lo que hace posible encuadrar sus realizaciones en campañas constructivas concretas o afinar cronologías gracias al concurso de las fuentes escritas.  En distintos momentos y edificios se puede identificar la huella de aquellos poderes oficiales, se intuyen las amenazas que tuvieron que hacer frente, se vislumbra la acción propagandística que expresaban sus edificios, y se deduce la gestión centralizada de numerosos recursos humanos y tecnológicos necesarios para hacer de la arquitectura militar una herramienta efectiva en el plano militar e ideológico. 

Algunas noticias son, además, muy elocuentes al respecto y nos hablan de ciertos funcionarios de la administración central omeya encargados de supervisar las promociones oficiales. Aunque no parece que existiera un organismo como tal para la gestión de las fortalezas, por su carácter de empresas estatales resulta lógico que participaran en su ejecución los mismos responsables que lo hicieron en otros edificios mejor documentados, tal y como demostró hace años Manuel Ocaña. Así, la dirección de esas obras de fortificación recaería en agentes de confianza del gobernante, quienes no ejercieron sino una representación honorífica del sulṭān, en paralelo muchas veces a la dirección de las campañas militares que acaudillaban o al gobierno de las koras que tenían delegado. Fueron sus nombres los que se grabaron en los epígrafes fundacionales con el cargo de ṣāḥib al-abniya. Pero la verdadera ejecución material de las fortalezas fue responsabilidad del llamado ṣāḥib al-bunyān (“jefe de construcciones”), una especie de técnico facultativo que trazaría y levantaría esas fortalezas partiendo de sus conocimientos en arquitectura e ingeniería; verdaderos maestros de obra cuya labor, sin embargo, quedó en un segundo plano en los textos conmemorativos, también en época almorávide y almohade. En algunos casos se tiene constancia, además, de una especie de veedores o inspectores oficiales de las construcciones, llamado nāẓir al-bunyān. Y, por supuesto, no podía faltar el concurso de alarifes, albañiles y toda una constelación de artesanos u oficiales especializados, que incluso podían formar cuadrillas itinerantes usadas allí donde fuera necesario. O bien ser profesionales integrados en el ejército, de donde procedería asimismo un caudal imprescindible de mano de obra no cualificada para desempeñar los trabajos más penosos.

Aparejo califal de la torre de Mezquetillas. Asociación Española de Amigos de los Castillos.

Un conocido pasaje del Muqtabis V es extraordinariamente elocuente al respecto. En el año 936 ‘Abd al-Raḥmān III recibía de su aliado marroquí Mūsà b. Abī l-‘Āfiya una solicitud para que “le ayudara a construir el castillo de Ŷāra, al que se había retirado, y que le facilitara operarios y material, urgiendo el envío de la escuadra a él tan pronto se pudiera”. An-Nāṣir secundó “su solicitud de [re]construir su fortaleza, pues le mandó a Muḥammad b. Fuštayq, su protoarquitecto [ra‘is al-muhandisīn], con 30 albañiles, 10 carpinteros, 15 cavadores, seis hábiles caleros y dos estereros, escogidos entre los más hábiles de su profesión, acompañados de cierto número de herramientas y accesorios para los trabajos que ejercían (…) llevando también a Mūsà abundantes vituallas para sustento de él y los suyos, a más de preciosos regalos” (Muqtabis V, pp. 289-290, trad.).

De época almohade, por otro lado, podemos rescatar otra ilustrativa noticia. Hacia 1159-60 el califa ‘Abd al-Mu’min (m. 1163) solicitaba que se refortificara Gibraltar, en palabras de Ibn Ṣāḥib al-Ṣalāt (m. c. 1200): “para que fuese esta ciudad la residencia del poder, durante el paso de los ejércitos victoriosos y punto de etapa, mientras avanzaban las banderas vencedoras y los estandartes desplegados, hacia el país de los cristianos”. Con menos pompa Ibn Simāk afirmaba en su crónica del siglo XIV, que sería el propio califa quien “delineó su perímetro por su mano y encargó de su construcción al Sayyid Abū Sa‘īd [hijo del califa], señor de Granada”, aunque consultó para ello al malagueño al-Ḥāŷŷ  Ya‘īš (Al-Ḥulal al-mawšiyya, p. 185, trad.). El autor de Al-Mann bi-l-imāma recuerda también que junto a esos responsables estaría el qā’id Abū Isḥāq Barrāz b. Muḥammad y otros jeques de la frontera “para aconsejarse con ellos y discutir en qué parte de aquella montaña se construiría la ciudad ordenada”. Y que el califa mandó igualmente a otro de sus hijos, el Sayyid Abū Ya‘qūb de Sevilla, que reuniese “a todos los obreros albañiles y del yeso y carpinteros y a los alarifes de todo al-Andalus, que estaba bajo el gobierno de los Almohades y que se apresurasen en llegar a Gibraltar para cumplir la orden suprema. Se tomaron las medidas de gobierno y acudieron a ello gran número de soldados y caídes, escribanos y contadores para dirigir los trabajos y registrar los gastos de las obras y para activar ésto y llevarlo a cabo” (Al-Mann bi-l-imāma, pp. 21-23, trad.). En medio de todos estos datos, parece que la dirección facultativa de las obras recayó en los arquitectos Aḥmad ibn Bāṣo y en el citado, al-Ḥāŷŷ Ya‘iš de Málaga, reputados constructores e ingenieros, que hicieron de aquella ciudad estratégica un castillo inexpugnable. 

Este tipo de noticias no son tan frecuentes como nos gustaría, pero su evocación ilustra muy bien que, al menos en determinados momentos, los gobernantes de al-Andalus tuvieron la suficiente capacidad organizativa, técnica y humana para levantar fortalezas bajo su supervisión allí donde fuese necesario, intervenciones muchas veces asociadas a la propia acción de sus ejércitos y en consonancia con sus alianzas diplomáticas u objetivos militares. 

