José Antonio Conde: algo más que un pionero

Conde quiso recuperar la historia de al-Ándalus no como la escribieron los vencedores, sino utilizando el testimonio de los vencidos, es decir, las fuentes árabes. Esto, por sí solo, representaba un cambio esencial en la narrativa histórica española


Manuela Marín


Firma de José Antonio Conde en una de las papeletas conservadas con notas referentes a voces arábigas usadas en el Quijote. BNE, CERV.SEDÓC/112/21.

El 12 de junio de 2020 se ha cumplido el bicentenario de la muerte en Madrid de José Antonio Conde (1766-1820), uno de los primeros arabistas españoles y el primero en escribir una historia general de al-Ándalus. Este año es también el de igual aniversario de la publicación de su Historia de la dominación de los árabes en España, aparecida poco después de su muerte. Debería ser éste doble motivo para interesarse por la figura y la obra de Conde: a menudo los centenarios y otras efemérides sirven para recuperar un pasado que de otra forma se descuida y difumina.

No sé si nadie en el mundo académico se ha planteado la posibilidad de celebrar el aniversario de Conde, cuya fama póstuma fue grande y traspasó las fronteras de su patria, gloria que desapareció rápidamente en la segunda mitad del siglo XIX, sin que llegara nunca más a recuperarse. Sin embargo, el interés por su vida y sus obras se ha despertado en los últimos tiempos y ha venido produciendo una serie de publicaciones que iluminan la oscuridad a que fue condenado por la mayor parte de quienes, como arabistas, siguieron la senda que él había iniciado, con las dificultades inherentes a un trabajo que bien puede calificarse de pionero.

Conde: biografía de un español ilustrado y afrancesado

Resumiré a continuación los principales acontecimientos de la vida de Conde, que refleja, en ocasiones de forma dramática, la compleja época en que vivió. Nació en un pueblo de Cuenca, La Peraleja, en 1766. Después de pasar por el seminario (sin llegar a ordenarse), prosiguió sus estudios en la Universidad de Alcalá, donde se licenció en Leyes; también estudió lenguas clásicas y semíticas; en 1789 y 1790 opositó (o firmó las oposiciones) a cátedras de esas materias, aunque sin éxito. Fue también en 1789 cuando un colega de estudios en Alcalá lo denunció ante la Inquisición por sus opiniones antirreligiosas. Esta denuncia no tuvo consecuencias ni entonces ni más adelante, pero es gracias a ella como se conoce una descripción física de Conde, al que se retrata así en uno de los papeles que produjo el asunto: “de edad al parecer de unos veintiséis años, poco más ó menos, estatura algo menos de dos varas, color moreno, lleno de cara y redonda, cejas grandes, ojos y pelo largo, negros”.

Sede de la Biblioteca Real entre 1712 y 1809. Anónimo español, c. 1720. Alzado del pasadizo de la Encarnación hacia el huerto de la Priora. Madrid, BNE, Dib/14/18/1.

Armado con sus calificaciones académicas y saberes lingüísticos, Conde pudo encontrar acomodo profesional en la entonces llamada Biblioteca Real (desde 1836, Biblioteca Nacional), donde ingresó en 1795 como bibliotecario de plantilla, función que ocupó durante casi 20 años. En Madrid, Conde se alojó en casa de una familia originaria de su pueblo natal; allí habría de vivir durante todos los años que pasó en la capital. Por otra parte, en esa misma casa se anudaron los lazos afectivos más importantes de su vida, que fueron determinantes en su evolución personal y profesional. La familia vivía en condiciones modestas y se ayudaba tomando huéspedes, como era el caso de Conde, que pronto fue considerado uno más del grupo familiar, al que pertenecía la hija del matrimonio, Paquita, requerida de amores por uno de los más importantes literatos de la época, Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), prácticamente coetáneo de Conde. Ambos trabaron una estrecha amistad, favorecida tanto por la continuada presencia de Moratín en la casa como por lo mucho que tenían en común. El diario y las cartas de Moratín documentan cómo se veían prácticamente a diario, comían juntos, iban al teatro, al paseo o a las tertulias; en alguna ocasión Moratín, que gozaba de la protección de Godoy, llevó a su amigo a comer a casa del príncipe de la Paz. Y desde 1801, Moratín alojó a su joven prima María, que fue protegida por el escritor tras la muerte de su padre, en la misma casa donde vivía Conde —se verá en seguida por qué esta información familiar es relevante para la biografía de Conde.

En las tertulias literarias madrileñas, un espacio de sociabilidad masculina tan importante en esos tiempos, conoció Conde a otros eruditos o literatos con los que hizo buena amistad. Junto a Moratín, figuran en ese grupo, entre otros, Juan Tineo Ramírez de Jove (1767-1829), sobrino de Jovellanos, que sería luego albacea de Conde; Juan Antonio Melón (1758-1843), erudito eclesiástico ilustrado y, más tarde, afrancesado, o Agustín de Betancourt (1758-1824), el científico e ingeniero canario que tanto habría de contribuir al desarrollo tecnológico de Rusia. En ese ambiente de intelectuales y literatos ilustrados, Conde destacó primero como helenista y luego como arabista; en los primeros años del siglo XIX pasó a formar parte de la Real Academia Española y de la Real Academia de la Historia, en la que ocupó, desde 1805, el cargo de anticuario. En ambas instituciones destacó como asiduo redactor de memorias e informes, que en su mayoría se conservan manuscritos en sus archivos.

La invasión francesa de 1808 tuvo consecuencias dramáticas para alguien como Conde que, al igual que sus amigos Moratín o Melón —y muchos otros miembros de las elites culturales— se adhirieron a la nueva monarquía “josefina”, lo que les hizo seguir —y sufrir— los avatares de las campañas napoleónicas en España. Tras la batalla de Bailén (julio de 1808), Conde y Moratín se fueron de Madrid con la salida de las tropas francesas de la ciudad, pasando a Vitoria; a finales de ese mismo año volvieron a la capital. Desde 1810 Conde ocupó el cargo de jefe de división (encargado de Educación) en el Ministerio del Interior y Moratín fue nombrado por José I bibliotecario mayor de la Real Biblioteca en 1811; pero al año siguiente, al haber sido derrotado de nuevo el ejército francés en la batalla de los Arapiles, Conde y Moratín se marcharon a Valencia con el gobierno. Allí se separaron (no volverían a verse) y Conde volvió a Madrid, para tomar en seguida el camino de la emigración, pasando de nuevo por Vitoria y recalando finalmente en París.

En Francia estuvo Conde, aproximadamente, de marzo de 1813 a junio de 1814. Durante su estancia en París visitó a Silvestre de Sacy (1758-1824), considerado como el fundador de la tradición científica del arabismo francés y con quien ya había mantenido correspondencia. La vida en Francia no le debió resultar muy acogedora, porque volvió a España sin tener garantías sobre su seguridad o sus medios de vida; las medidas represivas del gobierno de Fernando VII contra los afrancesados emigrados eran extraordinariamente severas y preveían la pérdida total de bienes y cargos de cualquier clase. De hecho, Conde estuvo primero una temporada en Madrid, prácticamente oculto en casa de su patrona de siempre, para pasar luego algún tiempo con su familia en La Peraleja, alternando con alguna otra breve residencia en la capital.