Si las evidencias textuales y epigráficas parecen apuntar a una estructura estatal capaz de proyectar, intervenir y supervisar edificios castrales en diversos puntos de su territorio, los testimonios arqueológicos reflejan, por su parte, rasgos de homogeneidad que permite establecer paralelos formales o tipológicos a las sucesivas campañas constructivas desarrolladas por los poderes andalusíes. Nos referimos a trazas o planteamientos poliorcéticos, soluciones arquitectónicas, así como técnicas y aparejos constructivos que se pueden agrupar por familiaridad, y que permiten atribuir cronologías más o menos precisas a determinados ejemplares castrales, o justificar su respectiva genealogía, combinando para ello el expediente material y las noticias escritas que tenemos. Se explica así, por ejemplo, que las fábricas omeyas adquirieran una homogeneidad formal considerable en cuanto al dominio de la cantería, y que allá donde se documentan aparejos a soga y tizón, o donde se percibe un determinado ritmo en su colocación, se pueda llegar a fechar con cierta precisión la obra. O que la preferencia norteafricana por el tapial hormigonado llevara a los almohades a firmar muchas de sus murallas y fortalezas con aquella técnica constructiva, progresivamente perfeccionada e identificativa del poder magrebí.

Castillo de Baños de la Encina. Wikimedia Commons.

Aún queda mucho por estudiar sobre las fortificaciones andalusíes, sobre todo de aquellas menos vinculadas con poderes centralistas, pero lo cierto es que la combinación de metodologías y fuentes permite ir afinando nuestra percepción del fenómeno, así como su directa relación con la historia general de al-Andalus. Por eso resultaba tan desconcertante, para terminar, que una fortaleza como Baños de la Encina fuera considerada un castillo califal. Las evidencias cronológicas parecían irrefutables, ya que se fechaba por un documento epigráfico que situaba las obras de la alcazaba en el año 968. Sin embargo, ni las soluciones arquitectónicas o poliorcéticas, ni el generalizado uso de tapial en su construcción, hacían encajar la fortaleza entre las tipologías de la arquitectura militar califal.

Archivo InscTalavera: Inscripción hallada en Talavera de la Reina, aunque atribuida al castillo de Baños de la Encina. Grabado de Jerónimo Gil (RAH 1907/101; MAN 12).

Esta anomalía tipológica se resolvió recientemente cuando, con motivo de la reorganización de los fondos documentales de la Real Academia de la Historia, aparecieron evidencias de que la placa fue descubierta en realidad en Talavera de la Reina. El error se consolidó en fecha temprana, e ilustres investigadores contribuyeron a ello o trataron de encontrar alguna lógica a lo que simplemente no parecía tenerla. En 2006, sin embargo, se despejaba una incógnita arqueológica que había comenzado a finales del siglo XIX. En la historia de la fortificación andalusí Baños de la Encina dejaba de ser una obra califal y ahora se tiene por una construcción almohade, tal y como parecía a ojos de la mayoría. Arqueólogos e historiadores han hecho, en definitiva, de las fortificaciones de al-Andalus un fructífero terreno de estudio, capaz de ofrecer una lectura de las evidencias materiales plenamente integrada en el discurso global de la historia andalusí.


Para ampliar:

  • Acién, M., “La fortificación en al-Andalus”, en R. López (coord.), La arquitectura del Islam occidental,  Madrid, 1995, pp. 29-41.
  • Azuar, R., “La construcción en al-Ándalus”, en A. Suárez (coord.), Construir en al-Andalus, Monografías del Conjunto Monumental de la Alcazaba, Almería, 2009, pp. 13-41.
  • Bazzana, A., Cressier, P. y Guichard, P., Les châteaux ruraux d’al-Andalus. Histoire et archéologie des huṣūn du sud-est de l’Espagne, Madrid, 1988.
  • Canto, A. y Rodríguez, I., “Nuevos datos acerca de la inscripción califal atribuida al Castillo de Baños de la Encina (Jaén)”, Arqueología y territorio medieval, 2 (2006), pp. 57-66.
  • Malpica, A., Los castillos en al-Ándalus y la organización del territorio, Cáceres, 2003.
  • Marín, M., “Documentos jurídicos y fortificaciones”, en A. Torremocha y P. Delgado (coords.), I Congreso Internacional, Fortificaciones en Al-Andalus, Algeciras, 1998, pp. 79-88.
  • Ocaña, M., “Arquitectos y mano de obra en la construcción de la Gran Mezquita de Occidente”, Cuadernos de la Alhambra, 22 (1986), pp. 55-86.
  • Pavón, B., Tratado de Arquitectura Hispanomusulmana, II, Ciudades y Fortalezas, Madrid, 1999.
  • Sénac, P. (ed.), Villa 4. Histoire et archéologie de l’Occident musulman (VIIe-XVe siècle): Al-Andalus, Maghreb, Sicile, Touluse, 2012.
  • Torres Balbás, L., “Arquitectos andaluces de las épocas almorávide y almohade”, Al-Andalus, XI (1946), pp. 214-224.
  • Viguera, Mª J., “Fortificaciones en al-Andalus”, en A. Torremocha y P. Delgado (coords.), I Congreso Internacional, Fortificaciones en Al-Andalus, Algeciras, 1998, pp. 15-22.
  • Zozaya, J., “La fortificación islámica en la Península Ibérica: principios de sistematización”, en El castillo medieval español: Lafortificación española y sus relaciones con la europea, Madrid, 1998, pp. 23-44.