Antoine-Isaac, baron Silvestre de Sacy (1758-1838) Depaulis, Alexis-Joseph , Graveur en médailles (1838). © Musée Carnavalet, París

En 1816, tras haber conseguido autorización para establecerse en Madrid, Conde reanudó sus trabajos eruditos, aunque no siempre en condiciones favorables. Al menos le fue restituida su pertenencia a las reales academias, de las que había sido expulsado en 1814 (la RAE) y 1818 (la RAH). Ese mismo año de 1816 se casa con María Fernández de Moratín (Mariquita), a la que conocía desde que era niña, como se ha dicho antes; les separaba la friolera de casi 30 años, pero al parecer ella había dado su consentimiento y su primo Leandro se rindió a la voluntad de los novios y les cedió su hacienda de Pastrana; también el hermano de Conde le adelantó su parte de la herencia familiar, con lo que podían llevar una vida modesta. Su felicidad duró, sin embargo, muy poco: en septiembre de 1817 Mariquita murió de parto, junto con su hijo. Su viudo falleció casi tres años después, sin llegar a ver impreso el primero de los volúmenes de su Historia de la dominación de los árabes en España, que se publicó ese mismo año de 1820.

Conde y los estudios árabes: una obra pionera y ambiciosa

Si la vida de Conde estuvo marcada por las circunstancias históricas de una época tan singular como el paso del siglo XVIII al XIX, su obra debe situarse en el contexto de un naciente arabismo español. En esos inicios titubeantes, enmarcados en la Ilustración y sus valores, tuvieron papel importante los maronitas siro-libaneses, atraídos por los ministros de la ilustración para ejercer como traductores, bibliotecarios o intérpretes o, como fue el caso de Miguel Casiri, para catalogar por vez primera los manuscritos árabes de El Escorial. Con él debió de estudiar Conde cuando llegó a Madrid y perfeccionar su conocimiento del árabe. A finales del siglo XVIII, los incipientes estudios árabes se asomaban a la Biblioteca Real, los Reales Estudios de San Isidro, la Biblioteca de El Escorial y las Academias, instituciones todas con las que Conde mantuvo relación, en grados diferentes (a pesar de lo que se dice en algunos estudios recientes, no fue nunca director de la Biblioteca Real ni bibliotecario o director de la Biblioteca de El Escorial). El panorama era, pues, disperso; los medios para avanzar en esos estudios, escasos y poco eficaces: la cátedra de árabe de los Reales Estudios la ocupaba, desde 1770 hasta su muerte en 1791, Mariano Pizzi, cuyos conocimientos de árabe no parecen haber sido muy profundos. El diccionario más accesible era el árabe-latino de Jacob Golius (siglo XVII) y no existían catálogos de manuscritos (hasta el de Casiri para El Escorial, 1760-70). En esta primera época del arabismo español moderno participaron activamente miembros del estamento eclesiástico, franciscanos en especial.

Descripción de España de Xerif Aledris, Madrid, 1799.

En este panorama destaca la figura de Conde, que detectó la importancia de proporcionar instrumentos básicos para ahondar en el conocimiento de la historia andalusí. Su contribución a esa tarea, llevada a cabo de forma totalmente unipersonal, no puede más que asombrar por su ambición, aunque sus resultados, como es lógico, hayan quedado obsoletos. Conde fue el primero en editar y traducir una parte de la descripción geográfica de al-Idrisi (Descripción de España de Xerif Aledris, Madrid, 1799); el primero en ocuparse sistemáticamente de la numismática andalusí, en una memoria destinada a la Real Academia de la Historia (Memorias de la Real Academia de la Historia, X, Madrid (1885), 225-314) y el primero también en lanzarse a componer una historia completa de al-Ándalus, que fue la que le dio fama en España y en Europa.

El planteamiento de Conde para su Historia de la dominación de los árabes en España, tal como explica en la introducción a la obra, consiste en recuperar esa historia no como la escribieron los vencedores, sino utilizando el testimonio de los vencidos, es decir, las fuentes árabes. Esto, por sí solo, representaba un cambio esencial en la narrativa histórica española, articulada sobre un relato providencial ligado a la conquista de los territorios andalusíes. Pero además, Conde decidió que había que recuperar igualmente la “voz” de los vencidos y por eso presume de haber recogido en las crónicas árabes “sus propias palabras fielmente traducidas. Así, al mismo tiempo que se ven los hechos de aquella nación, se puede conocer el genio y estilo de que usan para historiarlos”. De ese modo, no sólo Conde trata de reproducir el estilo literario de sus fuentes, sino que también, como los autores de esos textos, salpica el suyo de una gran cantidad de poemas y de voces árabes (que no siempre explica en nota) y emplea la toponimia árabe de la geografía peninsular. Todo ello constituye una especie de envoltura formal que alberga una narrativa histórica con pretensiones de autenticidad. Por otro lado, es interesante tener en cuenta que Conde se refiere siempre a lo que hoy llamamos “al-Ándalus” como “España”; sus habitantes son, por consiguiente, “árabes españoles”, consiguiéndose de ese modo una incorporación esencial de la historia andalusí a la de España.

La Historia de Conde buscaba un público amplio; no estaba dirigida únicamente a sus colegas académicos. El texto va esmaltado con diálogos, parlamentos y discursos, para dar mayor verosimilitud al relato; pero también, basándose en núcleos narrativos históricamente documentados, los amplía y elabora con desarrollos narrativos de su propia cosecha. El resultado fue que la Historia de Conde, junto con las Guerras de Granada de Ginés Pérez de Hita, suministró materiales novelescos utilizados por muchos literatos románticos, como demostró en su momento Soledad Carrasco Urgoiti.

Historia de la dominación de los árabes en España, Madrid, 1820.

Esa fue una de las razones de la popularidad de la Historia, pero no la única. Era también una obra de investigación y, en una reseña publicada en 1826 por Silvestre de Sacy en el Journal des Savans, se reconocía su calidad académica. Al mismo tiempo, la Historia puede leerse desde la perspectiva política de su tiempo: así es como se puede explicar su insistencia en el buen gobierno de los Omeyas, que trataban por igual a “muslimes”, judíos y cristianos, implantaban escuelas públicas en las aldeas y aseguraban “la paz y quietud de los pueblos, la buena y constante administración de justicia, la observancia de la ley, el premio de los buenos servicios, el castigo de los malhechores, y una sucesión tranquila y permanente del mando”. Todo un programa de despotismo ilustrado de gobierno, que contrastaba crudamente con la realidad del reinado de Fernando VII. 

La Historia había creado gran expectación antes de ser publicada. Se anunció repetidamente por los órganos de la Real Academia de la Historia y la noticia de su próxima aparición fue registrada por el hispanista británico John Bowring en un texto reproducido en la revista Monthly Magazine de mayo de 1820, alcanzando así un “mercado” cultural, el británico, que empezaba a interesarse por la literatura española y la andalusí (aunque todavía no la llamaban así). La Historia, sin embargo, tuvo que esperar a ser traducida al inglés hasta 1854, cuando ya lo había sido al francés (1825, 1840), al alemán (1824) y al italiano (1836). Por otra parte, la obra de Conde fue muy apreciada  —y utilizada— por literatos liberales exiliados en Londres, como José María Blanco White, José Joaquín de Mora y Pablo de Mendíbil. En España, la edición más difundida, tras la de 1820, fue la de Barcelona en 1844 (aunque hay otras posteriores, incluso una de 1997 y otra facsímil de 2001). Todo ello habla elocuentemente de la difusión de la Historia y el general aplauso con que fue recibida: por primera vez se disponía de un relato completo de la presencia islámica en la península Ibérica.

A partir de 1849 las cosas cambiaron. En esa fecha, el holandés Reinhart Dozy (1820-1883), que ya se había hecho un nombre como arabista, publicó sus Recherches sur l’histoire et la littérature de l’Espagne pendant le Moyen Âge, que supusieron una renovación de los estudios andalusíes a partir de un exhaustivo análisis de las fuentes árabes y una preparación histórico-filológica de gran calidad. A estas cualificaciones científicas añadía Dozy un carácter muy crítico hacia el trabajo de sus colegas y/o predecesores, de manera que no dudó en dedicar unas cuantas páginas de sus Recherches a un examen demoledor de la Historia de Conde, en el que no sólo señalaba sus diversos errores de interpretación, sino que llegaba al punto de acusarle de no conocer del árabe sino los signos de su alfabeto y cometer fraudes y engaños deliberados en su narración. A partir de esta publicación, Dozy, en palabras de Emilio García Gómez, se alzó con el cetro de los estudios sobre al-Ándalus en Europa y, por supuesto, en España, donde el nombre de Conde dejó de pertenecer progresivamente a la historia del moderno arabismo académico, que se ha venido situando (no sin algunas reticencias) en Pascual de Gayangos (1809-1897) y, sobre todo, en Francisco Codera (1836-1917).

La recuperación de una obra olvidada

La Historia de Conde empezó a ser objeto de atención y reevaluación desde los años 70 del siglo pasado. Hay ya una notable serie de estudios al respecto (véase una selección de títulos en la bibliografía final) y es interesante comprobar cómo su obra se analiza no sólo como una fase primitiva del arabismo español, sino también como un conjunto de textos vivos y capaces de integrarse en discusiones científicas actuales. Las traducciones del árabe de Conde, tan denostadas por Dozy, se han estudiado desde la filología y la traductología (Calvo Pérez, Gil Bardají, Haro Cortés) o como fuente histórica (Calvo Capilla). Por razones que no sólo atañen a los estudios árabes, el contenido de la biblioteca de Conde también ha sido objeto de atención, como se verá en seguida. Pero también la posición de la Historia como historia general de al-Ándalus y como objeto historiográfico en sí mismo ha variado notablemente y se contempla desde perspectivas que sitúan a la obra en un contexto que supera con mucho el marco de los estudios árabes. Aun desde ellos, autores como Hitchcock o Martinez-Gros han sabido encontrar un sentido singular en la narrativa histórica de Conde; desde perspectivas más ligadas al análisis de los movimientos intelectuales y culturales, otros la han ubicado en el contexto del orientalismo ligado al romanticismo europeo y la construcción de identidades nacionales de ese periodo (Saglia).

Sir John Bowring by John King oil on canvas, 1826 NPG 1113 © National Portrait Gallery, London.

Esto nos lleva a un punto que también se debe destacar: de  la biografía de Conde se desprende que desde muy pronto se esforzó por establecer contactos con eruditos y estudiosos (y no sólo arabistas) de fuera de España. Ya se han mencionado sus contactos con Silvestre de Sacy; pero no deben olvidarse sus relaciones con hispanistas como el británico John Bowring (1792-1872) y el norteamericano George Ticknor (1791-1871). Con ambos tuvo trato personal y les ayudó en sus pesquisas investigadoras y bibliófilas. Bowring, en su artículo “Poetical Literature of Spain” (1820) dio cuenta del fallecimiento de Conde, describiendo su vida oscura y de escasos medios, pero también su entusiasmo por su trabajo; de Ticknor, autor de una famosa History of Spanish Literature (1849), se dice que contribuyó a pagar los gastos del entierro de Conde. Todavía en 1819, Conde le decía a Moratín en una carta lo ocupado que estaba con los extranjeros a los que atendía y que le llegaban recomendados por el embajador francés, el príncipe de Laval, cuya amistad le distinguía. En justa correspondencia, el interés por la obra de Conde se ha reavivado no sólo en España, sino también en otros países: la traducción inglesa de la Historia se ha reeditado en Londres en 2009, con una introducción de Richard Hitchcock.

Dos asuntos controvertidos de la actividad erudita de Conde

Hay dos episodios en el transcurso de la vida profesional de Conde que han dado lugar a diversas interpretaciones y que por ello voy a mencionar aunque sea muy brevemente. 

El primero de ellos se refiere a su calidad de “descubridor” de la literatura aljamiada, que afirmó con entusiasmo, a principios del siglo XX, su primer biógrafo, Pedro Roca. Desde entonces se ha dado por hecho que así fue, y se viene repitiendo bajo su autoridad (que no siempre se menciona). Recientemente, sin embargo, se ha cuestionado que fuera Conde quien primero se ocupase de unos textos que habían desafiado la agudeza de estudiosos como Casiri, y se han dado argumentos plausibles a favor de Silvestre de Sacy como autor de ese descubrimiento (Villaverde Amieva). Cierto es que Conde no publicó nada sobre ese tema (como tampoco lo hizo sobre otros muchos de los que se ocupó, sin que hayan pasado del manuscrito a la imprenta); pero sí se carteó con Sacy a ese propósito y es evidente que ambos trabajaban paralelamente sobre manuscritos aljamiados, aunque la estricta primacía del descubrimiento no sea fácil de dilucidar.

El segundo episodio es algo más complejo y está lejos de hallarse resuelto. Quien lea hoy día el texto dedicado a Conde en la Wikipedia (y en alguna otra página de internet), se encontrará con la siguiente frase: “De la biblioteca de El Escorial extrajo el manuscrito del Cancionero de Baena, que sus herederos vendieron y hoy es uno de los tesoros de la Biblioteca Nacional de París”. No es la única de las inexactitudes de este artículo, pero sí la más grave, porque hace responsable a Conde de la pérdida de una joya del patrimonio bibliográfico español.

Que Conde sustrajera ese manuscrito no está demostrado fehacientemente, aunque tuvo la oportunidad de hacerlo: en 1809 dirigió el traslado de los manuscritos escurialenses al convento de la Trinidad para ponerlos a salvo; al año siguiente se incorporaron a la Biblioteca Real. No volverían a El Escorial hasta 1814, por autorización de Fernando VII. En esos traslados, que se hicieron en condiciones difíciles, desaparecieron 20 mss., algunos de ellos tan valiosos como el Cancionero de Baena y un códice azteca que adquirió la Cámara de los Diputados de París en 1826.

En Londres, donde el interés por los temas españoles había ido en aumento y donde existía un floreciente mercado bibliófilo, se hizo en 1824 la venta pública de los libros y mss. de la biblioteca de Conde, junto con libros de otras procedencias; uno de los mss. que se vendieron entonces fue el del Cancionero. Algún testimonio contemporáneo señala que la obra no pertenecía en origen a la biblioteca de Conde y hay estudios modernos que dudan al respecto o apuntan hacia otras personas que pudieron estar involucradas en el asunto. Lo que sí puede afirmarse es que Conde tenía en su poder mss. árabes (se refiere a ellos como propios en su Historia), y que conocía muy bien los fondos de El Escorial, donde la Academia de la Historia le había comisionado para que estudiara los manuscritos árabes. Pero que se apropiara del Cancionero de Baena es sólo una posibilidad que se apoya en indicios circunstanciales, como está demostrando la investigación más reciente.

Mucho más podría decirse sobre José Antonio Conde, a quien he pretendido únicamente evocar para quienes, al leer este texto, tuvieran la curiosidad de asomarse a su biografía y a este periodo extraordinario de la historia de España. Por él transita una figura a la que la posteridad ha maltratado pero cuya huella sigue estando presente porque su legado, con todas sus inevitables imperfecciones, mantiene la capacidad de atraer el interés de los lectores, doscientos años después de su muerte.


Para ampliar:

  • Almagro Gorbea, Martín, “José Antonio Conde García”, Real Academia de la Historia Diccionario Biográfico Español.
  • Álvarez Millán, Cristina, “El Fondo Oriental de la Real Academia de la Historia: datos sobre su formación y noticia de algunos hallazgos”, En la España medieval, 32 (2009), 359-388.
  • Calvo Capilla, Susana, “La religiosidad nazarí en época de Yūsuf I (1332-54), según un texto traducido por José Antonio Conde, después llamado ‘Código de Yūsuf”, AlHadra, 2 (2016), 3-4, 201-232.
  • Calvo Pérez, Julio, “Aportación de José Antonio Conde a la política educativa de Fernando VII”, Académica. Boletín de la Real Academia Conquense de Artes y Letras, 3 (2008), 33-54.
  • —, “José Antonio Conde (1766-1820), traductor”, Quaderns de Filologia. Estudis lingüistics, 8 (2003), 181-203.
  • —, Semblanza de José Antonio Conde, Cuenca, 2001.
  • Carrasco Urgoiti, Soledad, El moro de Granada en la literatura (del siglo XVI al XIX), Granada, 1989 (1ª ed. 1956).
  • Comellas, Mercedes, “Cancionero de Baena perdido y hallado”, Antonio Chas Aguión, ed., Escritura y reescrituras en el entorno literario del Cancionero de Baena, Berlín, 2018, 183-219.
  • Fernández, Paz, Arabismo español del siglo XVIII: origen de una quimera, Madrid, 1991.
  • Faulhaber, Charles B. y Óscar Perea Rodríguez, “El manuscrito del Cancionero de Baena (PN1): descripción codicológica y evolución histórica”, Magnificat. Cultura i Literatura Medievals, 5 (2018), 19-51.
  • Gil Bardají, Anna, “Translating al-Andalus: Otherness and Identity Discourses in Conde’s «Descripción de España»”, Journal of Multicultural Discourses, 4 (2009), 221-36.
  • Haro Cortés, Marta, “La traducción castellana inédita de Calila e Dimna árabe (José Antonio Conde, 1797)”, Boletín de la Real Academia Española, XCII (2012), 85-116.
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  • Manzanares de Cirre, Manuela, “Gloria y descrédito de D. José Antonio Conde”, Anuario de Estudios Medievales, 6 (1968), 553-563.
  • Martinez-Gros, Gabriel, “Ibn Hafsûn ou la construction d’un bandit populaire”, Revue des mondes musulmans et de la Méditerranée, 129 (2011), 139-152.
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  • Monroe, James T., Islam and the Arabs in Spanish Scholarship (Sixteenth Century to the Present), Leiden, 1970.
  • Roca, Pedro, “Vida y escritos de don José Antonio Conde”, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, VIII (1903), 378-384, 458-469; IX (1903), 279-291, 338-354; X (1904), 27-42.
  • Ron de la Bastida, C. (seud. de A. Rodríguez Moñino), “Los manuscritos árabes de Conde (1824)”, Al-Andalus, XXI (1958), 113-24.
  • Saglia, Diego, “Entre Albión y el Oriente: orientalismo romántico y construcción de la identidad nacional en el exilio londinense”, José María Ferri Coll y Enrique Rubio Cremades, coords., La península romántica: el Romanticismo europeo y las letras españolas del XIX, [Palma de Mallorca], 2014, 79-91.
  • Torrecilla, Jesús, España al revés: los mitos del pensamiento progresista, Madrid, 2016.
  • Villaverde Amieva, Juan Carlos, “Un papel de Francisco Antonio González sobre «códices escritos en castellano con caracteres árabes» (Real Academia de la Historia, año 1816) y noticia de las copias modernas de Leyes de Moros, Raquel Suárez García e Ignacio Ceballos Viro, eds., Aljamías. In memoriam Álvaro Galmés de Fuentes y Iacob M. Hassán, Gijón, 2012, 131-214 (p. 132-34).
  • Perfil de José Antonio Conde en la Biblioteca Virtual de Arabistas y Africanistas Españoles.
  • Sobre el papel de Conde en la protección de los fondos de la Biblioteca de El Escorial.